Triunfando con la fuerza del amor

Homilía – VII Domingo Tiempo Ordinario Ciclo C

Queridos hermanos la Palabra en este domingo, es un gran llamado de atención para todos, creo en más de alguna ocasión hemos hecho experiencia de situaciones similares a las que el Señor hace alusión en el Evangelio, hay quien podría ver en el Evangelio de hoy una palabra que le lleva a la contrición del corazón porque se descubre tan poco cristiano, pero creo que más bien es una palabra esperanzadora porque nos muestra como triunfar en esas situaciones del día a día en que nos sentimos contrariados.

Jesús nos enseña cómo enfrentar el mal y el sufrimiento que encontramos en la vida. Este sufrimiento puede manifestarse de dos maneras:

  • Cuando alguien nos ofende directamente o indirectamente. Lo que produce en nosotros lo que llamamos “indignación”.
  • Cuando nos sentimos defraudados por alguien que no cumple con lo que esperábamos. Lo que produce en nosotros, particularmente, tristeza pero que en ocasiones tiene como reflejo la ira que se manifiesta en la misma “indignación”.

Ante estas situaciones, ¿qué debemos hacer? La respuesta de Jesús es clara: actuar por contrarios, el mal se vence a fuerza de bien, y eso no es otra cosa sino amar.

Consideremos por un momento el mal habitualmente se define como la ausencia de un bien que debería estar presente. Cuando alguien nos hiere o nos decepciona, sentimos ese vacío. La primera lectura nos presenta a David enfrentando este desafío (cf. 1 Sam 26:7-9). Saúl lo perseguía para matarlo, el Rey que debería proteger a su mejor soldado, va y busca a acabar con él pero cuando David lo encuentra dormido y vulnerable, pudiendo vencerlo fácilmente decide no alzar su mano contra él.

En lugar de vengarse, confía en que Dios hará justicia (1 Sam 26,23). Este acto nos muestra que el amor no busca el mal del otro, sino que lo deja en manos de Dios, y le procura el bien, sólo examina sus palabras, no justifica la acción de Saúl, pero siempre le elogia como el “consagrado del Señor” y en atención a Dios, cuida su vida a pesar que sus hombres le decían que podría deshacerse fácilmente del problema.

Jesús lleva este ejemplo más allá en el Evangelio, nos dice: «Amen a sus enemigos, oren por los que los persiguen» (Lc 6,27-28). No nos pide ser complacientes con el mal, ni ignorarlo como si nada hubiera pasado, pero tampoco condona el dejarnos llevar por la venganza. San Pablo hará un resumen de esta enseñanza cuando nos dice en la carta a los romanos: «No te dejes vencer por el mal, antes vence el mal a fuerza de bien» (Rom 12:21).

¿Cómo logramos esto? Si el mal es un vacío, el amor lo llena al procurar el bien del otro.

El primer paso es perdonar: se trata de un acto de la voluntad que libera al otro de la deuda que sentimos por su injusticia. San Agustín dice: «El que perdona una injuria demuestra que ama a su enemigo, porque no quiere que perezca en su pecado» (Sermón 56, 10).

El segundo paso, y ciertamente el más dificil, es liberarnos del resentimiento,  pero para darlo es necesario el primero, en este segundo momento hay que trabajar la purificación del pensamiento y de los recuerdos mal sanos, podríamos verlo en la máxima de Jesús: «No juzguen y no serán juzgados» (Lc 6, 37). Esta palabra básicamente nos previene de hacer condena del otro aún en nuestra mente, no está del todo en nosotros el dejar de sentir el dolor por la ofensa pasada, pero si está en mí aprender a educar esos pensamientos que suscitan el resentimiento, de ordinario: el tiempo, la oración, la gracia de Dios, el trabajo manual y las llamadas hoy en día practicas de autocuido (por ej. el ejercicio físico, llevar un diario, actos de gratitud, hablar con alguien de confianza etc.) ayudan a sanar las heridas.

¿Por qué perdonar? Porque así actúa Dios con nosotros. Jesús nos dice: «Sean misericordiosos como su Padre es misericordioso» (Lc 6,36). A pesar de nuestro pecado, Él nos perdona gratuitamente. Cuando nosotros eramos enemigos suyos Él nos amó. El crucificado es el supremo testimonio de un amor que vence el mal con bien. Podríamos decir: el acto más cruel y atroz, “el deicidio” como decimos en cuaresma -la crucifixión del hijo de Dios por aquellos en quienes estabamos representados todos por nuestros pecados-; Él lo convierte en la manifestación más grande de amor por la humanidad porque lo ofrece para nuestra salvación. Y con su gloriosa resurrección Cristo Jesús nos enseña el fruto de haber vencido el mal a fuerza de bien: la Vida Nueva, la vida del hombre celestial como dirá san Pablo en la segunda lectura.

Hoy hermanos Jesús nos abre las puertas de la gloria, nos enseña el camino del amor misericordioso. Él nos libera de las ataduras del egoísmo y del resentimiento. Hagamos vida la palabra que hemos escuchado, si hoy me encuentro con el fuego recordaré que de ser agua, porque combatiré al modo del Corazón de Jesús, venciendo el mal a fuerza de bien.