Introducción
Contemplar a la Virgen del Carmen es adentrarse en el misterio de la Virgen orante, recogida en el silencio del Monte Carmelo, imagen perfecta del alma plenamente disponible a Dios. Su figura, elevada desde la tradición profética de Elías (cf. 1 Re 18,44), se alza como tipo de la Iglesia contemplativa, aquella que en la soledad fecunda de la oración, espera y gesta la presencia de Dios en lo profundo del alma.
I. Espiritualidad mariana
El Catecismo de la Iglesia Católica nos recuerda cual es el rol de Nuestra Buena Madre en nuestra vida espiritual (nn. 967-969):
“Por su total adhesión a la voluntad del Padre, a la obra redentora de su Hijo, a toda moción del Espíritu Santo, la Virgen María es para la Iglesia el modelo de la fe y de la caridad. Por eso es «miembro supereminente y del todo singular de la Iglesia» (LG 53), incluso constituye «la figura» [typus] de la Iglesia (LG 63).
Pero su papel con relación a la Iglesia y a toda la humanidad va aún más lejos. «Colaboró de manera totalmente singular a la obra del Salvador por su obediencia, su fe, esperanza y ardiente amor, para restablecer la vida sobrenatural de los hombres. Por esta razón es nuestra madre en el orden de la gracia» (LG 61).
«Esta maternidad de María perdura sin cesar en la economía de la gracia, desde el consentimiento que dio fielmente en la Anunciación, y que mantuvo sin vacilar al pie de la cruz, hasta la realización plena y definitiva de todos los escogidos. En efecto, con su asunción a los cielos, no abandonó su misión salvadora, sino que continúa procurándonos con su múltiple intercesión los dones de la salvación eterna […] Por eso la Santísima Virgen es invocada en la Iglesia con los títulos de Abogada, Auxiliadora, Socorro, Mediadora» (LG62).
En estos breves números la Iglesia nos invita a recordar que a grandes rasgos dos son los modos en que ella interviene en nuestra historia, por su sí dado en la anunciación colaborando en la obra de la salvación asociandose al sacrificio de su Hijo en el Calvario, ahí ella nos es dada como Madre y ejerce este oficio de un modo especial intercediendo por nosotros, incluso los mariólogos la llaman aquella que todo lo puede en la súplica, pero también como toda madre se constituye en modelo para sus hijos de ahí que en las letanías le llamamos espejo de justicia y modelo de santidad.
Con el Santo Escapulario recordamos el primer punto puesto que nos confiamos a su protección, pero también adquirimos el compromiso del segundo punto puesto que hemos de vivir conforme al compromiso que adquirimos al recibir este signo de ser hijos de María.
II. El purgatorio: María madre de una esperanza escatológica
La devoción a la Virgen del Carmen tiene sus raíces en los albores de la Revelación, en el Monte Carmelo donde el profeta Elías defendió la pureza de la fe en el Dios vivo (cf. 1 Re 18,20-40). Allí surgió un linaje de hombres contemplativos que, siglos más tarde, tras la venida de Cristo, abrazarían el Evangelio y formarían una comunidad consagrada a María, la “Flor del Carmelo”, como la llamará con ternura la liturgia.
En el siglo XIII, esta comunidad se transforma en la Orden del Carmen, bajo la Regla de San Alberto, enraizada en la vida evangélica, la oración continua y la veneración de la Virgen. En 1251, según la tradición, la Virgen María se aparece a San Simón Stock y le entrega el escapulario como signo de protección y alianza espiritual “«El que muera con él no padecerá el fuego eterno»..
La Virgen del Carmen es invocada desde antiguo como auxilio de las almas del purgatorio. Esta devoción expresa la certeza de que el amor de María no termina con la muerte, y que su intercesión alcanza incluso a quienes, purificados en el amor, esperan la gloria eterna.
La llamada “promesa sabatina” —según la cual María liberaría del purgatorio a sus devotos el sábado siguiente a su muerte— no debe entenderse como fórmula automática, sino como una expresión del dinamismo de la comunión de los santos y de la esperanza teologal.
El escapulario es, entonces, signo de esa esperanza radical, una esperanza escatológica: el que ha vivido bajo el manto de María, podrá morir en su abrazo, y ser presentado por ella al Padre con el perfume de la ofrenda.
En un mundo que glorifica la independencia y desconfía de la entrega, María del Carmen se presenta como la fiel Esclava del Señor, la mujer que no se pertenece, porque se ha dado sin reservas a Dios. María no retiene, sino que conduce. No eclipsa, sino que señala. No sustituye, sino que configura. Su presencia es la de la fiel discípula que en cada etapa de la vida dice: “Hágase en mí según tu palabra” (Lc 1,38).
Y eso es lo que forma en los suyos: una obediencia amorosa, una fidelidad perseverante, una fecundidad en la cruz. El alma mariana no teme la noche, porque María la camina delante. El discípulo mariano no se confía a las luces del mundo, sino a la llama que arde en el Corazón Inmaculado de la Madre.
III. El Escapulario
No se trata de un mito piadoso, sino de una expresión mística de un vínculo real, decía el Papa Pío XII:
“Es, ciertamente, el Santo Escapulario una como librea mariana, prenda y señal de protección de la Madre de Dios. Mas no piensen los que visten esta librea que podrán conseguir la salvación eterna abandonándose a la pereza y a la desidia espiritual, ya que el Apóstol nos advierte: “obrad vuestra salvación con temor y temblor” (Flp. 2,12).
Todos los Carmelitas, por tanto… reconozcan en este memorial de la Virgen un espejo de humildad y castidad; vean en la forma sencilla de su hechura un compendio de modestia y candor; vean, sobre todo, en esta librea que vistean día y noche, significada con simbolismo elocuente la oración con la cual invocan el auxilio divino; reconozcan, por fin, en ella su consagración al Corazón sacratísimo de la Virgen Inmaculada, por Nos recientemente recomendada”
El Monte Carmelo ya no es un lugar geográfico solamente: es la morada interior donde Dios quiere habitar, en nuestros corazones quiere triunfar sobre cualquier tipo de idolatría y nuestra Buena Madre nos ayuda a custodiarlo para ganar la batalla, intercediendo por nosotros como Madre de Esperanza y Misericordia, así como educandonos como verdaderos discípulos, acogiendo la gracia de Dios a través de los santos sacramentos, custodiándola en nuestra vida de oración y desarrondola a través del ejercicio de una vida virtuosa.
El escapulario del Carmen es uno de los signos más sencillos y profundos del amor de María por sus hijos. Dos pequeños trozos de tela, unidos por cordones, expresan una entrega total a María, una consagración sin reservas. El escapulario no es un objeto mágico. Es un signo. Un símbolo de pertenencia espiritual a la familia del Carmelo.
Recibirlo implica vivir una vida según el Evangelio al estilo de María: en oración, caridad, humildad y fidelidad a Cristo. Al llevar el escapulario, el fiel expresa su deseo de ser revestido de Cristo por medio de María, como enseña San Pablo: “Todos los que habéis sido bautizados en Cristo os habéis revestido de Cristo” (Gál 3,27).
Y eso nos hace recordar el otro medio con el que Nuestra Buena Madre colabora en nuestra vida espiritual, ella es Modelo de Santidad, entonces pensemos más en concreto como ella nos educa como discípulos que se quieren unir más estrechamente a su Maestro, se dice clásicamente que en vida espiritual crecemos por tres capítulos, por vía sacramental, por vía de la oración y por el ejercicio de las virtudes, entonces pensemos como la Santísima Virgen vivió esto.
Sobre la vida sacramental
Recordemos que los sacramentos “son signos eficaces de la gracia, instituidos por Cristo y confiados a la Iglesia por los cuales nos es dispensada la vida divina” (Catecismo 1131) Nuestro Señor ha querido dejarnos signos sensibles, que podemos percibir por nuestros sentidos, para comunicarnos su gracia la cual es invisible; pero mientras Él estaba presente ¿qué necesidad había de ellos? ¡¿Qué signo más grande que ver al mismo Dios que se hizo hombre como nosotros?!
“Cristo es El mismo el Misterio (Sacramento) de la salvación…La obra salvífica de su humanidad santa y santificante es el sacramento de la salvación que se manifiesta y actúa en los sacramentos de la Iglesia” (Catecismo 774)
Por ello, aunque no veamos en la Biblia que ella fuese bautizada o ungida con el santo crisma ello no nos turba, ¡es que ella vivió algo mucho mayor! ¡ella tuvo contacto con el mismo Jesucristo, cuya humanidad es el Sacramento por excelencia! ¡ella lo llevó en sus entrañas! ¡Podemos decir que lo que a nosotros se nos oculta en el santo Sacrificio de la Misa ella lo contempló con sus propios ojos! Él le habrá porfiado innumerables gracias mientras lo lleva en su vientre, mientras vivió junto a ella y aún mientras le seguía cuando predicaba anunciando la Buena Nueva. Lo mismo podríamos decir de su relación con el Espíritu Santo, pues obró en ella al cubrirla con su sombra al engendrar en ella al mismo Jesús, y como si esto fuera poco, también los Hechos de los Apóstoles nos confirman su presencia en el día de Pentecostés (cf. Hch 1, 14)
En cuanto a su vida de oración
Ya nos bastaría meditar su oración en el Magníficat, sus actitudes de recogimiento interior cuando se nos dice que meditaba las cosas de la vida de su Hijo en su corazón, la súplica en favor de otros como en las Bodas de Caná, o el silencio de su contemplación en el Calvario. Nos enseñaba el Papa Francisco:
“Todo lo que pasa a su alrededor termina teniendo un reflejo en lo más profundo de su corazón: los días llenos de alegría, como los momentos más oscuros, cuando también a ella le cuesta comprender por qué camino debe pasar la Redención. Todo termina en su corazón, para que pase la criba de la oración y sea transfigurado por ella. Ya sean los regalos de los Magos, o la huida en Egipto, hasta ese tremendo viernes de pasión: la Madre guarda todo y lo lleva a su diálogo con Dios.
Algunos han comparado el corazón de María con una perla de esplendor incomparable, formada y suavizada por la paciente acogida de la voluntad de Dios a través de los misterios de Jesús meditados en la oración. ¡Qué bonito si nosotros también podemos parecernos un poco a nuestra Madre!
Con el corazón abierto a la Palabra de Dios, con el corazón silencioso, con el corazón obediente, con el corazón que sabe recibir la Palabra de Dios y la deja crecer con una semilla del bien de la Iglesia.”[1]
Sobre sus virtudes
A la aclamación de una mujer sobre la maternidad física de Jesús, Él responde que más bienaventurados son quienes escuchan y cumplen la Palabra de Dios (cf. Lc 11,27-28). Esta respuesta no desmerece a María, sino que exalta su santidad interior, pues ella es la primera en cumplir esta condición: su “sí” en la Anunciación fue el inicio de una vida de plena obediencia a la voluntad divina. Por eso la Iglesia la proclama espejo de justicia y modelo de virtud para los fieles.
Fe: María creyó sin reservas y fue alabada por Isabel como bienaventurada por su fe (cf. Lc 1,45). San Agustín afirma que fue “más importante para ella ser discípula de Cristo que su madre” (Sermón 72) física, pues antes de concebirlo en el cuerpo, lo concibió en la mente y en el corazón.
Esperanza: María esperó en las promesas de Dios con confianza firme. Acompañó a su Hijo en toda su vida, esperando la gloria futura, incluso cuando todo parecía perdido. Es, como dice Benedicto XVI, estrella del mar (cf. Spes salvi 49): guía segura para los navegantes en la oscuridad de la historia.
Caridad: María, llena de gracia, recibió el Amor mismo —el Verbo Encarnado— y correspondió con amor perfecto a Dios y al prójimo.
Prudencia: María supo hablar cuando era oportuno (Anunciación, Caná), y callar con sabiduría (profecía de Simeón). Toda su vida fue guiada por el deseo de agradar a Dios, eligiendo siempre los medios más justos para ello.
Justicia: Vivió plenamente conforme a la voluntad de Dios. Fue piadosa, orante, ofreció a su Hijo en el Templo, agradeció los bienes recibidos (Magníficat) y vivió con integridad su papel de esposa, madre y discípula.
Fortaleza: María resistió con amor heroico todo sufrimiento por causa de su fe. Su martirio interior culmina al pie de la cruz (cf. Jn 19,25), donde permanece firme mientras los discípulos huyen. Su fortaleza viene del amor perfecto a Dios y a la humanidad.
Templanza: Su pureza virginal, no enseña el amor libre de todo desorden y rectamente ordenado para amar por entero al Señor; y su humildad profunda la contemplamos de un modo especial en la escena de la Visitación cuando Isabel alaba a María, María alaba al Señor entonando el Magnificat, no se queda con la gloria sino que la da a Dios fuente de todo bien.
Conclusión
Amar a la Virgen del Carmen no es un afecto sentimental: es una elección espiritual y escatológica. Es optar por vivir oculto con Cristo, bajo su manto. Es confiar la propia alma a la que ha llevado en su seno al Salvador del mundo.
“Al que Dios quiere hacer muy santo, lo hace muy mariano.” (San Luis María Grignion de Montfort)
[1] Papa Francisco, Audiencia General, 18 de noviembre de 2020