Cristo médico, la terapéutica de las enfermedad del alma: Avaricia y Codicia

Queridos hermanos y hermanas en Cristo,

Hoy, en este Viernes de Cuaresma, hemos caminado junto a Jesús en el Vía Crucis, contemplando su sufrimiento y su amor inmenso por nosotros. Cada estación nos ha recordado que Él cargó no solo la cruz física, sino también el peso de nuestros pecados los cuales son verdaderas enfermedades de nuestras almas. Entre ellas, hay dos que a menudo pasan desapercibidas pero que pueden envenenar nuestro corazón: la avaricia y la codicia.

La avaricia nos ata a lo que ya poseemos, mientras que la codicia nos impulsa a desear siempre más, nunca satisfechos. Estos vicios nos alejan de Dios y del prójimo, sumiéndonos en la ansiedad y la tristeza. En esta homilía, exploraremos cómo estos vicios nos afectan y, más importante aún, cómo podemos, con la gracia de Dios, liberarnos de ellos y vivir en la libertad que Cristo nos ofrece

1. ¿Qué entendemos por avaricia y codicia?

Ambos términos se utilizan para referirnos a la relación desordenada con los bienes materiales, la avaricia de un modo particular designa el apego desordenado a la posesión, sea que se insista en su conservación, que se tenga dificultad para separarse de ellos o la aflicción que hay cuando hay que despojarse; mientras que la codicia se refiere sobre todo al querer poseer cosas nuevas, el deseo de acumular cada vez más. Los bienes materiales o la riqueza no son en sí mismos malos o buenos, lo que hay que examinar es el modo en que nos relacionamos con ellos, como diría un viejo sacerdote “los bienes sirven para resolver males” cuando nosotros nos sobrepasamos yendo al exceso saliéndonos del margen de la satisfacción de las necesidades entonces tenemos un problema, ya no valoramos su uso sino su posesión.

2. Pasos para sanar de este mal

Primera cosa para poder salir de este vicio es considerar sus efectos perjudiciales y lo que sufren los que perseveran en él:

  • Estos vicios llevan al olvido de Dios. Existe un principio de vida espiritual que nos dice que si uno pone su mirada sólo en los bienes de la tierra la aparta de los del cielo. es decir cuando nosotros empezamos a cifrar nuestra confianza y anhelo sólo en obtener la ventaja material y la riqueza se revela la falta de fe y esperanza. Los bienes materiales nunca son suficientes, siempre se quiere más y más. “Justo cuando piensa encontrar la felicidad en el placer que experimenta en adquirir y poseer, se condena a la insatisfacción y finalmente, a la desdicha, pues este placer es inestable, imperfecto y pasajero, y antes o después conoce un final (cf. Mt 6, 19; Lc 12, 16-20); y sobre todo ocupa el lugar de los gozos espirituales, incomparablemente superiores y los únicos capaces de satisfacer plenamente al hombre, al que priva en último término de la bienaventuranza eterna” (Jean Claude Larchet, p. 166).
  • Quien pone su corazón en los bienes, no sólo se olvida de Dios, se olvida también del prójimo, ya que en general destruye la caridad y cambia su modo de relacionarse con los demás, los percibe como una amenaza a su patrimonio o como un medio del cual valerse para lograr sus objetivos sin reconocer su dignidad como persona, más aún la desconfianza y el resentimiento nacerán no sólo en el que padece el vicio sino también en el hermano: a nadie le gusta estar con un avaro. Se llena de odio y causa odio, por eso san Juan Crisóstomo dice que “La filargiria nos atrae el odio universal” (Homilías sobre la Epístola a los filipenses XIV, 2). De esta afición surgen rivalidad, crueldades, discusiones, peleas, envidias, hipocresías hasta incluso las guerras.
  • Nos hace caer en la ansiedad: ya que siempre están viendo como venden algo para sacar dinero, viven el pavor de haber hecho malos negocios, temen que los otros no valores sus cosas como él lo hace y al mismo tiempo temen quedarse sin las cosas.
  • También este vicio termina en la tristeza ya que: nunca tiene suficiente, el deseo no se apaga. Uno se preocupa porque puede perder las cosas y de hecho sufre más aun por aquellas que pierde. El alma entra en una especie de delirio porque no anhela lo que realmente vale, sino que se deja llevar por falsas creencias.

En segundo lugar, podemos meditar en la vanidad de aquello se persigue, más aún recordar lo pasajero de nuestra existencia nos libra de el afán desordenado de los bienes, consideremos la parábola del hombre que construye enormes graneros para almacenar la cosecha pero que muere esa misma noche.

En tercer lugar, hay que aprender a encontrar contento en lo que se posee actualmente, la acción de gracias es importante para aquel que busca prevenirse de caer en este mal, dice el librito de la Imitación de Cristo que uno de los medios para alcanzar la paz interior es “elegir siempre tener menos que más” (Libro III, cap. 23). Es lo que también se conoce como la virtud de la “no posesión” que es una de las características de la auténtica pobreza espiritual, no sólo desear no poseer, sino buscar hacerlo efectivo poseyendo sólo lo necesario.

En cuarto lugar, adquirir una fe sólida en Dios, confiarnos a su Divina Providencia, esas famosas letanías pueden ser muy útiles, así como diferentes oraciones y devociones que fomenten en el santo abandono.

En quinto lugar puedes ejercitarte en dar limosna, lo cual es siempre recomendado en la Sagrada Escritura y la tradición de la Iglesia, la limosna no sólo ayuda al pobre sino que también transforma el bien material en un bien espiritual, para ello hay que procurar que sea desinteresada y estar atento sobre todo a la vanidad que puede generar la autosatisfacción, hay que hacerlo también con liberalidad es decir sin reticencia sobre aquello de lo que se desprende como de su calidad, ha de darse a quien la necesite o sencillamente la pida, no observa la meritocracia. La limosna libra de la insensibilidad, de la agresividad (ayuda también a trabajar la ira), del desprecio del prójimo, de la tristeza, incluso de nuestros pecados como dice el libro del Sirácides “La limosna expía los pecados” (Eclo 3, 30)

Conclusión

Hemos reflexionado sobre cómo la avaricia y la codicia pueden enfermar nuestras almas, llevándonos al olvido de Dios y del prójimo, a la ansiedad y a la tristeza. Pero no estamos solos en esta lucha. Cristo, quien cargó nuestra cruz y venció el pecado, nos ofrece remedios para sanar: reconocer el daño que estos vicios causan, meditar en la vanidad de los bienes materiales, cultivar la gratitud, confiar en la Providencia divina y practicar la limosna generosa.

En esta Cuaresma, les invito a tomar estos remedios en serio. Pero no olvidemos “Si el Señor no construye la casa, en vano se cansan los albañiles; si el Señor no guarda la ciudad, en vano vigilan los centinelas” (Sal 126, 1) necesitamos también el auxilio de la gracia divina que se nos da através de los sacramentos y de la vida de oración, así cada acto de generosidad, cada momento de gratitud, cada oración de confianza en Dios será un paso hacia la sanación de nuestras almas.

Al concluir, llevemos estos pensamientos a la Eucaristía, pidiendo a Dios la gracia de liberarnos de la avaricia y la codicia, para que podamos vivir plenamente en su amor y compartirlo con los demás. Que la paz de Cristo, que sobrepasa todo entendimiento, guarde nuestros corazones y nuestras mentes. Amén.