En la serie de homilías sobre “Cristo médico: la terapéutica de las enfermedades del alma” vamos meditando sobre los vicios que los Padres de la Iglesia iban identificando como las enfermedadades del alma, hemos visto ya la gula, la lujuria, la codicia, la avaricia y la tristeza, siempre contando con el auxilio de la gracia de Dios a través de la oración y los sacramentos, estamos buscando estrategias que nos permitan enfrentar estas situaciones, en esta ocasión hablaremos sobre la acidia.
La acedia es una enfermedad del alma muy cercana a la tristeza —algunos Padres de la Iglesia incluso las tratan como una sola—. Se entiende habitualmente como una pereza espiritual o un aburrimiento profundo, pero también abarca disgusto, aversión, abatimiento, desánimo, sopor, adormecimiento e indolencia, entre otros estados. Esta condición vuelve al alma inestable, afectando no solo la esfera espiritual, sino también el cuerpo, pues es un disgusto que empuja al hombre a errar y vagabundear sin rumbo, mostrando cómo la acedia puede hundir al hombre en un letargo que lo aleja de Dios.. Este vicio se manifiesta especialmente en quienes buscan una vida espiritual seria: “Intenta apartarlos de los caminos del Espíritu, obstaculizar de múltiples formas las actividades que esa vida implica y, sobre todo, quebrar la regularidad y la constancia de la disciplina ascética que la sostiene, rompiendo el silencio y la quietud que la favorecen” (Jean Claude Larchet, p. 188).
El primer paso para vencerla es identificarla y sacarla a la luz, reconociendo que no siempre tiene una causa concreta. San Juan Casiano subraya: “La experiencia demuestra que no se escapa a la tentación de la acedia huyendo, sino que hay que superarla enfrentándola” (Instituciones cenobíticas X, 25). A continuación, exploramos ocho remedios con explicaciones y ejemplos prácticos para la vida cotidiana:
A) La paciencia
Santo Tomás de Aquino define la paciencia como “la virtud que nos hace soportar con ánimo sereno los males” (Suma Teológica, II-II, q. 136, a. 1), y esta fortaleza es clave contra la acedia. La paciencia se cultiva con disciplina, como un horario bien estructurado. Imagina una semana ideal: un padre de familia reserva 15 minutos matutinos para rezar antes de llevar a los niños al colegio; un trabajador dedica su pausa del almuerzo a leer un salmo; un estudiante aparta media hora nocturna para estudiar sin distracciones. Elabora un horario detallado que integre oración, trabajo y descanso, ajústalo hasta que sea rutina y, cuando la acedia traiga desánimo, persevera. La Escritura lo confirma: “Con paciencia esperé al Señor, se inclinó hacia mí y escuchó mi clamor” (Sal 40, 2).
B) La esperanza
La esperanza contrarresta el abatimiento de la acedia. Evagrio Póntico propone el “método antirrético”, que usa la Escritura como arma espiritual: “Cuando tropecemos con el demonio de la acedia, pronunciemos con David: ‘¿Por qué estás triste, alma mía, por qué me perturbas? Espera en Dios, pues yo lo alabaré, a Él, salvación de mi rostro y Dios mío’ (Sal 42, 6)” (Tratado Práctico 27). En la vida familiar, una madre agotada por las tareas puede repetir este versículo mientras lava los platos, renovando su ánimo. Un empleado desmotivado por un día pesado puede meditarlo en el transporte público. Un estudiante agobiado por exámenes puede escribirlo en su cuaderno como recordatorio. La esperanza nos ancla en la promesa: “Los que esperan en el Señor renuevan sus fuerzas” (Is 40, 31).
C) El arrepentimiento, el duelo y la compunción
La acedia se disipa cuando el alma se encuentra con la misericordia divina a través de las lágrimas por los pecados. “Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados” (Mt 5, 4), dice Cristo. En casa, un joven que discute con sus padres puede reflexionar sobre su enojo, pedir perdón y orar con el Salmo 50: “Lávame a fondo de mi culpa, purifícame de mi pecado” (Sal 50, 4). Un trabajador que ha cedido a la pereza puede confesarlo en silencio durante un descanso y rectificar. Un estudiante que procrastina puede arrepentirse al ver su tiempo perdido y buscar la reconciliación con Dios. Estas lágrimas purifican y renuevan.
D) La memoria de la muerte
“Memento mori”, decían los antiguos: recuerda que morirás. Esto no va en un sentido negativo, sino un llamado a vivir plenamente el presente. “Enséñanos a contar nuestros días, para que entre la sabiduría en nuestro corazón” (Sal 90, 12). Un padre puede reflexionar en esto al acostar a sus hijos, decidiendo estar más presente no sólo ser proveedor sino cultivar una relación ellos. Un trabajador, al terminar su turno, puede evaluar si su esfuerzo honra a Dios. Un estudiante, al posponer un proyecto, puede preguntarse: “¿Qué legado dejo si hoy fuera mi último día?”. Santo Tomás añade que meditar en la muerte “modera los afectos desordenados” (Suma Teológica, I-II, q. 38, a. 4), ayudándonos a priorizar lo eterno.
E) La lectura espiritual
La Sagrada Escritura, lass vidas de santos y escritos piadosos combaten la acedia al inspirar el alma. “La palabra de Dios es viva y eficaz” (Heb 4, 12). Una familia puede leer juntos la vida de san Francisco una noche por semana, discutiendo su alegría en la pobreza. Un trabajador puede llevar un libro de santa Teresa en su mochila para los ratos libres. Un estudiante puede subrayar frases de la Imitación de Cristo entre clases, como: “Sin lucha no hay victoria”. Esta práctica eleva la mente hacia Dios y disipa el tedio.
F) El temor de Dios
El temor de Dios, sea servil (ante el Juicio) o filial (como amor reverente), nos despierta del sopor. “El temor del Señor es el comienzo de la sabiduría” (Prov 9, 10). Un padre puede enseñar a sus hijos a rezar con respeto, imaginando a Dios como Rey y Padre. Un empleado puede recordar el Juicio Final al decidir si se quiere robar algo de la empresa en el trabajo. Un estudiante, al copiar en un examen, puede detenerse por amor a Dios, no solo por miedo al castigo. Santo Tomás explica que el temor filial “nace de la caridad” (Suma Teológica, II-II, q. 19, a. 2), uniendo temor y amor.
G) El trabajo manual
El esfuerzo físico o creativo estabiliza el alma. Una madre puede tejer con sus hijos para relajarse tras un día agotador. Un trabajador puede ordenar su escritorio o practicar deporte después del turno, canalizando la inquietud. Un estudiante puede dibujar o escribir poesía entre estudios, evitando la inercia.
H) La oración
La oración, especialmente las prosternaciones, el rosario, la salmodia y la Filocalia, es el arma definitiva. “Orad sin cesar” (1 Tes 5, 17). Una familia puede rezar el rosario junta tras la cena, cada uno ofreciendo una intención. Un trabajador puede recitar salmos en voz baja durante un trayecto. Un estudiante puede hacer prosternaciones breves antes de estudiar, pidiendo claridad. La Filocalia, con su enfoque en la oración del corazón, enseña a decir: “Señor Jesucristo, ten piedad de mí”, uniendo mente y espíritu contra el aburrimiento.
Conclusión.
La acedia es un enemigo sutil, pero no invencible. Estos remedios, arraigados en la tradición y la Escritura, se adaptan a la vida moderna. Para un joven, perseverar en un horario, rezar un salmo o lavar los platos con amor puede ser tan ascético como el desierto de los Padres. Como dice san Pablo: “Todo lo puedo en aquel que me conforta” (Flp 4, 13). ¿Qué pequeño paso darás hoy contra la acedia?