“Entre ellos os encontráis también vosotros, llamados de Jesucristo.”

(Rm 1, 1–7)

Al iniciar la lectura continuada de la carta a los Romanos, nos encontramos con un saludo que, más que una fórmula, es un verdadero compendio del Evangelio. San Pablo se presenta con tres títulos profundamente teológicos: siervo de Cristo Jesús, apóstol llamado, y apartado para el Evangelio de Dios. Cada palabra encierra una experiencia espiritual. Ser “siervo” no es un título de sometimiento, sino de pertenencia amorosa; quien se sabe amado por Cristo no se pertenece a sí mismo, sino que vive para aquel que lo llamó. En Pablo, esta identidad brota del encuentro con el Resucitado: su vida quedó marcada por una misión que no escogió, sino que le fue confiada. Este comienzo nos introduce ya en la gran temática paulina: todo en la vida cristiana nace de una llamada, de una gracia gratuita que nos invita a entrar en la comunión del Hijo.

El mensaje de Pablo a los cristianos de Roma —comunidad que no había fundado personalmente— es un testimonio del celo apostólico que desborda fronteras. Desde Corinto, donde redacta esta carta, siente el ardor de compartir la Buena Noticia con quienes viven en el corazón del Imperio. En pocas líneas resume el misterio central de la fe: Jesucristo, descendiente de David según la carne y constituido Hijo de Dios con poder según el Espíritu, ha resucitado de entre los muertos. La salvación no es una idea, sino una Persona viva que transforma la historia. Así, Pablo no ofrece teorías religiosas, sino la certeza de que el amor de Dios se ha manifestado definitivamente en Cristo, y que todos los pueblos están llamados a participar de esta salvación.

Este saludo inicial prepara el terreno para los grandes temas que recorrerán toda la carta: la justificación por la fe, la fuerza de la gracia y la vida nueva del creyente. La fe, en la visión paulina, no es solo adhesión intelectual, sino respuesta confiada al amor divino. Ser “justificado” no significa ser declarado inocente por nuestras obras, sino transformado por la misericordia. El cristiano vive de la gracia, no de los méritos propios. Por eso, al afirmar que “entre ellos os encontráis también vosotros”, Pablo nos incluye en esa comunidad llamada a la santidad. Cada bautizado participa del mismo misterio: hemos sido elegidos, no por lo que hicimos, sino por lo que Dios quiso obrar en nosotros. La santidad no es privilegio de unos pocos, sino vocación universal.

La carta a los Romanos fue escrita para una comunidad concreta, pero atraviesa los siglos y llega hoy a nosotros. La Iglesia, fiel a la misión de los apóstoles, continúa enseñando y alimentando la fe del Pueblo de Dios. Hoy lo hace a través de medios muy diversos: catequesis, documentos, conferencias, videos, podcasts, redes sociales y encuentros comunitarios. Todos estos recursos son expresiones del mismo deseo de Pablo: que el Evangelio llegue a todos los corazones. “Creo para entender y entiendo para creer”, decía san Anselmo, recordándonos que la fe busca siempre comprender mejor al Dios que ama. Por eso, formarse no es un lujo espiritual, sino una necesidad vital para quien desea seguir a Cristo con madurez y coherencia.

El conocimiento de la fe no consiste en acumular información religiosa, sino en entrar en un encuentro personal con Jesucristo, que es la Verdad viva. A través del estudio, la oración y el testimonio, el creyente va siendo configurado con Él. Cristo no solo nos enseña qué creer, sino cómo vivir lo que creemos. En tiempos donde abundan las opiniones y escasea la verdad, la Iglesia sigue ofreciendo el mismo anuncio de Pablo: somos llamados de Jesucristo, invitados a vivir la fe con alegría, inteligencia y entrega. Que esta lectura diaria de la carta a los Romanos sea para nosotros una escuela de vida en el Espíritu, donde el Evangelio transforme nuestro modo de pensar, sentir y actuar.

¿Cómo acojo la formación en la fe que la Iglesia continuamente me hace llegar?

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