El 15 de agosto, la Iglesia entera se viste de fiesta para celebrar la Solemnidad de la Asunción de la nuestra Buena Madre a los cielos. En este misterio contemplamos como María fue llevada al cielo en cuerpo y alma, sabemos que lo que se predica de Maria, se predica de la Iglesia y por lo tanto en ella vemos aquello a lo que aspiramos llegar también nosotros.
La Asunción es una verdad de fe que habla de nuestro destino eterno y de cómo se alcanza: siguiendo el camino de la humildad que María recorrió. En ella vemos cumplidas las palabras del Evangelio: “El Señor derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes” (Lc 1,52).
La Asunción es, en el fondo, la victoria de la gracia sobre la soberbia, de la fidelidad sobre la autosuficiencia. María no fue ensalzada por sus propios méritos humanos, sino porque se dejó moldear por Dios. Vivió confiando en Él, con un corazón pobre y disponible, acepta la misión de ser Madre del Salvador, y a la vez se convierte su perfecta discípula. Siguió al Señor con fidelidad en su paso por la tierra, y Él la llevó en su fidelidad hacia el cielo.
Contemplar a María en la gloria es contemplar lo que Dios quiere hacer también con nosotros. No es un privilegio inalcanzable, sino una invitación a dejarnos conducir por el mismo Espíritu que la guió a ella. Y ese camino tiene un mapa claro: el Magníficat.
El Magníficat: un canto y un camino
En el Evangelio de Lucas, María proclama su Magníficat (Lc 1,46-55). No es sólo un canto de alabanza, sino un programa de vida que brota de un corazón humilde y agradecido. María comienza diciendo: “Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios mi salvador” (Lc 1,46-47). Ella no habla de sus propios logros, sino de las maravillas de Dios en su vida. El Magníficat nos enseña que la humildad auténtica no se centra en lo que nosotros hacemos por Dios, sino en lo que Dios hace en nosotros.
Este canto revela una actitud interior: reconocer que todo bien viene de Él. Cuando María dice: “El Poderoso ha hecho obras grandes por mí” (Lc 1,49), está confesando que su vida es un don gratuito, no un trofeo que ella haya ganado. Aquí está la primera lección para nosotros: la humildad comienza cuando dejamos de vivir como si fuéramos dueños de todo y aprendemos a recibir cada día como un don, y como tal hemos de saberlo aprovechar.
El Magníficat también nos invita a aceptar nuestra pequeñez: “Ha mirado la humillación de su esclava” (Lc 1,48). María no se menosprecia, sino que vive en la verdad de saberse criatura. Y desde esa verdad, espera en la justicia divina: “Derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes” (Lc 1,52). Esto no significa pasividad sino confianza en que Dios lleva la historia y que sus proyectos permanecen de generación generación, lleva a término la buena obra comenzada, aunque a veces las circunstancias parezcan contrarias, es la confianza que se encuentra en aquel famoso dicho: “Tranquilo, todo rio encuentra su cauce”.
Además, nuestra Buena Madre nos llama a vivir la misericordia divina abriéndonos a su gracia: “Su misericordia se derrama de generación en generación” (Lc 1,50), y a mantenernos firmes en las promesas de Dios: “Auxilia a Israel, su siervo, acordándose de su misericordia” (Lc 1,54). Persevera que Dios no se deja ganar en generosidad. Este es el camino que llevó a María a la gloria y que puede llevarnos también a nosotros.
La mujer vestida de sol: María revestida de virtudes
El libro del Apocalipsis nos presenta una imagen llena de fuerza y belleza: “Una mujer vestida de sol, con la luna bajo sus pies y una corona de doce estrellas” (Ap 12,1). La Iglesia ve en esta mujer a María, ya gloriosa en el cielo, resplandeciente con la luz de Cristo.
Los místicos siempre han visto en las joyas que adornan a los reyes del antigüedad una evocación a las virtudes que adornan el alma. La luna bajo sus pies puede ser un símbolo de su victoria sobre la inconstancia y la fragilidad del mundo, y la corona representa la plenitud de dones que Dios ha derramado en ella por su fidelidad.
Este retrato no es sólo para admirarlo, sino también para imitarlo. San Pablo nos recuerda: “Revestíos, como elegidos de Dios, santos y amados, de entrañas de misericordia, de bondad, humildad, mansedumbre y paciencia” (Col 3,12). Revestirse de virtudes significa dejar que la gracia de Dios transforme nuestro interior hasta que Cristo se vea reflejado en nuestra vida.
María nos muestra que el “revestirse” no es cuestión de apariencia, sino de profundidad: no basta con gestos externos de piedad si el corazón no se reviste de caridad, pureza, fe y mansedumbre. El esplendor de María en el cielo es fruto de su vida de virtudes aquí en la tierra, cultivadas día a día en lo pequeño, en lo ordinario, en el silencio del hogar y en la fidelidad de cada momento.
Un ejemplo salvadoreño de humildad ensalzada: San Óscar Romero
En esta misma fecha, el 15 de agosto de 1917, nació en nuestra tierra San Óscar Arnulfo Romero. Su vida, como la de María, fue un camino de disponibilidad a Dios. Comenzó como un sacerdote sencillo, dedicado al ministerio cotidiano, y poco a poco fue siendo llamado a una misión profética que lo llevó a entregar la vida. Consideremos que aunque muchos conocen sus años como Arzobispo de San Salvador, fue por más de 20años sacerdote en san Miguel, su diócesis natal. Él no buscó honores ni protagonismo, sino ser fiel a la voz del Señor.
San Óscar nos recuerda que la humildad no es pasividad, sino fortaleza para servir y para mantenerse firme en la verdad, aunque cueste incomprensiones o persecuciones. Su grandeza estuvo en que supo escuchar a Dios en la realidad concreta del pueblo y responder con caridad pastoral.
Ahora lo contemplamos en los altares, la historia lo ha sabido reconocer como un hombre que luchó por los más pobres y vulnerables, la Iglesia nos lo presenta como un ejemplo del fidelidad al evangelio pero no olvidemos que antes ha sido la gente sencilla quien supo darle un lugar especial en su corazón, porque reconocieron la voz de Cristo Buen Pastor en él.
Con nuestra Buena Madre hoy, ambos nos muestran que la gloria verdadera no se gana por ambiciones humanas, sino por la fidelidad humilde al plan de Dios.
Para nuestra vida espiritual
La Asunción de María no es sólo un dogma para creer, sino un mensaje para vivir. Nos recuerda que nuestra meta es el cielo, y que el camino más seguro para llegar es la humildad. Vivir humildemente no es pensar menos de nosotros, sino pensar menos en nosotros y más en Dios y en los demás.
El Magníficat puede convertirse en nuestra escuela diaria: empezar cada día reconociendo que todo bien viene de Dios, agradecer sus dones, aceptar nuestras limitaciones, confiar en su justicia, ser misericordiosos y aferrarnos a sus promesas. Ese itinerario espiritual nos prepara para la eternidad.
Sigamos el ejemplo de María y de nuestros santos, caminando revestidos de virtudes y con la mirada puesta en la gloria prometida. Así, cuando llegue nuestra hora, podremos escuchar la voz de Cristo que dice: “Has sido fiel en lo poco, entra en el gozo de tu Señor” (Mt 25,21).