María Magdalena es uno de los rostros más conmovedores del Evangelio. Su amor por Jesús no fue una emoción pasajera, sino una entrega constante, profunda y fiel. La vemos junto a la cruz, ante el sepulcro, y finalmente, recibiendo la gracia inmensa de ser la primera testigo de la Resurrección. San Gregorio Magno, al comentar esta escena, nos deja una sentencia luminosa: “Lo que da fuerza a las buenas obras es la perseverancia en ellas.”
Este principio nos invita a revisar nuestra vida espiritual. No basta comenzar bien: es necesario continuar, volver, resistir, incluso cuando no sentimos consuelo. El Sagrado Corazón de Jesús es la escuela de esta perseverancia amorosa. No se trata de una fidelidad rígida o formal, sino de un amor que vuelve a la fuente, que se deja abrazar por el Señor, incluso en el silencio o en la noche oscura.
María Magdalena perseveró porque había hecho experiencia de la misericordia de Dios. Su oración fue llanto, búsqueda, espera. Perseverar en la oración no significa orar con gran entusiasmo emotivo cada día, sino volver a intentar el diálogo con el Señor aunque no sintamos grandes consolaciones nada, aunque parezca que el sepulcro está vacío. Así se forja la verdadera intimidad con el Señor.
Los Guardias de Honor del Sagrado Corazón practican esa perseverancia a través de la Hora de Presencia: una hora al día en la que ofrecen su trabajo, sus deberes, sus luchas y alegrías al Corazón de Jesús, conscientes de estar habitados por su amor. Esta fidelidad silenciosa transforma la vida ordinaria en ofrenda.
Además de la oración, los sacramentos son fuente de constancia. La Eucaristía (diaria si fuera posible) y la confesión frecuente (¿por qué no semanal?) alimentan y sanan. María Magdalena manifesro su perseverancia como discípula siguiendo a Jesús hasta el pie de la cruz, más aún incluso hasta el sepulcro aún y cuando lo encontró vacío quien se sabe amado vuelve siempre. Quien se sabe necesitado permanece. Diría San Juan de la Cruz que “la dolencia de amor no se cura sino con la presencia y la figura”
La perseverancia necesita dos virtudes claves: la humildad, que reconoce nuestra fragilidad y nos lleva a depender de Dios; y la mansedumbre, que nos enseña a aceptar los tiempos, las pruebas y los silencios del camino sin amargura. María Magdalena no exigió explicaciones, sino que esperó, confió, y entonces escuchó su nombre: “¡María!”
La fidelidad a Cristo no se mide por grandes gestos, sino por la constancia en lo pequeño: cumplir el deber, orar aunque cueste, ofrecer con amor lo ordinario. Es ahí donde florece la santidad. María Magdalena buscó al Señor hasta encontrarlo. También nosotros, si perseveramos en el amor, lo veremos resucitado en nuestra vida.
Hoy, más que nunca, necesitamos cristianos constantes, que no se dejen vencer por la tibieza. Que el Sagrado Corazón nos conceda el don de la fidelidad cotidiana, humilde y ardiente, como la de María Magdalena