Frase: “…hay que decir que ante esta Luz que es Dios revelado en Cristo, ante tal Verdad, en cierto sentido, las mismas obras juzgan a cada uno. La voluntad de salvar al hombre por parte de Dios tiene su manifestación definitiva en la palabra y en la obra de Cristo, en todo el Evangelio hasta el misterio pascual de la cruz y de la resurrección. Se convierte, al mismo tiempo, en el fundamento más profundo, por así decir, en el criterio central del juicio sobre las obras y conciencias humanas. Sobre todo en este sentido “el Padre… ha entregado al Hijo todo el poder de juzgar” (Jn 5, 22), ofreciendo en Él a todo hombre la posibilidad de salvación.” (San Juan Pablo II)
1. Celebración de la Palabra
»Cuando venga el Hijo del Hombre en su gloria y acompañado de todos los ángeles, se sentará entonces en el trono de su gloria, y serán reunidas ante él todas las gentes; y separará a los unos de los otros, como el pastor separa las ovejas de los cabritos, y pondrá las ovejas a su derecha, los cabritos en cambio a su izquierda. Entonces dirá el Rey a los que estén a su derecha: «Vengan, benditos de mi Padre, tomen posesión del Reino preparado para ustedes desde la creación del mundo: porque tuve hambre y me dieron de comer; tuve sed y me dieron de beber; era peregrino y me acogieron; estaba desnudo y me vistieron, enfermo y me visitaron, en la cárcel y vinieron a verme». Entonces le responderán los justos: «Señor, ¿cuándo te vimos hambriento y te dimos de comer, o sediento y te dimos de beber?; ¿cuándo te vimos peregrino y te acogimos, o desnudo y te vestimos?, o ¿cuándo te vimos enfermo o en la cárcel y vinimos a verte?» Y el Rey, en respuesta, les dirá: «En verdad les digo que cuanto hicieron a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí me lo hicieron». Entonces dirá a los que estén a la izquierda: «Apártense de mí, malditos, al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles: porque tuve hambre y no me dieron de comer; tuve sed y no me dieron de beber; era peregrino y no me acogieron; estaba desnudo y no me vistieron, enfermo y en la cárcel y no me visitaron». Entonces le replicarán también ellos: «Señor, ¿cuándo te vimos hambriento o sediento, peregrino o desnudo, enfermo o en la cárcel y no te asistimos?» Entonces les responderá: «En verdad les digo que cuanto dejaron de hacer con uno de estos más pequeños, también dejaron de hacerlo conmigo. Y éstos irán al suplicio eterno; los justos, en cambio, a la vida eterna». (Mt 25, 31-46)
2. Catequesis
La catequesis anterior hablamos sobre la oración como escuela de esperanza cristiana, hoy vamos a meditar acerca del Juicio, recordemos siempre que hacemos nuestra profesión de fe hablamos de que Cristo habrá de volver con gloria y majestad para juzgar a vivo y muertos, las perspectiva del juicio final es la conclusión de la sección cristológica del Credo, en ella se describe la misión de Nuestro Señor como aquel ante quien todo se pondrá como ante el sol, no hay nada escondido ante su mirada. Asimismo el juicio final nos recuerda el llamado juicio particular que cada uno habrá de atravesar al final de su vida, fruto de lo cual surgen también las nociones de cielo, infierno y purgatorio ¿cómo es que todo esto es ocasión de esperanza para el cristiano?
En primer lugar, es ocasión de esperanza porque la pregunta por el futuro, implica la pregunta por el presente, la nostalgia del cielo implica el compromiso por nuestro peregrinaje sobre la tierra. Nos enseña Benedicto XVI:
“Ya desde los primeros tiempos, la perspectiva del Juicio ha influido en los cristianos, también en su vida diaria, como criterio para ordenar la vida presente, como llamada a su conciencia y, al mismo tiempo, como esperanza en la justicia de Dios. La fe en Cristo nunca ha mirado sólo hacia atrás ni sólo hacia arriba, sino siempre adelante, hacia la hora de la justicia que el Señor había preanunciado repetidamente. Este mirar hacia adelante ha dado la importancia que tiene el presente para el cristianismo.” (Spes Salvi n. 41)
En nuestro tiempo ciertamente escuchamos una creciente evocación de la respuesta personal de la fe ante la salvación ofrecida por Cristo, sin embargo puede tenderse a caer en el reducir la fe al ámbito de lo privado, del individuo y de sus consecuencias en su historia personal; sin embargo no podemos olvidar la dimensión pública y eclesial de la fe, así como las consecuencias de cara a la historia universal que tiene el afirmar que Cristo es Rey del Universo, la universalidad no implica sólo el espacio sino también el tiempo y por tanto la historia. Asimismo en nuestros días se hace siempre énfasis en el amor misericordioso de Dios fuente de todo bien, sin embargo no podemos tampoco caer en el reduccionismo de una imagen falsa de Dios como si fuera un “papá bonachón” ante quien da lo mismo “portarse mal que bien” como si las acciones no tuvieran consecuencias, el choque que presenta esa visión ha llevado por otra parte a algunos incluso al cinismo de negar la existencia de un Dios bueno porque se percibe la existencia del mal en la historia y parece que es más fuerte que el bien, es la típica pregunta de ¿por qué a los malos parece que se les favorece todo? ¿Por qué hay tantos hombres buenos que sufren injusticias? ¿Será que es posible una reparación posterior al daño? Etc. ¿Será acaso que Dios no existe y es mejor buscar hacer justicia por nuestra cuenta? Esto sería vivir sin esperanza sobrenatural porque entonces buscaríamos forjarnos nosotros mismos un paraíso terreno, salvarnos a nosotros mismos…si vemos son los dos grandes enemigos clásicos de la esperanza, la desesperación y la presunción. Frente a esto afirma el Papa:
“Dios existe, y Dios sabe crear la justicia de un modo que nosotros no somos capaces de concebir y que, sin embargo, podemos intuir en la fe. Sí, existe la resurrección de la carne. Existe una justicia. Existe la « revocación » del sufrimiento pasado, la reparación que restablece el derecho. Por eso la fe en el Juicio final es ante todo y sobre todo esperanza, esa esperanza cuya necesidad se ha hecho evidente precisamente en las convulsiones de los últimos siglos. Estoy convencido de que la cuestión de la justicia es el argumento esencial o, en todo caso, el argumento más fuerte en favor de la fe en la vida eterna. La necesidad meramente individual de una satisfacción plena que se nos niega en esta vida, de la inmortalidad del amor que esperamos, es ciertamente un motivo importante para creer que el hombre esté hecho para la eternidad; pero sólo en relación con el reconocimiento de que la injusticia de la historia no puede ser la última palabra en absoluto, llega a ser plenamente convincente la necesidad del retorno de Cristo y de la vida nueva.” (Spes Salvi 43)
El Juicio Universal nos recuerda que una vida vivida según la voluntad de Dios, en la que ha habido una apertura total a su amor, no es lo mismo que una vida que se ha cerrado por completo a él, las acciones tienen consecuencias. De esto deriva por ejemplo que los maestros de vida espiritual y los Padres de la Iglesia insistan en recordar la frase “memento mori” (recuerda tu muerte) como uno de los grandes medios que se nos dan para crecer en vida espiritual.
“La opción de vida del hombre se hace definitiva con la muerte; esta vida suya está ante el Juez. Su opción, que se ha fraguado en el transcurso de toda la vida, puede tener distintas formas. Puede haber personas que han destruido totalmente en sí mismas el deseo de la verdad y la disponibilidad para el amor. Personas en las que todo se ha convertido en mentira; personas que han vivido para el odio y que han pisoteado en ellas mismas el amor. Ésta es una perspectiva terrible, pero en algunos casos de nuestra propia historia podemos distinguir con horror figuras de este tipo. En semejantes individuos no habría ya nada remediable y la destrucción del bien sería irrevocable: esto es lo que se indica con la palabra infierno[37]. Por otro lado, puede haber personas purísimas, que se han dejado impregnar completamente de Dios y, por consiguiente, están totalmente abiertas al prójimo; personas cuya comunión con Dios orienta ya desde ahora todo su ser y cuyo caminar hacia Dios les lleva sólo a culminar lo que ya son” (Spes Salvi 45)
Pero en este caminar sobre la tierra descubrimos también que no obstante el deseo de apertura al amor existe la fragilidad humana, la pureza no ha alcanzado su perfección, ¿el hombre quedará como un sediente que no logrará la saciedad? Frente a esto surge la respuesta misericordiosa de la gracia de Dios con lo que en el occidente cristiano se ha llamado el Purgatorio.
“No obstante, según nuestra experiencia, ni lo uno ni lo otro son el caso normal de la existencia humana. En gran parte de los hombres –eso podemos suponer– queda en lo más profundo de su ser una última apertura interior a la verdad, al amor, a Dios. Pero en las opciones concretas de la vida, esta apertura se ha empañado con nuevos compromisos con el mal; hay mucha suciedad que recubre la pureza, de la que, sin embargo, queda la sed y que, a pesar de todo, rebrota una vez más desde el fondo de la inmundicia y está presente en el alma. ¿Qué sucede con estas personas cuando comparecen ante el Juez? Toda la suciedad que ha acumulado en su vida, ¿se hará de repente irrelevante? O, ¿qué otra cosa podría ocurrir?
San Pablo, en la Primera Carta a los Corintios, nos da una idea del efecto diverso del juicio de Dios sobre el hombre, según sus condiciones. Lo hace con imágenes que quieren expresar de algún modo lo invisible, sin que podamos traducir estas imágenes en conceptos, simplemente porque no podemos asomarnos a lo que hay más allá de la muerte ni tenemos experiencia alguna de ello. Pablo dice sobre la existencia cristiana, ante todo, que ésta está construida sobre un fundamento común: Jesucristo. Éste es un fundamento que resiste. Si hemos permanecido firmes sobre este fundamento y hemos construido sobre él nuestra vida, sabemos que este fundamento no se nos puede quitar ni siquiera en la muerte. Y continúa: « Encima de este cimiento edifican con oro, plata y piedras preciosas, o con madera, heno o paja. Lo que ha hecho cada uno saldrá a la luz; el día del juicio lo manifestará, porque ese día despuntará con fuego y el fuego pondrá a prueba la calidad de cada construcción. Aquel, cuya obra, construida sobre el cimiento, resista, recibirá la recompensa, mientras que aquel cuya obra quede abrasada sufrirá el daño. No obstante, él quedará a salvo, pero como quien pasa a través del fuego » (3,12-15).
En todo caso, en este texto se muestra con nitidez que la salvación de los hombres puede tener diversas formas; que algunas de las cosas construidas pueden consumirse totalmente; que para salvarse es necesario atravesar el « fuego » en primera persona para llegar a ser definitivamente capaces de Dios y poder tomar parte en la mesa del banquete nupcial eterno.” (Spes Salvi 46)
Incluso el santo Padre retoma una noción teológica que lo presenta como un encuentro con la mirada amorosa de Cristo, que nos descubre tal y como somos, no hay nada que esconder, y aunque nos duela reconocer nuestra pequeñez su gracia cubre nuestra miseria.
“Algunos teólogos recientes piensan que el fuego que arde, y que a la vez salva, es Cristo mismo, el Juez y Salvador. El encuentro con Él es el acto decisivo del Juicio. Ante su mirada, toda falsedad se deshace. Es el encuentro con Él lo que, quemándonos, nos transforma y nos libera para llegar a ser verdaderamente nosotros mismos. En ese momento, todo lo que se ha construido durante la vida puede manifestarse como paja seca, vacua fanfarronería, y derrumbarse. Pero en el dolor de este encuentro, en el cual lo impuro y malsano de nuestro ser se nos presenta con toda claridad, está la salvación. Su mirada, el toque de su corazón, nos cura a través de una transformación, ciertamente dolorosa, « como a través del fuego ». Pero es un dolor bienaventurado, en el cual el poder santo de su amor nos penetra como una llama, permitiéndonos ser por fin totalmente nosotros mismos y, con ello, totalmente de Dios.
Así se entiende también con toda claridad la compenetración entre justicia y gracia: nuestro modo de vivir no es irrelevante, pero nuestra inmundicia no nos ensucia eternamente, al menos si permanecemos orientados hacia Cristo, hacia la verdad y el amor.
A fin de cuentas, esta suciedad ha sido ya quemada en la Pasión de Cristo. En el momento del Juicio experimentamos y acogemos este predominio de su amor sobre todo el mal en el mundo y en nosotros. El dolor del amor se convierte en nuestra salvación y nuestra alegría” (Spes Salvi 47)
Eso le lleva a la conclusión maravillosa de porque el Cristiano encuentra su esperanza en el Juicio del Señor, se trata de la respuesta de Dios ante las interrogantes de la historia y la confianza de comparecer ante aquel que sabemos nos ama.
“El Juicio de Dios es esperanza, tanto porque es justicia, como porque es gracia. Si fuera solamente gracia que convierte en irrelevante todo lo que es terrenal, Dios seguiría debiéndonos aún la respuesta a la pregunta sobre la justicia, una pregunta decisiva para nosotros ante la historia y ante Dios mismo. Si fuera pura justicia, podría ser al final sólo un motivo de temor para todos nosotros.
La encarnación de Dios en Cristo ha unido uno con otra –juicio y gracia– de tal modo que la justicia se establece con firmeza: todos nosotros esperamos nuestra salvación « con temor y temblor » (Fil 2,12). No obstante, la gracia nos permite a todos esperar y encaminarnos llenos de confianza al encuentro con el Juez, que conocemos como nuestro « abogado », parakletos (cf. 1 Jn 2,1)” (Spes Salvi 47)
Y para responder a la pregunta sobre la oración por los difuntos, el Papa hace una maravillosa acotación que nos recuerda la dimensión eclesial de la fe y la misión del cristiano:
“Sobre la oración por los difuntos “Cuando planteamos una cuestión similar, deberíamos darnos cuenta que ningún ser humano es una mónada cerrada en sí misma. Nuestras existencias están en profunda comunión entre sí, entrelazadas unas con otras a través de múltiples interacciones. Nadie vive solo. Ninguno peca solo. Nadie se salva solo. En mi vida entra continuamente la de los otros: en lo que pienso, digo, me ocupo o hago. Y viceversa, mi vida entra en la vida de los demás, tanto en el bien como en el mal. Así, mi intercesión en modo alguno es algo ajeno para el otro, algo externo, ni siquiera después de la muerte.
En el entramado del ser, mi gratitud para con él, mi oración por él, puede significar una pequeña etapa de su purificación. Y con esto no es necesario convertir el tiempo terrenal en el tiempo de Dios: en la comunión de las almas queda superado el simple tiempo terrenal. Nunca es demasiado tarde para tocar el corazón del otro y nunca es inútil. Así se aclara aún más un elemento importante del concepto cristiano de esperanza. Nuestra esperanza es siempre y esencialmente también esperanza para los otros; sólo así es realmente esperanza también para mí. Como cristianos, nunca deberíamos preguntarnos solamente: ¿Cómo puedo salvarme yo mismo? Deberíamos preguntarnos también: ¿Qué puedo hacer para que otros se salven y para que surja también para ellos la estrella de la esperanza? Entonces habré hecho el máximo también por mi salvación personal.” (Spes Salvi 48)
3. Edificación espiritual
- ¿En términos de justicia busco reparar por mis pecados? ¿En términos de gracia busco el auxilio divino a través de la oración y los sacramentos?
- ¿Vivo una fe que se reduce al ámbito de lo personal o busco de veras asumir su dimensión eclesial? ¿En qué se manifiesta?
- ¿Puedo decir que estoy buscando colaborar con la salvación de los demás, incluso de los difuntos? ¿les encomiendo en la Santa Misa?
- ¿Vivo mi vida con la perspectiva del encuentro final con Cristo? Consideren por un momento las palabras del libro de “La imitación de Cristo”:
“Por la mañana, piensa que no alcanzarás la tarde y cuando llegue la tarde, no te atrevas a prometerte la mañana. Por eso mismo, manténte siempre listo de tal manera que nunca te sorprenda la muerte sin preparación. Muchos mueren súbita e imprevistamente porque «a la hora que no se piensa vendrá el Hijo del hombre» (Lc 12, 40). Cuando llegue esta última hora, empezarás a apreciar de forma muy distinta toda tu vida pasada y sentirás gran dolor por haber sido tan negligente y pusilánime. ¡Qué feliz y juicioso el que se esfuerza ahora en su vida como ha elegido encontrarse al morir!. La valoración justa del mundo, el deseo entusiasta de progresar en las virtudes, el amor a la austeridad, esfuerzo de la autocorrección, la prontitud en obedecer, la abnegación de sí mismos y el soportar cualquier contradicción por amor de Cristo darán gran confianza a la hora de la muerte. Pocos se perfeccionan con la enfermedad, como los que hacen largas peregrinaciones y poco se santifican.”