El orgullo —entendido como el deseo desmedido de sobresalir— y la vanidad —o vanagloria, ese anhelo insaciable por el reconocimiento humano— son los últimos temas que abordaremos en esta serie de meditaciones sobre las enfermedades del alma. Ambos son males profundamente arraigados y difíciles de erradicar, pues a menudo el pecado nos ciega y nos impide reconocerlos. Sin embargo, a medida que avanzamos en la virtud, en la vida de oración, en la recepción de los sacramentos y en nuestra relación con la Iglesia, comenzamos a percibir su presencia con mayor claridad. La vanidad, por ejemplo, es tan sutil que, cuando creemos haberla superado, reaparece bajo nuevas formas. El orgullo, en cambio, surge como el fruto de una vanidad no trabajada, que ya no se conforma con el aplauso ajeno, sino que busca el dominio y la autoafirmación de manera tiránica.
Sobre la vanidad
Lo primero que debemos hacer es descubrir cómo se manifiesta la vanidad en nuestra vida. Piensa, por ejemplo, en cuántas personas se resienten cuando pasan desapercibidas o se irritan si alguien, distraído, no les devuelve el saludo. Este deseo constante de ser notado requiere un remedio sencillo: evitar toda singularidad en palabras y gestos. ¿Por qué te adornas tanto? ¿Acaso crees que vales más por lucir grandes anillos o por mostrar más piel? ¿Por qué siempre buscas ser el centro de atención en grandes grupos? La soledad puede revelarte mucho sobre ti mismo.
Hay quienes hablan en exceso, esto se llama locuacidad, muchos lo hacen solo para destacar, para parecer ingeniosos o interesantes. El ejercicio del silencio es también un gran aliado, pues nos protege de este mal.
Debemos, además, cuidarnos de los aduladores. No se trata de rechazar con rudeza un cumplido sincero, pero sí de estar atentos a quienes nos envuelven con palabras almibaradas sin verdadera intención. En todo caso, recordar nuestras propias faltas es un antídoto eficaz que nos devuelve a la realidad.
Otro recurso valioso es reflexionar sobre lo efímero del tiempo presente y cómo todo en este mundo se desvanece. Lo que anhelamos con desorden no es nada frente a la eternidad. La memoria de nuestra propia muerte, uno de los remedios clásicos contra la vanidad, nos invita a considerar que, en tres o cuatro generaciones, todo aquello por lo que nos afanamos —sea la reputación o los bienes materiales— habrá desaparecido. Podemos disfrutar de las cosas mientras las tenemos, pero ¿de qué servirán ante la eternidad? Nada de lo que poseo me llevaré, y la fama que ostento será olvidada más pronto que tarde. ¿Qué me quedará entonces?
Sobre el orgullo
El orgullo no solo quiere aplausos, quiere dominar. Es esa voz interior que nos dice: “Yo soy mejor”, “yo tengo la razón”, “no necesito a nadie”. El orgulloso no soporta que lo corrijan. ¿Cuántas veces hemos peleado con un familiar o un amigo solo porque no queríamos admitir un error? Ese es el orgullo, hermanos, construyendo muros entre nosotros y los demás.
San Basilio nos enseña: “No podemos liberarnos de esta pasión más que absteniéndonos de cualquier ejercicio de superioridad, igual que no se olvida una lengua o un arte más que cesando por completo no solo de practicarlo o de hablar de uno mismo, sino también de oír hablar de ello y de ver practicarlo a otros” (Pequeñas reglas, n. 35).
Para combatir el orgullo, debemos reconocer en qué nos superan los demás, resistirnos a señalar sus defectos y valorar sus cualidades, atribuyendo toda virtud propia a la gracia de Dios. Hacer memoria de nuestros pecados y, aun en medio de nuestros logros, comparar nuestras imperfecciones con la santidad de los santos nos muestra cuánto nos falta por recorrer. En este camino, la lectura de vidas de santos será una ayuda invaluable.
Otro remedio valosísimo es la oración —ya sea de súplica, acción de gracias, petición de perdón o adoración—, ella nos sitúa ante Dios como la fuente de todo bien. Siempre debemos implorar la gracia de recibir la luz que disipe las tinieblas de nuestra historia personal, que nos libre del orgullo y del ensimismamiento, permitiéndonos ver nuestra realidad tal como Él la ve. Así, el hombre pierde el miedo a enfrentar su pobreza interior y descubre aspectos de sí mismo que antes le eran ocultos, abriendo nuevos espacios para la conversión.
Esto no resulta extraño para quienes llevan tiempo caminando en la fe. A medida que avanzan, descubren en sí mismos lo que antes no veían. Es como ascender una montaña: cuanto más alto se está, más amplio se vuelve el horizonte. Encuentran tendencias maliciosas que desconocían, reconocen fallas en más áreas de las que imaginaban y descubren nuevas debilidades. Este proceso es una oportunidad para llorar los propios pecados, abrazar el arrepentimiento y permitir que la misericordia de Dios sane heridas que al principio pasaban desapercibidas.
Sobre la humildad
Todo lo anterior nos conduce a la humildad. Santa Teresa de Jesús nos ilumina con su célebre afirmación: “Humildad es andar en verdad; que lo es muy grande no tener cosa buena de nosotros, sino la miseria y ser nada; y quien esto no entiende, anda en mentira. A quien más lo entienda, agrada más a la suma Verdad, porque anda en ella”. Esta enseñanza nos muestra que el humilde no se escandaliza de sus limitaciones, sino que las asume con realismo profundo. Si yerra o peca, no se paraliza por el miedo ni cae en la desesperación; sabe que no es un ángel de luz. Tampoco confunde el bien con el mal: reconoce su fragilidad y emprende el camino de la conversión. Al comprender que no podemos superar nuestras limitaciones por nuestras propias fuerzas, nos abrimos a la gracia divina, y así el humilde encuentra la paz.
No deberíamos necesitar caídas, situaciones límite o desastres para volvernos al Señor, pero estas suelen recordarnos nuestra realidad. En ellas se prueba nuestro carácter y, aunque no nos haya ido tan mal, descubrimos que no lo podemos todo. Esto nos hace un gran bien. El psicólogo italiano Roberto Marchesini vincula la humildad a una sana autoestima: “Tener una buena autoestima no significa necesariamente tener una buena opinión de sí mismo. La palabra ‘autoestima’ significa autoevaluación, autoconocimiento, es decir, conocimiento de sí, de los propios límites y de las propias posibilidades. Una buena medida no es aquella que da el resultado más agradable, sino la que se aproxima más a la realidad… En términos teológicos, una buena autoestima se llama humildad… [Por oposición,] orgullo y pusilanimidad son los correspondientes teológicos de lo que en psicología se llama narcisismo y menosprecio de sí” (Aristotele, san Tommaso d’Aquino e la psicología clínica, Capítulo IV “Della autoestima (o humildad)”).
Recordemos que la humildad no nace solo de reconocer nuestras debilidades, sino, sobre todo, de contemplar la grandeza de Dios, quien es la medida de todas las cosas.
Cuidémonos también de la falsa humildad, que nos lleva al ensimismamiento y a encerrarnos en nosotros mismos. Esto genera hastío en la acción, un sabor amargo ante toda obra y, finalmente, un desánimo que puede hacernos abandonar el camino de la santidad. El verdadero humilde, al ver su fragilidad, no se queda lamentándose, sino que se abre a la acción poderosa de Dios, en quien halla la fuerza para seguir adelante en el combate de la fe.
Las humillaciones como remedio
Un remedio eficaz contra el orgullo y la vanidad, que a su vez fomenta la humildad, son las humillaciones. Estas nos enfrentan a nuestras limitaciones, rompen la ilusión de superioridad y reducen el ego. Al exponer nuestras vulnerabilidades, nos recuerdan nuestra pequeñez y, cuando las compartimos con otros, promueven empatía y una visión más realista de nosotros mismos. Invitan a la introspección, nos liberan de la necesidad de validación externa y nos llevan a reevaluar nuestras prioridades, redescubriendo quiénes somos y a qué aspiramos. Nos ayudan a soltar el afán de controlarlo todo y nos recuerdan que formamos parte de una historia mayor.
El Papa Francisco nos enseña en una catequesis: “La humildad solamente puede arraigarse en el corazón a través de las humillaciones. Sin ellas no hay humildad ni santidad. Si tú no eres capaz de soportar y ofrecer algunas humillaciones, no eres humilde y no estás en el camino de la santidad. La santidad que Dios regala a su Iglesia viene a través de la humillación de su Hijo; ése es el camino. La humillación te lleva a asemejarte a Jesús, es parte ineludible de la imitación de Jesucristo: ‘Cristo padeció por vosotros, dejándoos un ejemplo para que sigáis sus huellas’ (1 P 2, 21)”. No hablo solo de martirios extremos, sino de las humillaciones cotidianas: callar para proteger a la familia, evitar alabarse a sí mismo y destacar a otros, elegir las tareas menos vistosas o soportar alguna injusticia para ofrecerla al Señor: “En cambio, que aguantéis cuando sufrís por hacer el bien, eso es una gracia de parte de Dios” (1 P 2, 20). No digo que la humillación sea agradable —eso sería masoquismo—, sino que es un camino para imitar a Jesús y crecer en unión con Él. Esto no se comprende con la lógica del mundo, que se burla de tal propuesta. Es una gracia que debemos suplicar: “Señor, cuando lleguen las humillaciones, ayúdame a sentir que estoy detrás de ti, en tu camino” (Gaudete et exultate, n. 118).
Es importante distinguir entre la humillación que fomenta la humildad y la que pisotea a la persona. La primera es constructiva y busca el crecimiento espiritual: al enfrentar nuestras limitaciones —como callar ante una crítica o aceptar un error—, nos desprendemos del orgullo y nos acercamos a Dios, imitando la humillación redentora de Cristo en la cruz (cf. Filipenses 2,8). Es aceptada con fe, genera paz y respeta la dignidad humana como reflejo de lo divino, purificando sin destruir. En cambio, la humillación destructiva busca herir, dominar o denigrar —como los insultos crueles o las burlas que aplastan—. Impuesta sin amor ni justicia, produce vergüenza tóxica, desesperación o resentimiento, alejándonos de Dios y de nuestra identidad. Mientras la humillación formativa nos invita a ofrecer el dolor a Dios, la destructiva paraliza y degrada, atentando contra la dignidad que Él nos dio (cf. Génesis 1, 27). Para discernirlas, considera su origen (¿nace de la caridad o de la malicia?), su impacto (¿sana o hiere?) y tu respuesta (¿te eleva o te hunde?).
El combate contra el orgullo y la vanidad, y el cultivo de la humildad, no son tareas imposibles, sino un sendero de liberación que nos acerca a la verdad de quienes somos y al corazón de Dios. No estamos solos en esta lucha: la gracia divina nos sostiene, y el ejemplo de Cristo nos guía. Hoy mismo podemos dar un paso concreto: elige el silencio antes que la autocomplacencia, agradece a Dios por una virtud ajena en lugar de envidiarla, o acepta con paz una pequeña humillación cotidiana. Cada esfuerzo, por pequeño que parezca, es una semilla de santidad que florecerá con el tiempo. No temas tus caídas ni tus fragilidades, porque en ellas se manifiesta la misericordia de un Dios que no se cansa de levantarnos. Levanta la mirada: el horizonte de la eternidad te espera, y en ese camino, la humildad será tu luz, la oración tu fuerza y la esperanza tu recompensa. ¡Ánimo, porque el Señor camina contigo!
¡Jesús manso y humilde de corazón, has nuestro corazón semejante al tuyo!