Homilía – XVIII Domingo del Tiempo Ordinario Ciclo C
Queridos hermanos hoy la Palabra de Dios nos sacude con una enseñanza clara y provocadora: “No acumulen para sí tesoros en la tierra”. En el Evangelio, un hombre interrumpe a Jesús para pedirle que medie en una herencia. La respuesta del Señor parece abrupta: se niega a intervenir y en cambio aprovecha la ocasión para advertirnos contra la avaricia. Nos invita a una conversión profunda del corazón, a buscar no lo que se pierde, sino lo que permanece.
La avaricia es el amor desordenado por los bienes terrenos y el temor a perderlos. El avaro no es necesariamente alguien que posee mucho, sino quien vive obsesionado con lo que tiene y paralizado por la posibilidad de perderlo. Y cuando ese amor se combina con un impulso incesante de querer más y más, aparece la codicia, el deseo desordenado de seguir acumulando bienes sin límite, como si en ellos estuviera la verdadera felicidad.
Estos vicios tienen causas muy concretas. Primero, el deseo compulsivo de llenarse de cosas, buscando consuelo en lo material, como si los objetos pudieran sanar las heridas del alma. Segundo, la competencia malsana con los demás, alimentada por la envidia. Cuántas veces compramos o buscamos más solo porque otro tiene más. Y tercero, el afán de aparentar, por el placer que se experimenta al recibir elogios o provocar la envidia ajena. Así, uno acaba siendo esclavo de una imagen, le queremos dar el ancho a los demás, y no nos percatamos de nuestra realidad.
El Eclesiastés lo resume con una claridad impresionante: “¡Vanidad de vanidades, todo es vanidad!” (Ecl 1,2). El sabio ve que el hombre trabaja y se fatiga por cosas que al final no puede llevarse. Ahí tenemos las pirámides de Egipto, grandes tumbas llenas de tesoros que han sido saqueados durante siglos. ¿De qué te aprovecha todo esto para la vida eterna? Esta es la pregunta que debe tocar nuestro corazón.
Frente a estos vicios, la medicina que nos ofrece el Evangelio es clara:
Considerar los daños que causa la avaricia y la codicia: nos alejan de Dios, porque desplazan del centro al único necesario como mirábamos con María de Betania hace un par de días (cf. Lc 10,42), quien tiene la mirada puesta sólo en las cosas terrenas la tiene desviada del cielo; nos alejan del prójimo, porque preferimos poseer a compartir, ¡cuántas rivalidades, persecuciones, injusticias, etc se provocan por dinero y bienes!; y nos destruyen interiormente, generando ansiedad, tristeza y temor.
Reconocer lo pasajero de los bienes creados: “Pongan el corazón en las cosas de arriba, no en las de la tierra” (Col 3,2). Todo pasa. Solo el amor permanece. Jesús nos recuerda que “donde está tu tesoro, allí estará tu corazón” (Mt 6,21). ¿Dónde está el tuyo? Considera que los bienes y el dinero que se acumulan al final siempre terminan en manos de otro, ya lo decía la primera lectura “Hay quien se agota trabajando y pone en ello todo su talento, su ciencia y su habilidad, y tiene que dejárselo todo a otro que no lo trabajó.”
Cultivar la gratitud: El alma agradecida vive en paz. Quien sabe dar gracias por lo que tiene, no se obsesiona por lo que no tiene. San Pablo lo enseña: “Den gracias a Dios en toda ocasión” (1 Tes 5,18). Cultivar una mentalidad de gratitud nos ayuda a reconocer y valorar los dones presentes en nuestra vida cotidiana, lo que fortalece la paz interior y reduce la ansiedad. Esta actitud nos hace más conscientes del amor de Dios y de la bondad de los demás, favoreciendo relaciones más empáticas, sanas, solidarias y estables. Además, la gratitud abre el corazón a la esperanza, aun en medio de las dificultades, ayudándonos a enfrentarlas mejor.
Dar limosna: “Háganse bolsas que no se desgasten, acumulen un tesoro inagotable en el cielo” (Lc 12,33). Dar no empobrece, al contrario, nos hace crecer en el amor. La limosna no es solo un bien para los pobres materiales, es una medicina espiritual que libera el corazón del apego y dice la Escritura que nos sirve de expiación por nuestros pecados. La limosna, nos lleva a salir de nosotros mismos, nos unimos al amor del Corazón de Jesús, abriéndonos a la comunión con el hermano que pasa necesidad, nos hacemos misericordiosos como hijos que somos del Padre misericordioso y colaboramos en la salvación de aquellos que están atribulados.
Y aquí, en el marco de la novena de Santo Domingo de Guzmán, encontramos un testigo luminoso de lo que significa el buen uso de los bienes y el desapego radical.
Santo Domingo, aunque provenía de una familia noble, eligió la pobreza evangélica. Vendió sus libros —un tesoro en aquella época— para ayudar a los pobres durante una hambruna, diciendo: “¿Cómo puedo estudiar en pieles muertas mientras los hombres mueren de hambre?”. Su caridad era concreta. No despreciaba los bienes, pero los veía como medios, no como fines. Incluso optará por la pobreza como signo de coherencia para dar testimonio de la fe.
Santo Domingo nos enseña que la verdadera riqueza es la predicación del Evangelio, la caridad en la verdad, y la alegría de vivir al estilo de los apóstoles. En él se cumple la palabra del salmo: “Enséñanos a contar nuestros días para que entre la sabiduría en nuestro corazón” (Sal 89,12).
Queridos hermanos, esta semana estamos llamados a mirar dentro de nosotros y preguntarnos:
¿Mi seguridad está en Dios o en lo que poseo?
¿Soy capaz de compartir lo que tengo con generosidad?
¿Mi corazón descansa o está siempre inquieto por tener más?
Pidamos al Señor, por intercesión de santo Domingo, un corazón libre, agradecido y generoso. Que nuestras riquezas estén en el cielo, donde ni la polilla ni el óxido corroen, y donde nuestro Padre nos espera con un amor que nada puede comprar, pero que lo da todo.