Homilía para el XXV Domingo del Tiempo Ordinario Ciclo C
Diligentes para las cosas del cielo
En el Evangelio de hoy vemos la parábola del administrador injusto, un hombre que, al verse despedido, actúa con astucia para asegurarse el futuro. Ciertamente Jesús no aprueba el fraude que realiza, sino que reconoce su capacidad de prever. Llegando a decir“Los hijos de este mundo son más astutos en sus negocios que los hijos de la luz” (Lc 16,8).
En esto encontramos un fuerte llamado de atención: si los que buscan intereses materiales son diligentes con sus cosas, ¿cuánto más los cristianos debemos serlo cuando se trata del Reino de los cielos? San Agustín decía: “Él se preocupó por la vida que tiene un fin, y ¿no te preocupas tú por la eterna?” (Serm. 359,10).
Jesús nos invita a vivir con la misma inteligencia práctica que los hombres de negocios aplican a sus proyectos, pero no en función de lo perecedero, sino de lo eterno. La verdadera diligencia del cristiano se evidencia en como organiza la vida con vistas al Reino.
La riqueza: lícita, pero subordinada a Dios
Significa esto entonces que aspirar a crecer económicamente, tener más dinero o producir ¿son cosas malas? Podemos afirmar que no lo son en sí mismas, pero hemos de estar atentos sobre a quién quiero servir.
La Iglesia ha enseñado siempre que el trabajo honesto, la adquisición de bienes y el crecimiento económico son lícitos, e incluso necesarios para sostener a la familia y contribuir al bien común, el peligro es hacer de los bieens un fin en sí mismos. Benedicto XVI lo decía con claridad: “El lucro es naturalmente legítimo y, en una medida justa, necesario para el desarrollo económico. Pero cuando predomina la lógica del lucro absoluto, aumenta la desproporción entre ricos y pobres y una dañosa explotación del planeta” (Ángelus, 23-09-2007).
El verdadero problema aparece cuando el dinero se convierte en ídolo, cuando en lugar de ser instrumento de servicio se transforma en dueño del corazón.
Por eso, hermanos, no basta con preguntarnos si lo que hacemos es legal o rentable; debemos preguntarnos si es moralmente bueno y si contribuye a la gloria de Dios. Todo esfuerzo económico debe ponerse al servicio del Reino: el trabajo, la empresa, el ahorro y la inversión son buenos cuando colaboran al bien común y se subordinan al Señor. La riqueza no es mala en sí misma; lo malo es convertirla en ídolo.
La limosna cristiana
Un gran remedio para prevernos de este mal es el ejercicio de la limosna, esta no es simplemente dar dinero o cosas materiales; sino que es un ejercicio ascético de despojo y un auténtico acto de amor cristiano por el cual compartimos lo que hemos recibido de Dios con quienes lo necesitan. Benedicto XVI decía: “La limosna no es filantropía: es una expresión concreta de la caridad, que exige la conversión interior al amor de Dios y de los hermanos” (Mensaje de Cuaresma 2008, 3).
La limosna se procura dar sin hacer distinción de personas, alcanzando incluso al desconocido y al enemigo; se busca hacer sin afán de ostentación sino movidos por el amor a Dios y al prójimo y es personal, cada quien da de lo que tiene según su posibilidad (Zaqueo, la viuda, Pedro y su barca, hasta un vaso de agua)
Podríamos pensar en cinco beneficios que nos trae la limosna
- Purifica el corazón del apego a los bienes materiales.
- Dispone al perdón de los pecados: “La caridad cubre multitud de pecados” (1 Pe 4,8).
- Nos acerca a Dios y a los hermanos, creando vínculos de comunión.
- Abre a la misericordia divina en el juicio: “Dichosos los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia”(Mt 5,7).
- Produce alegría interior y paz espiritual, porque “hay más felicidad en dar que en recibir” (Hch 20,35).
A la luz de esta palabra que se nos da hoy pidamos al Señor hoy lo gracia de que nuestro corazón no se apega al afán de dinero y bienes materiales sino que antes bien aprendamos a ser diligentes en la búsqueda de los bienes del cielo. Que hagan mella en nuestro corazón aquellas palabras de san Agustín: “Él se preocupó por la vida que tiene un fin, y ¿no te preocupas tú por la eterna?” (Serm. 359,10).
IMG: «El Administrador injusto» de Marinus van Reymerswale