XXIX – Décimo Mandamiento

«No codiciarás […] nada que […] sea de tu prójimo» (Ex 20, 17).

«No desearás su casa, su campo, su siervo o su sierva, su buey o su asno: nada que sea de tu prójimo» (Dt 5, 21).

«Donde […] esté tu tesoro, allí estará también tu corazón » (Mt 6, 21).

El décimo mandamiento nos prohíbe la codicia que se encuentra a la base de tantos comportamientos que comprometen la dignidad del hombre pues ahí se cifra la intención viciada del corazón, eventualmente es por codicia que se llegan a robos y fraudes, violencias e injusticias, así como a la inmoralidad sexual, de ahí que sea tan importante estar vigilantes en este campo.

“¿Qué es la codicia? Es la avidez desenfrenada de bienes, querer enriquecerse siempre. Es una enfermedad que destruye a las personas, porque el hambre de posesión es adictiva. El que tiene mucho nunca está satisfecho: siempre quiere más, y sólo para sí mismo. Pero así ya no es libre: está apegado, es esclavo de lo que paradójicamente debería haberle servido para vivir libre y sereno. En lugar de servirse del dinero, se convierte en un siervo del dinero. Pero la codicia es también una enfermedad peligrosa para la sociedad: por su culpa hemos llegado hoy a otras paradojas, a una injusticia como nunca antes en la historia, donde pocos tienen mucho y muchos tienen poco o nada. Pensemos también en las guerras y los conflictos: el ansia de recursos y riqueza está casi siempre implicada. ¡Cuántos intereses hay detrás de una guerra! Sin duda, uno de ellos es el comercio de armas. Este comercio es un escándalo al que no debemos ni podemos resignarnos.” (Papa Francisco, 31 de julio 2022)

La catequesis de la Iglesia al describirnos los movimientos del corazón del hombre nos recuerda que el deseo de cosas agradables forma parte de una facultad interna a la que se le llama “apetito sensible” que se subdivide en apetito concupiscible, termino reservado al apetito sensitivo en cuanto deseo del bien percibido por los sentidos, y apetito irascible, término que se utiliza para designar al deseo de un bien percibido como difícil por nosotros. En razón de esto buscamos comer cuando hay hambre o el calor cuando hay frio, en sí mismas estas tendencias no son malas, su bondad o malicia de define en razón del cómo y para qué buscan obtener lo que se desea; “pero con frecuencia no guardan la medida de la razón y nos empujan a codiciar injustamente lo que no es nuestro y pertenece o es debido a otra persona.” (Catecismo n. 2535)

Rectamente iluminada por la razón y la fe el hombre se abstiene de la apropiación desenfrenada de bienes terrenos y el poder que estos suponen (avaricia), igual se abstiene de cometer injusticias para obtener cualquier bien. Ojo, el problema no es el deseo sino que todo deseo que ha de ser satisfecho lo ha de ser por medios y fines honestos.

“No se quebranta este mandamiento deseando obtener cosas que pertenecen al prójimo siempre que sea por medios justos. La catequesis tradicional señala con realismo “quiénes son los que más deben luchar contra sus codicias pecaminosas” y a los que, por tanto, es preciso “exhortar más a observar este precepto”:

«Hay […] comerciantes […] que desean la escasez y la carestía de las mercancías, y no soportan que otros, además de ellos, compren y vendan, porque ellos podrían comprar más barato y vender más caro; también pecan aquellos que desean que sus semejantes estén en la miseria para ellos enriquecerse comprando y vendiendo […]. También hay médicos que desean que haya enfermos; y abogados que anhelan causas y procesos numerosos y sustanciosos…» (Catecismo Romano, 3, 10, 23).” (Catecismo n. 2537)

Evitar la codicia supone también una lucha contra la envidia que usualmente se ha definido como la tristeza experimentada ante el bien ajeno y el deseo desordenado de querer poseerlo. Es tan delicado este punto incluso el libro de la Sabiduría (cf. Sb 2, 24) nos recuerda que fue por envidía del diablo que entró la muerte en el mundo. Si la envidia supone el deseo de un mal grave al prójimo supone un pecado mortal.

“De la envidia nacen el odio, la maledicencia, la calumnia, la alegría causada por el mal del prójimo y la tristeza causada por su prosperidad” (San Gregorio Magno, Moralia in Job, 31, 45).

¿Cómo combatir la envidia y la codicia? Actuando por contrarios, siendo generosos en limosnas, amando la benevolencia es decir procurando el bien en general para el prójimo, cultivando la virtud de la humildad. Reconociendo que estamos tan unidos entre nosotros como cristianos en razón del santo Bautismo que el bien de un hermano es también un bien para mí. Esto nos pone en camino de seguir los deseos del Espíritu Santo que llevándonos a vivir en Cristo siempre nos conduce por la vía de la verdad y el bien, no seguimos simplemente preceptos externos sino que la purificación del corazón es tal que redescubrimos que vivir como Cristo una vida virtuosa supone apartarse del mal pero su propósito es más alto, es que cada una de nuestra acciones glorifique al Padre celestial.

Hemos de llegar a vivir la auténtica pobreza de corazón. Ciertamente la Iglesia nos enseña que hemos de rechazar cualquier tipo de miseria material, moral o espiritual, pero nos exhortar a amar la pobreza espiritual, que supone no sólo un desapego desordenado a los bienes terrenos sino al cultivo de la confianza en la Providencia de Dios, descubriendo que habiendo mucho o poco nunca somos desamparados, nuesta vida verdadera no depende de los éxitos o bienes terrenos sino del amor de un Padre que ha enviado a su Hijo Único para liberarnos del pecado y de la muerte.

“El Señor se lamenta de los ricos porque encuentran su consuelo en la abundancia de bienes (cf Lc 6, 24). “El orgulloso busca el poder terreno, mientras el pobre en espíritu busca el Reino de los cielos” (San Agustín, De sermone Domini in monte, 1, 1, 3). El abandono en la providencia del Padre del cielo libera de la inquietud por el mañana (cf Mt 6, 25-34). La confianza en Dios dispone a la bienaventuranza de los pobres: ellos verán a Dios.” (Catecismo n. 2547)

De este modo nos situamos de cara al fin último de la vida en Cristo al final de la serie de catequesis sobre los diez mandamientos, el anhelo de la contemplación de Dios, que supone habitar en su presencia, con un corazón libre de afectos terrenos para entregarnos plenamente en una unión de amor con Él, contemplar, ver a Dios designa en este sentido unión, posesión, comunión plena y perfecta con el Señor.

«Allí se dará la gloria verdadera; nadie será alabado allí por error o por adulación; los verdaderos honores no serán ni negados a quienes los merecen ni concedidos a los indignos; por otra parte, allí nadie indigno pretenderá honores, pues allí sólo serán admitidos los dignos. Allí reinará la verdadera paz, donde nadie experimentará oposición ni de sí mismo ni de otros. La recompensa de la virtud será Dios mismo, que ha dado la virtud y se prometió a ella como la recompensa mejor y más grande que puede existir […]: “Yo seré su Dios, y ellos serán mi pueblo” (Lv 26, 12) […] Este es también el sentido de las palabras del apóstol: “para que Dios sea todo en todos” (1 Co 15, 28). El será el fin de nuestros deseos, a quien contemplaremos sin fin, amaremos sin saciedad, alabaremos sin cansancio. Y este don, este amor, esta ocupación serán ciertamente, como la vida eterna, comunes a todos» (San Agustín, De civitate Dei, 22,30).

De cara a la confesión no olvides que la codicia tiene consecuencias nocivas en la vida del alma, purificar el corazón también pasa por reconocer como nuestro pecado tiene muchas veces su raíz en este deseo desordenado de bienes terrenos.

Con esto terminamos esta sección, y redescubriendo el llamado a la contemplación, nos disponemos en las próxima catequesis a comenzar el tema de la Oración Cristiana.

Para reflexionar:

¿Qué aprendí de esta catequesis?

¿Qué manifestaciones de codicia y envidia descubro en mi alrededor?

¿Cómo es mi relación con los bienes materiales?

¿Qué puedo hacer para custodiar mi corazón del apego desordenado a ellos?

IMG: ‘El cambista y su mujer’ de Marinus van Reymerswale