Homilía – XXII Domingo de Tiempo Ordinario Ciclo C
El evangelio de este domingo nos sitúa en un banquete. Jesús observa cómo los invitados buscan los primeros puestos y aprovecha la ocasión para dar una enseñanza fundamental: “El que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido”. En un gesto tan sencillo como elegir un asiento, el Señor revela la lógica del Reino de Dios, que es muy distinta de la lógica del mundo. El mundo busca honor, prestigio y reconocimiento; Dios, en cambio, mira con predilección a los pequeños, a los que no confían en sí mismos sino en Él.
Este pasaje nos recuerda inmediatamente a Cristo mismo. Él, siendo de condición divina, no retuvo para sí el ser igual a Dios, sino que se anonadó tomando la condición de siervo y se humilló hasta la muerte de cruz. Jesús es el modelo de lo que hoy enseña: no vino a ser servido, sino a servir y dar la vida por muchos. Si queremos comprender bien este evangelio, no basta pensar en normas de cortesía social; hay que contemplar a Cristo, que eligió el último lugar para abrirnos el camino de la verdadera grandeza.
Ahora bien, la enseñanza de Jesús debe encarnarse en nuestra vida diaria. La humildad no es una idea abstracta, es un modo de vivir que toca nuestras palabras, nuestros pensamientos y nuestros gestos concretos. Los maestros espirituales nos proponen ejercitarnos en la humildad, el padre Alonso Rodríguez s.j. en su obra “Ejercicios de perfección y virtudes cristianas” a través de un examen práctico de ocho puntos los ilustra, buscaré actualizarlos un poco.
El primero es no hablar de uno mismo buscando alabanzas. Un niño lo vive aprendiendo a compartir sin presumir de sus juguetes; un adolescente, resistiendo la tentación de alardear en redes sociales; un adulto, evitando la constante referencia a sus logros. Los hombres suelen buscar reconocimiento por lo que hacen, las mujeres por la estima afectiva: ambos necesitan purificar el corazón.
El segundo es no complacerse en los elogios. A todos nos gusta que nos reconozcan, pero el peligro está en vivir de la aprobación de los demás. Un joven puede agradecer un cumplido sin alimentar la vanidad, un anciano puede no aferrarse a recuerdos gloriosos del pasado, y todos podemos aprender a recibir el elogio dándoselo a Dios, que es el origen de todo bien.
El tercero es obrar con pureza de intención. Los niños lo aprenden cuando hacen la tarea no por premio, sino porque es lo correcto; los adolescentes cuando ayudan en casa sin esperar recompensa; los adultos cuando trabajan con honradez aunque nadie lo vea. Y también los ancianos cuando ofrecen su oración silenciosa por la familia. Lo esencial no es ser vistos, sino agradar a Dios.
El cuarto es no excusarse innecesariamente de las culpas. La humildad consiste en reconocer con sencillez que nos equivocamos. Un niño lo aprende cuando admite haber roto algo sin culpar al hermano; un joven, cuando acepta una corrección en la universidad o el trabajo; un adulto, cuando deja de escudarse en las circunstancias; un anciano, cuando reconoce que también puede equivocarse.
El quinto es cortar los pensamientos de soberbia. Cuántas veces nos sorprendemos comparándonos con los demás. Los adolescentes lo viven en la competencia por la apariencia, los adultos en la comparación de bienes o de éxitos. El humilde no alimenta esas fantasías, sino que agradece lo que tiene y reconoce lo que otros poseen como don de Dios.
El sexto es considerar a los demás como superiores. No significa despreciarnos a nosotros mismos, sino mirar a los demás con respeto y estima, es lo que san Pablo decía en la carta a los romanos “honrando cada uno a los otros más que a sí mismo” (Rm 12, 10) Un niño respeta a sus compañeros de juego, un adolescente valora a sus padres y maestros, un adulto escucha con apertura a quienes piensan distinto. El anciano, por su parte, reconoce y alienta el vigor de los más jóvenes.
El séptimo es aprovechar las humillaciones. La vida está llena de pequeñas ocasiones de ser contradichos, corregidos o incomprendidos. El humilde no se defiende con orgullo, sino que acoge esas situaciones como oportunidad de crecer. Perder en un juego, recibir una corrección en clase, aceptar una crítica en el trabajo o afrontar con serenidad el desprecio: todo puede ser escuela de humildad si lo unimos a Cristo.
Y el octavo es practicar actos concretos de humildad: escuchar con paciencia, pedir perdón, servir en tareas sencillas, ceder un lugar, dar gracias sinceras. En lo cotidiano, en lo pequeño y escondido, se forma el corazón humilde.
Hoy no me detengo en la segunda parte que invita a solidaridad fraterna pero no quiero dejarlo de lado. Dios no se deja ganar en generosidad, haz la prueba, parte tu pan con el hambriento, y deja que el Señor te recompense, no olvides de acumular tesoros en el cielo.
En cada Eucaristía es ya un banquete anticipado del Reino. Cuando nos acercamos a comulgar, no ocupamos el primer lugar, sino que nos presentamos como pobres necesitados y decimos: “Señor, no soy digno de que entres en mi casa”. Esa es la actitud del corazón humilde que abre las puertas a la gracia.
Pidamos hoy al Señor que nos conceda aprender de Él, que es manso y humilde de corazón, para vivir ya en esta vida lo que será plenitud en la eternidad. Que así sea.