Cristo médico, la terapéutica de las enfermedades del alma: Gula y Lujuria

“No tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos… Yo no he venido a llamar a justos, sino a los pecadores” (Mt 9, 12-13).
“El Espíritu del Señor está sobre mí… Me ha enviado a curar a aquellos que tienen el corazón roto” (Lc 4, 18).

El Señor Jesús por el misterio de su pasión, muerte y resurrección cuya gracia participamos por el santo bautismo nos ha dado una nueva vida, ha restaurado nuestra naturaleza caída y la ha elevado la vida divina por un acto suprema misericordia. Cristo sana los corazones de los hombres del desorden que el pecado ha venido a introducir en ellos. Consideremos cómo, en nuestro contexto ordinario, tenemos una visión de la salvación en cuanto rescate; sin embargo, el griego y el latín originales traducen también la acción de Cristo como salud o curación, por ello también se le considera como el médico de nuestra almas, un concepto que nos puede ayudar mientras vamos como peregrinos rumbo a la tierra prometida. Veamos el testimonio de algunos Padres de la Iglesia sobre este punto :

“El mismo Señor dio testimonio de que había venido como médico de los enfermos” (San Ireneo de Lyon, Contra las herejías, III, 5, 2).

“La llaga era incurable y ninguna criatura podía sanarla, sino el Hijo único, impronta fiel del Padre. Él, el Salvador, es un médico sagaz y ellos (los profetas) lo sabían. Por eso se reunieron y presentaron a Dios, por los miembros de esta familia de la que nosotros formamos parte, una plegaria unánime… Entonces Dios, desbordante de amor, vino a nosotros” (San Antonio el Grande, Cartas II, 2).

“Dios busca paternalmente a su criatura y la cura de su caída” (San Clemente de Alejandría, Protréptico X, 91, 3).

En la curación interviene a) la gracia de Dios, particularmente a través de los sacramentos; b) el terapeuta, que para efectos prácticos es el padre espiritual, ante quien se descubren los pensamientos y afectos del corazón, como quien muestra al médico la herida para ser sanada; y c) el paciente, que desde su libertad ha de manifestar la voluntad de sanar, la fe, el arrepentimiento, la observancia de los mandamientos y la esperanza. En otro momento podremos hablar sobre esos particulares o incluso también incluir el rol que la Iglesia en cuanto comunión de los santos, juega en este ejercicio; por ahora, de modo sintético, veamos cuáles son las principales enfermedades del alma y cómo procede la terapéutica de las mismas.

1. Gula

Conocida también como gastrimargia, supone una relación desordenada con la comida y la bebida, buscando no la nutrición, sino el placer por el placer. Puede tener diferentes manifestaciones: comer o beber en exceso, con voracidad, a deshoras, perseguir solo cosas gustosas dejando de lado las convenientes o excesivamente refinadas. Este vicio se vence por la virtud de la templanza, cuyo objetivo, dice San Basilio, “lo realizamos de esta manera: por una parte, usamos conforme a nuestras necesidades las cosas más simples, necesarias para la vida, evitando toda saciedad; por otra, nos abstenemos de todo lo que no sirve más que para el placer” (San Basilio de Cesarea, Grandes reglas 18). No se trata solo de abstenerse de la comida u odiarla, sino de extirpar el deseo desordenado de placer y el apego pasional a él.

“Mandamos dominar al cuerpo para que no se recargue de alimentos y haga que el alma se hunda en los pecados y, por otra parte, para que no se encoja e impida al alma dedicarse a las cosas espirituales. Pero el alma debe forzar al cuerpo de tal modo que, si él se debilita, ella ceda un poco, y cuando él recupere la energía, ella vuelva a estrechar las riendas” (Calinico, Vida de Hipacio XXIV, 70-71).

Esta enfermedad se trata a través de la virtud de la templanza o dominio de sí, la cual nos ayuda a regular nuestras tendencias instintivas y moderar los deseos. Algunas ideas para ejercitarse en ella: comer siempre en un horario estable, cuidar el tamaño de las porciones, servirse más de lo que menos gusta y menos de lo que más gusta, comer y beber no hasta la saciedad, sino dejando un poco de hambre. “A propósito de la templanza, dicen los Padres que, tanto al comer como al beber, debemos quedarnos un poco cortos, es decir, no llenarnos el vientre ni de comida ni de bebida” (San Juan de Gaza, Cartas 155). Sobre la bebida, también hay que recordar que mortificar esto, especialmente en el uso de bebidas alcohólicas, evita las borracheras, que son ocasión y causa de otros tantos pecados.

Entre los Padres, este ha sido el primer punto de combate espiritual y tiene una importancia capital, puesto que de él se derivan y alimentan el resto de los pecados:

“Nadie puede progresar en la lucha espiritual si antes no domina al enemigo que se camufla bajo los apetitos golosos. Es un error entrar en combate contra unas potencias lejanas cuando se está sometido por las cercanas… Algunos, ignorantes de la táctica que hay que seguir en esta guerra, se lanzan a combates espirituales sin haber controlado su gula. A veces llegan a realizar cosas importantes que requieren mucho arrojo; pero, dominados por la gula, los atractivos de la carne les hacen perder todo el provecho obtenido” (San Gregorio Magno, Morales sobre Job, XXX, 18).

“La gastrimargia obstaculiza gravemente la vida espiritual, ya que sumerge al alma en el letargo, oscurece y embota la mente, entorpece sus movimientos impidiéndole pelear el combate como es debido, reduce y altera su capacidad de discernimiento y vuelve penosa la oración. La templanza retira estos obstáculos y, en consecuencia, facilita las funciones del alma, haciendo sobre todo que la mente se vuelva más vigilante y dinámica, reforzando sus capacidades de discernimiento y comprensión, y favoreciendo la compunción y la oración” (Jean Claude Larchet, Terapéutica de las enfermedades del alma, Ediciones Sígueme, 2014 p. 502).

2. Lujuria

Implica una relación desordenada con nuestra sexualidad. La Iglesia, contrario a lo que el mundo piensa, no tiene una visión negativa de ella; a lo que se opone es a disociarla del amor, cuya pureza se ve afectada por el anhelo desordenado de placer, por eso se les llama pecados de impureza. Este combate, dicen los Padres, requiere mucha dedicación, vigilancia, esfuerzo y tiempo. Es por medio de la virtud de la castidad, según los diferentes estados de vida, que se vive la auténtica integración de la sexualidad dentro de la esfera de la afectividad humana.

Algunos elementos prácticos: cultivar el trabajo manual, que ayuda a evitar el ocio, el cual favorece el surgimiento de imaginaciones desordenadas; las vigilias, que contribuyen a privarse del exceso de sueño que propicia tendencias malsanas; el ayuno, que colabora en educar el cuerpo, no dándole siempre lo que le agrada a nivel sensible; y evitar las ocasiones de pecado, lo cual implica, por una parte, la soledad. Pensemos cómo las redes sociales hoy en día son uno de los principales detonantes de esta pasión: cuando te privas de ellas, parece que te quedas solo porque no entras en “contacto” con el otro; pero esto también supone cuidar las amistades desordenadas, ya que son una de las principales influencias que terminan arrastrándonos al mal (no hay que subestimar nunca la presión de grupo). De modo más general, pero igualmente incisivo, hay que ejercitarse en la disciplina de los sentidos, particularmente la vista y el tacto, que son los que con más facilidad suscitan la pasión.

Sin embargo, estos remedios son externos, podríamos decir corporales; pero el combate también supone una lucha espiritual y la purificación del corazón, lo cual implica discernir y vigilar los propios pensamientos, recuerdos e imaginaciones, de modo que se rechacen los malos apenas aparezcan como sugerencias. A esto hay que añadir la oración —incluso con su dimensión corporal, mediante gestos y posturas—, la lectura espiritual, la meditación de la Sagrada Escritura, la memoria de la muerte, la confesión y comunión frecuentes,  así como la devoción a la Santísima Virgen María.

“Si estamos decididos… a luchar con las reglas del combate espiritual, concentremos todos nuestros esfuerzos en dominar este espíritu impuro, poniendo nuestra confianza no en nuestras fuerzas, pues la actividad humana nunca sería capaz de ello, sino en la ayuda del Señor. El alma será atacada necesariamente por este vicio mientras no reconozca que lleva a cabo una guerra por encima de sus fuerzas, y que el esfuerzo y la aplicación que pone en ella no pueden obtener la victoria si el Señor no acude en su ayuda y la protege. En medio del trabajo continuo, hay que aprender de la maestra que es la experiencia, que [la castidad] es un don generoso de la gracia divina” (Juan Casiano, Instituciones cenobíticas VI, 5; Conferencias, XII, 4).

Purificándose el alma del vicio de la lujuria, expande su capacidad de amar, adquiere libertad y fuerza para entregarse al servicio de los demás e incluso puede contemplar con una mirada más profunda las realidades divinas, como dice el Evangelio: “Bienaventurados los puros de corazón, porque ellos verán a Dios” (Mt 5, 8).

“Uno de los efectos notables de la castidad es establecer en el alma la estabilidad y la paz. Contribuye igualmente a abolir las tensiones y divisiones que se manifiestan entre el alma y el cuerpo, y a restablecer la armonía entre ellos. La castidad es una de las puertas de la caridad. Es también una de las condiciones fundamentales del conocimiento espiritual. En general, esta virtud se muestra como una de las principales fuentes de santificación para el hombre; por ella, en particular, el Espíritu Santo y Cristo hacen su morada en el corazón del hombre… La castidad aparece, por tanto, como fuente de gozos espirituales incomparablemente más elevados que los placeres sensibles a los que ha renunciado quien la ha adquirido” (Jean Claude Larchet, Terapéutica de las enfermedades espirituales, p. 516).

Conclusión

Se nos invita a contemplar a Cristo como el médico divino que no solo redime, sino que cura las afecciones profundas del alma, como la gula y la lujuria, mediante un proceso terapéutico que integra la gracia divina (cuya acción es primordial y fundamental), la guía espiritual y la colaboración del hombre desde su libertad. A través de la templanza y la castidad, el creyente puede superar los apegos desordenados, restaurando la armonía interior y abriendo el corazón a la presencia de Dios. La enseñanza de los Padres de la Iglesia y las prácticas propuestas —como el ayuno, la oración y la vigilancia de los sentidos— revelan un camino práctico y espiritual hacia la santificación. Así, la terapéutica de las enfermedades del alma no solo libera al hombre del apego desordenado a las criaturas, sino que lo conduce a una vida de paz, amor y comunión con lo divino, cumpliendo la promesa evangélica de que los puros de corazón verán a Dios.

IMG: Pintura de la «Parábola del Buen Samaritano» de Balthasar van Cortbemde