«…La vida no termina, sino que se transforma»

Charla para Retiro cuaresmal para Guardias de Honor del Sagrado Corazón de Jesús

De la bula “Spes non confundit” del Papa Francisco n.20:

“Jesús muerto y resucitado es el centro de nuestra fe. San Pablo, al enunciar en pocas palabras este contenido —utiliza sólo cuatro verbos—, nos transmite el “núcleo” de nuestra esperanza: «Les he trasmitido en primer lugar, lo que yo mismo recibí: Cristo murió por nuestros pecados, conforme a la Escritura. Fue sepultado y resucitó al tercer día, de acuerdo con la Escritura. Se apareció a Pedro y después a los Doce» ( 1 Co 15,3-5). Cristo muriófue sepultadoresucitóse apareció. Por nosotros atravesó el drama de la muerte. El amor del Padre lo resucitó con la fuerza del Espíritu, haciendo de su humanidad la primicia de la eternidad para nuestra salvación. La esperanza cristiana consiste precisamente en esto: ante la muerte, donde parece que todo acaba, se recibe la certeza de que, gracias a Cristo, a su gracia, que nos ha sido comunicada en el Bautismo, «la vida no termina, sino que se transforma» [15] para siempre. En el Bautismo, en efecto, sepultados con Cristo, recibimos en Él resucitado el don de una vida nueva, que derriba el muro de la muerte, haciendo de ella un pasaje hacia la eternidad. 

Y si bien, frente a la muerte —dolorosa separación que nos obliga a dejar a nuestros seres más queridos— no cabe discurso alguno, el Jubileo nos ofrecerá la oportunidad de redescubrir, con inmensa gratitud, el don de esa vida nueva recibida en el Bautismo, capaz de transfigurar su dramaticidad. En el contexto jubilar, es significativo reflexionar sobre cómo se ha comprendido este misterio desde los primeros siglos de nuestra fe. Por ejemplo, los cristianos, durante mucho tiempo construyeron la pila bautismal de forma octogonal, y todavía hoy podemos admirar muchos bautisterios antiguos que conservan dicha forma, como en San Juan de Letrán en Roma. Esto indica que en la fuente baustismal se inaugura el octavo día, es decir, el de la resurrección, el día que va más allá del tiempo habitual, marcado por la sucesión de las semanas, abriendo así el ciclo del tiempo a la dimensión de la eternidad, a la vida que dura para siempre. Esta es la meta a la que tendemos en nuestra peregrinación terrena (cf. Rm 6,22).

El testimonio más convincente de esta esperanza nos lo ofrecen los mártires, que, firmes en la fe en Cristo resucitado, supieron renunciar a la vida terrena con tal de no traicionar a su Señor. Ellos están presentes en todas las épocas y son numerosos, quizás más que nunca en nuestros días, como confesores de la vida que no tiene fin. Necesitamos conservar su testimonio para hacer fecunda nuestra esperanza.

Estos mártires, pertenecientes a las diversas tradiciones cristianas, son también semillas de unidad porque expresan el ecumenismo de la sangre. Durante el Jubileo, por lo tanto, mi vivo deseo es que haya una celebración ecuménica donde se ponga de manifiesto la riqueza del testimonio de estos mártires.”

Hemos comenzado el tiempo de cuaresma, un tiempo fuerte en la vida de la Iglesia que nos prepara a la celebración del Misterio Pascual en la semana santa. “celebrar” para nosotros no es sólo un recordar sino es un participar de los misterio de Cristo, es un vivir esos misterios en nuestra vida, es entrar en una unión tan profunda con Él que vivamos su vida en nosotros.

La Catequesis de la Iglesia nos recuerda que en este tiempo entramos también en un camino de preparación para renovar nuestras promesas bautismales, y es que en virtud de este santo sacramento hemos comenzado a participar de la vida nueva del Resucitado, así es la vida eterna ha comenzado en nuestras almas ya aquel día en que nuestros padres nos trajeron a la fuente bautismal, y un día, un glorioso día al final de los tiempos también nuestro cuerpo habrá de participar de esa nueva vida en plenitud cuando resucite, cuando sea un cuerpo glorioso como el del Señor.

El tema de esta meditación ha sido tomado de un texto de la Liturgia de Difuntos que el Papa Francisco retoma en la Bula, “la vida no se acaba, se transforma” este forma parte de la oración de la Iglesia no como un mero consuelo sino como una afirmación que se hace con la alegría de la esperanza, aunque sabemos que propiamente hablando se refiere a la inmortalidad del alma y la resurrección de los muertos, en el contexto que se utiliza nos hace recordar que nuestro bautismo implica una transformación de nuestro modo de vivir que llamamos conversión.

I. La muerte de Cristo, nuestro drama compartido

Queridos hermanos en un primer momento meditemos ¿qué significa para nosotros morir con Cristo hoy? En concreto como Guardias de Honor del Sagrado Corazón sabemos que hemos asumido no sólo el compromiso de hacer una oración a una hora determinada y llevar una medalla al cuello, si la hora de presencia la vivimos como se debe (igual que la observancia del primer viernes de mes) iremos descubriendo que estamos llamados a vivir con mayor convicción nuestra fe, y esto significa una lucha acérrima contra el pecado y los enemigos del alma.

Muchos hoy en día tristemente no luchan, no combaten, viven con actitudes cínicas con slogans como “yo soy así, ya me conocen” “si ya saben cómo soy, para que me invitan” “nadie es perfecto” “mejor es no confiar en nadie” aunados a actitudes pesimista como la de aquel que dice “si Ud. Conociera mi historia” “es que yo siempre he sufrido” “es que si no estuviera enfermo” y vivimos encerrados en la tristeza que ocasionó la pérdida de un ser querido, una enfermedad o accidente, un mal que nos provocaron, la crisis económica o los problemas en la familia, y hacemos de todo eso una excusa para decir “¡no puedo ser diferente!”. Esto a la larga se vuelve un proceso de desresponsabilización de nuestros actos, “yo no soy culpable son los otros”, y nos vivimos revictimizando y falsamente justificando. El amor propio nos carcome, nos vamos haciendo autorreferenciales, caemos en una falsa humildad y no crecemos perdemos la esperanza.

El Papa Francisco nos recuerda que Jesús «atravesó el drama de la muerte» por nosotros. En la Cruz, el Corazón del Señor se detuvo, pero no dejó de amar antes bien nos amó hasta el extremo ¿cómo podré ser un cristiano de mínimos cuando he sido amado de tal manera? San Juan nos dice: «Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo unigénito, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3, 16). Este acto supremo de amor nos une a Cristo en nuestra propia experiencia de muerte y sufrimiento.

«Poned los ojos en el Crucificado y todo se os hará poco» (Camino de Perfección, Cap. 26, 6). Como Guardias de Honor, al contemplar el Corazón traspasado, reconocemos que nuestras cruces —el dolor, las pérdidas, la muerte— no son el final. En Cristo, se convierten en un paso hacia la vida nueva.

Queridos hermanos, esta cuaresma nos invita a alzar la mirada, a “contemplar a Aquel que traspasaron” y al ver a Cristo Crucificado reconocer a nuestro Salvador, saber que una vida diferente es posible, pero pasa por imitarle no rechazando la cruz sino A-S-U-M-I-E-D-O-L-A, esto no significa hacer las paces con el pecado o resignarme a vivir miserable, es ofrecer estos pecados y sufrimientos al Señor uniéndolos a la cruz en la oración, y abandonar esos modos de pensar, comenzar a hacer nuestras las categorías del Evangelio, dejar que su palabra nos purifique, que sus sacramentos nos santifiquen, y que su amor sea coronado en nuestra historia.

Dice un salmo “Fiado en ti me meto en la refriega, fiado en mi Dios asalto la muralla” (Sal 17, 29)  es decir confiando en Él, poniendo mi esperanza en Él, busco renovar la lucha contra el pecado, establecer un plan de acción, no sólo quedarme en buenos deseos, sin un plan nadie avanza, a veces la gente se acerca donde el Director Espiritual y le dice: “yo le pido a Dios no ser tan bravo” con la esperanza que un tuviera una varita mágica y lo golpeará “puff” y le dijese “ya no sientas enojo”….eso no sucede así, la ira es un vicio que hay que trabajar poco a poco, considerar qué tipo de ira, con que prontitud se presenta, cuáles son sus manifestaciones, en ocasiones se evidencia, con quienes tiende a presentarse y en base a eso formar un plan de acción, pero sabemos que eso no basta, “Si el Señor no construye la casa, en vano se cansan los albañiles; si el Señor no guarda la ciudad, en vano vigilan los centinelas” (Sal 126, 1) necesitamos el auxilio de la gracia, confesión (cada ocho días) y eucaristía, oración personal, lectura espiritual ¿cómo las aprovechamos? ¿Estoy atento a las acciones de los enemigos del alma? ¿qué ambientes frecuento? ¿me siento tentado a la rebeldía? ¿cómo son mis amistades? ¿busco siempre lo más cómodo o emotivo?

II. La Resurrección, la primicia de la eternidad

El Papa nos dice que «el amor del Padre lo resucitó con la fuerza del Espíritu, haciendo de su humanidad la primicia de la eternidad para nuestra salvación». En el Bautismo, fuimos sepultados con Cristo para resucitar con Él (cf. Rm 6, 4). Este es el «octavo día» que menciona el Santo Padre, el día de la resurrección que trasciende el tiempo y nos introduce en la eternidad.

San Agustín, en sus Confesiones (Libro XI, Cap. 13), reflexiona sobre el tiempo y la eternidad: «Tú eres eternamente, y nosotros, hechos a tu imagen, estamos destinados a participar de tu eternidad». El agua del Bautismo no solo lava el pecado, sino que nos sumerge en la vida nueva del Resucitado. Como Guardias de Honor, ustedes estamos llamados a vivir esta vida nueva, a custodiar el Corazón de Cristo como un faro que ilumina el camino hacia la eternidad.

Consideremos hermanos que la vida cristiana es vivir la vida nueva del Resucitado, con esto nos referimos a que no se trata sólo de evitar el pecado, sino de amar. Un hombre consagrado al Corazón de Cristo ha de vivir eucarísticamente, y les invito a contemplar esto a la luz del Jueves santo, tres son los puntos de consideración en ese día: la institución de la Eucaristía, el sacerdocio y el mandamiento del amor.

  1. Creo que nosotros hemos de ser eucarísticos no sólo porque buscamos la comunión el primer viernes de mes, sino que buscamos recibirla frecuentemente. De modo personal creo que los Guardias de Honor debería ser personas que anhelen y procuren la participación diaria en la Misa, no se trata de una obligación externa sino del deseo de un corazón enamorado.
  2. También habrían de ser gente que oren mucho por las vocaciones y por la santidad de los sacerdotes, no se trata de ser “fans” de los padres, hay personas que tienden a buscar el “afecto del cura” y andan para arriba y para abajo detrás de uno en particular y como otro sea diferente a ese y “no les guste” lo desprecian o menosprecian, atento a esa tentación, buscamos orar por los padres y ayudarles en el ejercicio de su ministerio, pero siempre como quien busca colaborar con Cristo, y aunque pueden existir simpatías naturales tenemos que ir más allá.
  3. (A esto quería llegar) hemos de fundamentalmente AMAR, y esto es “querer el bien para el otro”, estamos ante un acto de la voluntad por cual buscamos hacer siempre el bien a los demás, esto se manifestará en diferentes virtudes que hemos de ir buscando trabajar poco a poco, así como combatimos el pecado edificamos la virtud ¿en cuál estás trabajando hoy? ¿la paciencia? ¿la castidad? ¿la humildad? ¿la prudencia? ¿la sobriedad? ¿la laboriosidad? Recuerda ser concreto ¿cómo?¿cuándo?¿dónde?¿con quién? Pueden ser preguntas que te ayuden. La vida nueva del Resucitado se nos tiene que notar, el ser bautizado implica dar testimonio.
  4. Ahora bien hermanos, sabemos el primer jueves santo fue una celebración comunitaria, no se les olvide que somos Iglesia de Dios, no somos suma de individuos sino comunidad cristiana, y con esto quiero recordarles la importancia de evitar caer en el intimismo que desconecta de la realidad, conózcanse entre ustedes, anímense los unos a los otros, formen verdaderas amistades, que la fraternidad sea una de las características propias de los Guardias de Honor entre ellos y con los demás, atentos que en nuestro mundo la tentación de aislarse es grande y aunque no hemos de vivir queriéndole dar el ancho al otro no se nos olvide que estamos llamados a amar al otro con el amor del Corazón de Jesús.

III. Voluntad de Mártir

La vida del Resucitado es lo que alentó a los mártires a abrazar el supremo testimonio, esta esperanza no animó sólo el instante final de su vida terrena sino toda su existencia. San Ignacio de Antioquía, en su Carta a los Romanos (Cap. 6), escribe con fervor: «Dejadme ser alimento de las fieras, por las cuales me será dado llegar a Dios. Soy trigo de Dios y he de ser molido por los dientes de las fieras para convertirme en pan puro de Cristo». Pero esto no surgió de la noche a la mañana sino que se forjó en el diario vivir. Este santo nos muestra que el martirio no es derrota, sino victoria, porque está unido al sacrificio del Corazón de Jesús.

En esta Cuaresma, somos llamados a ser mártires en el sentido amplio: testigos del amor de Cristo en nuestras vidas cotidianas. Como Guardias de Honor, ustedes tienen la misión especial de hacer presente el Sagrado Corazón en un mundo que a veces parece olvidar la esperanza. La Escritura nos anima: «Mantengamos firme la confesión de nuestra esperanza, pues fiel es el que hizo la promesa» (Hb 10, 23).

Esta lucha queridos hermanos por rechazar el mal y abrazar el bien la hemos de realizar con voluntad de mártir, la prueba nos llega pero hemos de resistir y lanzarnos con confianza, y les recuerdo un gran ejemplo de mártir devoto y consagrado al Corazón de Jesús que tenemos en este mes, nuestro querido san Óscar Romero, no se les olvide el gran cariño que tenía por esta devoción, incluso ojalá pudiéramos nosotros imitar aquella confianza que tenía en Él, les comparto uno de sus escritos espirituales:


Eterno Señor de todas las cosas, yo hago mi oblación con vuestro favor y ayuda, delante vuestra infinita bondad, y delante vuestra Madre gloriosa y de todos los santos y santas de la corte celestial, que yo quiero y deseo y es mi determinación deliberada, solo que sea vuestro mayor servicio y alabanza, de imitaros en pasar todas injurias y todo vituperio y toda pobreza, así actual como espiritual, queriéndome vuestra santísima majestad elegir y recibir en tal vida y estado. (San Ignacio). Así comento mi consagración al Corazón de Jesús que fue siempre fuente de inspiración y alegría cristiana en mi vida. Así también pongo bajo su providencia amorosa toda mi vida y acepto con fe en Él mi muerte por más difícil que sea. Ni quiero darle una intención como lo quisiera por la paz de mi país; y por el florecimiento de nuestra Iglesia…porque el Corazón de Cristo sabrá darle el destino que quiera. Me basta para estar feliz y confiado que saber con seguridad que en Él está mi vida y mi muerte, que, a pesar de mis pecados, en Él he puesto mi confianza y no quedaré confundido y otros proseguirán con más sabiduría y santidad los trabajos de la Iglesia y de la patria.” (Cuadernos Espirituales 3, p.310-311)

IV. Apóstoles de la unidad

Finalmente el Papa en este numeral hace alusión al ecumenismo, el deseo de la unidad de los cristianos, la vida nueva implica esto apertura al otro, y si una lección tomamos quizás de este último punto quizás sea el aprender a ser siempre puente y no muro, ser vínculo de comunión, jamás ocasión de división, ser conciliadores y no conflictivos, queridos hermanos creo que este es un gran signo de esperanza en este mundo, tan divido y flagelado, Cristo congrega a todos y los atrae hacia sí, seamos de aquellos que buscan llevar a los demás al Señor.

Yo a veces pienso que en este mundo a veces uno puede ser persona venenosa, tóxica, antídoto y vitamina. La venenosa es la que anda hiriendo, lastimando y haciendo fechorías. La tóxica es la que en principio no procura mal a nadie, pero medio se le provoca y uno sale lastimado. La antídoto es la que busca curar, sanar, cambiar el ambiente. La vitamina es la impulsa a crecer, expandir, fortalecer a los demás. Apostemos por ser de aquellos que edifican.

San Juan Pablo II, en la exhortación apostólica Ut Unum Sint, nos enseñó que «la unidad de los cristianos es un don del Espíritu y una tarea para todos» (cf. Ut Unum Sint 8). En este espíritu, nuestra vida espiritual no puede ser un refugio individual, sino un testimonio de amor que une. El Sagrado Corazón, que latió por toda la humanidad, nos impulsa a vivir esta comunión con humildad y caridad, especialmente en un mundo herido por la división. Ser vínculos de comunión significa acoger al otro, orar por la unidad y ofrecer al Corazón de Cristo nuestras pequeñas acciones para que Él las transforme en signos de esperanza.

Conclusión: Una peregrinación hacia la eternidad

Queridos hermanos, la Cuaresma es un tiempo de peregrinación hacia la Pascua, hacia el triunfo del Sagrado Corazón sobre la muerte. Como nos dice el Papa, «la vida no termina, sino que se transforma» gracias a Cristo. San Pablo nos asegura: «El don gratuito de Dios es la vida eterna en Cristo Jesús, nuestro Señor» (Rm 6, 22-23). Y Santa Margarita María Alacoque, apóstol del Sagrado Corazón, nos invita: «Todo lo que hagamos sin ofrecérselo a este Divino Corazón será inútil para la eternidad» (Escritos, Carta 141).

Que este retiro nos impulse a vivir plenamente nuestra vocación de Guardias de Honor: custodiar el Corazón de Cristo, vivir su esperanza y llevarla a los demás. Que María, Madre y Reina, nos guíe hacia su Hijo, para que nuestro corazón lata al unísono con el Suyo, ahora y por toda la eternidad.