Llamados a ser sus testigos

Homilía – Solemnidad de San Pedro y San Pablo (Misa de la Vigilia) – Misa con Agentes de Pastoral

Celebramos hoy la fiesta de los santos apóstoles Pedro y Pablo. A través de la Liturgia de la Palabra en esta misa llamada de la Vigilia, recordamos que estos testigos de Cristo —considerados columnas de la Iglesia— fueron hombres que hicieron una profunda experiencia de la misericordia de Dios. Es decir, no nacieron moralmente perfectos: tuvieron su propia historia, una historia donde no faltó el haber ido, en algún momento, contra Jesús.

Pedro lo negó después de tres años de haber sido uno de sus discípulos más cercanos, e incluso de haber sido el primero en reconocerle como el Mesías. Pablo, sin haberlo conocido en vida, se dedicó a perseguir a sus discípulos, aprobando incluso la muerte cruel de Esteban. Uno lo negó, y el otro buscaba que lo negaran. Y, sin embargo, estos hombres —heridos, contradictorios, frágiles, como nosotros— fueron alcanzados por la mirada y la misericordia de Cristo.

Simón Pedro, para algunos, pasaba por decidido, pero vemos que muchas veces fue precipitado. Pablo, gran conocedor de la ley y celoso en su observancia, parecía haberse encerrado en el orgullo. Y es justamente ahí donde el Señor redime la historia: esas mismas debilidades serán su fortaleza. Ambos serán reconocidos como testigos de Cristo. Simón alcanzará una valentía auténtica, que sellará con su martirio, crucificado de cabeza. Pablo, por su parte, dejará de poner su orgullo en la letra muerta para vivir por Cristo Jesús, la Palabra viva hecha carne, por quien será decapitado en Roma.

La conversión fue un proceso para ambos: un camino que comenzó con el encuentro con el amor del Corazón de Cristo, y que continuó toda la vida. Se convirtieron en discípulos que siguieron al Señor hasta que su testimonio de Cristo no fue solo palabra hablada, sino vida entregada, vida que traslucía la del Señor resucitado.

Pablo lo dice con toda claridad: “El Evangelio que he predicado no lo recibí de hombres, sino por revelación de Jesucristo.” Así es con todo testigo verdadero: no se puede anunciar lo que no se ha vivido, ni dar lo que no se ha recibido. Por eso, aprovechando que estoy con ustedes, hermanos que colaboran activamente en la pastoral de la parroquia, quiero recordarles: no fuimos llamados por una entrevista laboral ni por meras competencias humanas. Nuestro apostolado, aunque requiere formación, no se sostiene únicamente en técnicas o cargos, sino en la intimidad con el Señor.

El Evangelio de Juan nos lleva al momento más íntimo entre Pedro y Jesús: “¿Me amas?” Tres veces le pregunta, como tres veces lo había negado. Jesús no le interroga por sus errores, sino por su amor. Porque el primer requisito en la vida de fe y en el servicio eclesial es amar a Cristo. Y en este apostolado, la manera concreta de amar a Cristo es cuidar de nuestros hermanos.

Dios no llama a los perfectos según nuestras categorías humanas. Él ve el corazón y llama a aquellos que están dispuestos a amar, a dejarse transformar, a seguirle aún con las propias heridas.

En este Jubileo de la Esperanza, recordemos: Cristo no nos eligió por lo que éramos, sino porque nos amó, y porque quiere que colaboremos con Él en la extensión de su Reino de amor. Abrámonos, como Pedro y Pablo, a la acción de su gracia. Así, nos convertiremos en mensaje vivo, en testigos que anuncian con su vida que Jesús está vivo, que su amor es más fuerte que nuestro pasado, y que su gracia es capaz de levantar a los paralíticos del alma y hacerles alabar a Dios.