XXXIII – Padre Nuestro

«Tú, por el contrario, cuando te pongas a orar, entra en tu aposento y, con la puerta cerrada, ora a tu Padre, que está en lo oculto; y tu Padre, que ve en lo oculto, te recompensará. Y al orar no empleen muchas palabras como los gentiles, que piensan que por su locuacidad van a ser escuchados. Así pues, no sean como ellos, porque bien sabe su Padre de qué tienen necesidad antes de que se lo pidan. Ustedes, en cambio, oren así: Padre nuestro, que estás en los cielos, santificado sea tu Nombre; venga tu Reino; hágase tu voluntad, como en el cielo, también en la tierra; danos hoy nuestro pan cotidiano; y perdónanos nuestras deudas, como también nosotros perdonamos a nuestros deudores; y no nos pongas en tentación, sino líbranos del mal.  Porque si les perdonan a los hombres sus ofensas, también los perdonará su Padre celestial. Pero si no perdonan a los hombres, tampoco su Padre les perdonará sus pecados.» (Mt 6, 6-15)

En la segunda parte del apartado sobre la oración el Catecismo nos invita a meditar sobre el Padre Nuestro, modelo de toda oración.

“La oración del Señor o dominical es, en verdad el resumen de todo el Evangelio” (Tertuliano, De oratione, 1, 6). «Cuando el Señor hubo legado esta fórmula de oración, añadió: “Pedid y se os dará” (Lc 11, 9). Por tanto, cada uno puede dirigir al cielo diversas oraciones según sus necesidades, pero comenzando siempre por la oración del Señor que sigue siendo la oración fundamental» (Tertuliano, De oratione, 10). (Catecismo n. 2761)

El Padre Nuestro se encuentra en el centro del Sermón de la Montaña, por ello decimos que está en el Corazón de las Escrituras, es el centro del anuncio de la Buena Noticia, es una plegaria que ordena nuestros deseos, sea porque nos enseña el qué pedir sea porque nos enseña en qué orden hay que pedirlo, la vida nueva se va configurando por la oración de ahí que el Catecismo diga que “De la rectitud de nuestra oración dependerá la de nuestra vida en Él” (n. 2464).

Al Padre Nuestro también se le conoce como la oración dominical, ya que la palabra “domingo” viene del latín “dominus” que significa Señor, así pues el Padre Nuestro es la oración del Señor. Jesús, el Divino Maestro, nos presenta esta oración como modelo de nuestra oración, no se trata de una mera formula para repetir, en esta oración el Espíritu nos enseña a hablar con el Padre.

También afirmamos que el Padre Nuestro es la oración de la Iglesia, en los inicios del cristianismo, los bautizados la rezaban tres veces al día, siempre se ha incluido como un vínculo de comunión entre los cristianos, de un modo especial en la Sagrada Liturgia, y en todas las tradiciones litúrgicas forma parte del Oficio divino así como en los sacramentos de Iniciación Cristiana.

“En la Eucaristía, la Oración del Señor manifiesta también el carácter escatológico de sus peticiones. Es la oración propia de los “últimos tiempos”, tiempos de salvación que han comenzado con la efusión del Espíritu Santo y que terminarán con la Vuelta del Señor. Las peticiones al Padre, a diferencia de las oraciones de la Antigua Alianza, se apoyan en el misterio de salvación ya realizado, de una vez por todas, en Cristo crucificado y resucitado.” (Catecismo n. 2771)

Con la oración dominical se nos invita a acercarnos a Dios con toda confianza con parresía, una palabra que implica “simplicidad, sin desviación, conciencia filial, seguridad alegre, audacia humilde, certeza de ser amado” (Catecismo n. 2778). Al comenzar diciendo “Padre” nos disponemos en primer lugar a purificar nuestro corazón de falsas imágenes del Señor que podamos haber acuñado, Él es la fuente y modelo de toda paternidad y maternidad. “Transferir a Él, o contra Él, nuestras ideas en este campo sería fabricar ídolos para adorar o demoler. Orar al Padre es entrar en su misterio, tal como Él es, y tal como el Hijo nos lo ha revelado” (Catecismo n. 2779)

Asimismo al decir “Padre” elevamos una oración de adoración, es reconocerle por quién Él es, clamamos a Él con un corazón de hijos adoptivos que se saben agradecidos porque se nos ha revelado, nos ha dado el donde la fe y porque ha venido por su gracia a morar en nuestros corazones. Reconocer a Dios como Padre, también nos da una nueva conciencia sobre nosotros mismos porque nos reconocemos sus hijos, de este modo continúa a revelarnos nuestra nueva dignidad como bautizados, suscita en nosotros deseos de conversión, queremos asemejarnos a Él con un corazón humilde y confiado.

“Nuestro” nos recuerda por una parte que le pertenecemos, somos suyos, como dice un antífona de la Liturgia somos “rebaño del Señor, Pueblo que Él guía” a la vez que Él es nuestro Dios, cada uno puede decir con el salmo 15, “el Señor es el lote de mi heredad”. Somos el Pueblo en el que cumple sus promesas en Cristo. Siendo Pueblo también reconocemos la comunión de vida que hay entre los que hemos pasado a formar parte de la Nueva y Eterna alianza.

“Que estás en el cielo” esta afirmación no implica tanto un lugar cuanto un modo de ser, no es que esté lejos el Señor sino está por encima de todo, evoca en nosotros la condición de peregrinos que caminan hacia la comunión plena con Él.

“Santificado sea tu Nombre”. Es la primera de las siete peticiones que contiene la oración, y nos sitúa en primer lugar frente a Dios, lo propio del amor en la contemplación del amado, y nuestro amor se vuelca en deseo de que Él sea conocido, amado y glorificado por todos.

«Pedimos a Dios santificar su Nombre porque Él salva y santifica a toda la creación por medio de la santidad. […] Se trata del Nombre que da la salvación al mundo perdido, pero nosotros pedimos que este Nombre de Dios sea santificado en nosotros por nuestra vida. Porque si nosotros vivimos bien, el nombre divino es bendecido; pero si vivimos mal, es blasfemado, según las palabras del apóstol: “el nombre de Dios, por vuestra causa, es blasfemado entre las naciones”(Rm 2, 24; Ez 36, 20-22). Por tanto, rogamos para merecer tener en nuestras almas tanta santidad como santo es el nombre de nuestro Dios (San Pedro Crisólogo, Sermo 71, 4).

Al suplicar que “Venga a nosotros su Reino” Recordamos de un modo particular que su obra de salvación y reinado de amor se instaure en el mundo, así como manifestamos el anhelo de que llegue a plenitud con la segunda venida de Jesucristo. La súplica por el Reino también compromete a la Iglesia en su misión evangelizadora y a todos los hombres en la santificación del mundo.

“Discerniendo según el Espíritu, los cristianos deben distinguir entre el crecimiento del Reino de Dios y el progreso de la cultura y la promoción de la sociedad en las que están implicados. Esta distinción no es una separación. La vocación del hombre a la vida eterna no suprime, sino que refuerza su deber de poner en práctica las energías y los medios recibidos del Creador para servir en este mundo a la justicia y a la paz” (Catecismo n. 2820)

“Hágase tu voluntad, así en la tierra como en el cielo”  y ¿cuál es la voluntad de Dios? La salvación de los hombres y la vivencia del mandamiento del amor. Esta súplica nos sumerge en la dinámica de la obediencia de la fe y nos hace elevar la mirada a los santos ya que ellos han sido los que imitando a Jesús ha entrado ya perfectamente en la voluntad del Padre. La oración nos muestra la voluntad de Dios y nos da la fuerza para cumplirla.

«Considerad cómo [Jesucristo] nos enseña a ser humildes, haciéndonos ver que nuestra virtud no depende sólo de nuestro esfuerzo sino de la gracia de Dios. Él ordena a cada fiel que ora, que lo haga universalmente por toda la tierra. Porque no dice “Que tu voluntad se haga” en mí o en vosotros “sino en toda la tierra”: para que el error sea desterrado de ella, que la verdad reine en ella, que el vicio sea destruido en ella, que la virtud vuelva a florecer en ella y que la tierra ya no sea diferente del cielo» (San Juan Crisóstomo, In Matthaeum homilia 19, 5).

“Danos hoy nuestro pan de cada día” Nos hace entrar en la confianza en la Divina Providencia, no es supone pasividad, sino liberación de toda inquietud que nos agobie, nos hace entrar en el santo abandono, a la vez nos hace salir de nosotros mismos y suplicar por los que pasan hambre en el mundo, nos recuerda que hemos de anhelar también su volunta que se nos manifiesta en la Palabra como alimento y también nos abre al deseo de la comunión Eucarística. El “hoy” que evoca no solamente se refiere al día que pasa sino más aún al tiempo de Dios: «Si recibes el pan cada día, cada día para ti es hoy. Si Jesucristo es para ti hoy, todos los días resucita para ti. ¿Cómo es eso? “Tú eres mi Hijo; yo te he engendrado hoy” (Sal 2, 7). Hoy, es decir, cuando Cristo resucita» (San Ambrosio, De sacramentis, 5, 26).

“Perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden”. Confesamos la esperanza en la misericordia divina, reconocemos nuestra condición de pecadores y a la vez nos comprometemos a ser misioneros de la misericordia, buscamos ser misericordiosos como nuestro Padre (cf. Lc 6, 36) En esta petición aprendemos a amar hasta el extremo. “Allí es, en efecto, en el fondo “del corazón” donde todo se ata y se desata. No está en nuestra mano no sentir ya la ofensa y olvidarla; pero el corazón que se ofrece al Espíritu Santo cambia la herida en compasión y purifica la memoria transformando la ofensa en intercesión.” (Catecismo n. 2843)

“No nos dejes caer en la tentación” Esta petición implica por una parte reconocer nuestra debilidad y clamar el auxilio divino, por otra aprender a discernir las pruebas necesarias para el crecimiento interior de las tentaciones que nos apartan de Dios sumiéndonos en el pecado y la muerte. También nos lleva a reconocer que no es lo mismo ser tentado que consentir en la tentación, al fin y al cabo hacer el mal implica siempre una decisión del corazón. Por otra parte nos recuerda que hemos de estar vigilantes “ La vigilancia es “guarda del corazón”, y Jesús pide al Padre que “nos guarde en su Nombre” (Jn 17, 11). El Espíritu Santo trata de despertarnos continuamente a esta vigilancia (cf 1 Co 16, 13; Col 4, 2; 1 Ts 5, 6; 1 P5, 8). Esta petición adquiere todo su sentido dramático referida a la tentación final de nuestro combate en la tierra; pide la perseverancia final” (Catecismo n. 2849)

“Y líbranos del mal”. Esta petición no se refiere al mal en abstracto sino en concreto súplica porque no nos dejemos llevar por el maligno enemigo, el diablo, satanás, el homicida. “Al pedir ser liberados del Maligno, oramos igualmente para ser liberados de todos los males, presentes, pasados y futuros de los que él es autor o instigador. En esta última petición, la Iglesia presenta al Padre todas las desdichas del mundo. Con la liberación de todos los males que abruman a la humanidad, implora el don precioso de la paz y la gracia de la espera perseverante en el retorno de Cristo” (Catecismo n. 2854) Finalmente encontramos la llamada doxología final del Padre Nuestro “Tuyo es el Reino, tuyo el poder y la gloria por siempre Señor” es un volver al punto de partida, la aclamación a la gloria del Padre como adoración y acción de gracias.

 «Después, terminada la oración, dices: Amén, refrendando por medio de este Amén, que significa “Así sea” (cf Lc 1, 38), lo que contiene la oración que Dios nos enseñó» (San Cirilo de Jerusalén, Catecheses mystagogicae, 5, 18). (Catecismo n. 2856)

Para la reflexión:

¿Qué aprendí de esta catequesis?

¿Qué es lo que me llama más la atención sobre el Padre Nuestro?

¿Podría decir que el Padre Nuestro guía mi oración? (Te invito a hacer un pequeño examen y comparar lo que habitualmente le dices al Señor en la oración y como entra dentro de la oración dominical)