María modelo de esperanza

No podemos concluir las reflexiones sobre la esperanza sin mencionar algo sobre Nuestra Buena Madre, que en su sencillez es modelo de virtudes para todos sus hijos, ella que fue elegida por el Padre para ser la madre del Salvador, fue la primera en vivir un adviento, no de cuatro semanas sino de 9 meses, a lo largo de toda su vida, ella nos ha dado testimonio de que significa esperar en el Señor, a continuación reproducimos íntegro un texto precioso del padre Gabriel María Roschini, mariólogo del siglo XX, acerca de la virtud de la esperanza en santa María, madre de la esperanza.

«Si fue grande la fe de María, no menos grande debió de ser su esperanza. En efecto, la esperanza brota de la fe. Donde hay fe, hay esperanza. Cuanto más grande la fe, tanto más grande es la esperanza. Quien cree con firmeza en las promesas de un Dios infinitamente bueno, poderoso y fiel, espera también con firme esperanza el objeto de sus promesas. Ahora bien, el objeto de las promesas divinas es el cielo (la visión beatífica de Dios) y los medios necesarios para alcanzarlo.

También María esperó que obtendría el cielo. Se espera, en efecto, una cosa que todavía no se posee. Y María, mientras estuvo sobre la tierra, no poseía todavía el cielo, es decir, no tenía la visión beatífica, al menos de una manera permanente (como la tenía Cristo). Debía, pues, esperarlo. Y tuvo razones especialísimas, incomparablemente superiores a las de cualquiera, para esperar el cielo. Durante toda su vida poseyó a Dios de una manera singularísima. A diferencia de todos los otros descendientes de Adán, al ser concebida inmaculada y, por ello, enriquecida con una singular plenitud de gracia.

María, además, en cuanto Madre de Dios, lo poseyó de una manera completamente singular sobre la tierra. Lo poseyó como algo suyo. ¿Se podría imaginar que no había de poseer de esa manera singular, perennemente, también el cielo? Estos motivos la hacían estar certísima de ir al cielo, hacia donde tendía continuamente. Esa certidumbre, sin embargo, no anulaba en ella la (virtud de) la esperanza. También las almas santas del purgatorio, por ejemplo, están certísimas del cielo, y, esto no obstante, esperan alcanzarlo, ya que aún no lo poseen.

Esperó, pues, la Virgen Santísima el cielo con motivos del todo particulares. Fue, indudablemente, la que estuvo más segura, absolutamente segura de ir al cielo. Esperando el cielo, esperó también, consiguientemente recibir de Dios todos aquellos medios que son necesarios para llegar a Él. Tanto más que la Virgen Santísima no tenía ninguno de aquellos obstáculos que se oponen a esta virtud; en ella no hubo ni el más mínimo apego a la tierra, ya que estaba continuamente con el corazón en el cielo, total y permanentemente abandonada en los brazos paternales de Dios.

Esta precisamente fue su actitud ante la proposición del ángel el día de la Anunciación: se le proponía el vuelo hacia una cumbre elevadísima; y ella, sin ningún género de dudas, esperó de Dios con plena confianza, que le había de dar las alas para un vuelo semejante. En su respuesta al ángel, fiat, fundió todo su ser en la voluntad de Dios. Esta fue también su actitud ante las angustias de su esposo san José, que no acertaba a explicarse el inefable misterio de su maternidad.

Esta fue su actitud ante la improvisada orden de huir a Egipto para salvar la vida del Niño Jesús de las amenazas de Herodes. Esta fue su actitud en las bodas de Caná, cuando pidió a Jesús el milagro de la conversión del agua en vino. Siempre y en todo el abandono confiado en Dios, la seguridad de su ayuda en el momento oportuno. Lo mismo que Abraham, esperó siempre, esperó contra toda esperanza (Rm 8,18), especialmente allá en la cumbre del Calvario. Y jamás quedó burlada. Aunque Dios me mate-podría repetir con Job- en Él esperaré (Job 13,15)

Su esperanza sin embargo, su abandono en Dios, no fue una esperanza ni un abandono inoperante. Todo lo contrario. Practicó del modo más perfecto, durante toda su vida, aquel aviso de san Ignacio «haz por tu parte todo lo que puedas, como si nada esperases de Dios; y espéralo todo de Dios, como si nada hubieses hecho por tu parte».

Así, en el viaje de Nazaret a belén, la Virgen Santísima esperó que el Señor la habría procurado un lugar para el nacimiento de su divino Hijo, pero no descuidó el buscar ella misma ese lugar. Cuando perdió a Jesús, de doce años, en el Templo, esperó firmemente que Dios haría que lo encontrase; pero no omitió, de su parte, el buscarlo, asidua y diligentemente hasta que lo encontró. En una palabra, siguió también aquella norma «ayúdate y Dios te ayudará». Dios exige nuestra cooperación»[1]