Virtudes intelectuales y morales

Síntesis elaborada con el apoyo de inteligencia artificial del Curso Santo Tomás de Aquino II, Academia Dominicana. (Capítulo IV)


Introducción

En el capítulo anterior profundizamos en el concepto de hábito y en su función como cualidad estable que perfecciona las potencias del alma, especialmente la razón y la voluntad. Ahora, siguiendo el mismo hilo formativo, iniciamos el capítulo cuarto dedicado a las virtudes intelectuales y morales. Partimos de lo ya afirmado: una virtud es una disposición habitual y firme a hacer el bien; Santo Tomás enseña en la Suma TeológicaPrima Secundae, cuestión cincuenta y cinco, artículo dos, que la virtud se define en orden al bien y es un hábito por el cual se obtiene el bien. El Catecismo, al resonar esta enseñanza, recuerda que la virtud permite realizar actos buenos y dar lo mejor de sí. Desde aquí atenderemos la clasificación propuesta: virtudes del entendimiento, adquiridas por instrucción y ejercicio, ordenadas a la perfección del conocimiento; y virtudes del alma, también adquiridas por ejercicio y repetición, orientadas a perfeccionar las facultades, en particular los apetitos. Este marco prepara la comprensión posterior de las virtudes teologales y cardinales, pero hoy nos detenemos en el fundamento intelectual y moral que sostiene todo el edificio. Lo central es ordenar el conocer y el obrar hacia el bien. Este marco responde a la intención de formar hábitos firmes. Se mantiene la primacía del fin y la rectitud de los medios. Así se consolida una disposición estable y connatural. El criterio permanece: verdad conocida y elección recta.


Marco general y virtudes del entendimiento


Hablar de virtudes intelectuales y morales requiere retomar el criterio central: la virtud siempre mira al bien. En la vida cotidiana solemos escuchar más sobre virtudes teologales y cardinales; sin embargo, Tomás introduce primero la distinción entre intelectuales y morales porque toda virtud se enmarca en un ámbito moral, aunque su raíz inmediata sea el entendimiento o el apetito. Las virtudes intelectuales son hábitos del entendimiento que surgen del ejercicio y de la instrucción, con una finalidad clara: alcanzar y perfeccionar el conocimiento, es decir, acceder a la verdad de las cosas. Las virtudes morales, por su parte, son hábitos del alma que también nacen del ejercicio y la repetición; buscan perfeccionar las facultades del hombre, especialmente los apetitos inferiores, donde residen las pasiones. Junto a ellas, se ubican las virtudes teologales, don de Dios para obrar según su voluntad. Nos concentraremos en los hábitos del entendimiento y del alma, preparando la comprensión de cómo, desde aquí, se estructuran la prudencia, la justicia, la fortaleza y la templanza, sin separar nunca el conocimiento verdadero de la recta elección del bien. Lo central es ordenar el conocer y el obrar hacia el bien.


Las virtudes intelectuales reciben también el nombre de dianoéticas, porque capacitan al intelecto para obrar en la búsqueda y el conocimiento de la verdad tanto teórica como práctica. Tomás advierte que no basta con opiniones precipitadas ni con reacciones emocionales: conocer implica descubrir la verdad de las cosas, su sentido, finalidad y contexto. Por eso insiste en estudiar, dialogar, leer y enseñar, para arrancar prejuicios y captar los primeros principios. Estas virtudes se dividen en dos grupos. Primero, las de conocimiento especulativo: ciencia, sabiduría e inteligencia o entendimiento. La ciencia perfila el raciocinio desde estructuras exactas; el entendimiento contempla los primeros principios; la sabiduría juzga y ordena el saber, conduciendo la vida hacia la caridad. Segundo, las virtudes intelectuales prácticas u operativas, que orientan la conducta para producir obras buenas y útiles. Aquí destacan el arte y la prudencia, que trasladan la verdad conocida a la acción concreta, de modo responsable y conforme al bien. Este marco responde a la intención de formar hábitos firmes. Se mantiene la primacía del fin y la rectitud de los medios. Así se consolida una disposición estable y connatural.


El arte, entendido como disposición innata o adquirida, perfecciona habilidades humanas referidas a lo fáctico, útil y estético. Tomás distingue una producción exógena, visible en artes mecánicas como agricultura o cacería, y una producción endógena vinculada a las artes liberales del trivium y quadrivium, propias del contexto universitario medieval. Ambas muestran cómo el conocimiento especulativo se traduce en práctica: la teoría ilumina el hacer, y el hacer confirma y depura la teoría. En este mismo nivel práctico se ubica la prudencia, virtud intelectual que dirige la acción responsablemente, eligiendo lo conveniente según razón. Aunque después la estudiaremos con mayor amplitud, aquí basta señalar que la prudencia une conocimiento verdadero y recta decisión, sirviendo de puente entre el entender y el obrar. Todo este bloque intelectual no se opone a la moralidad, sino que la prepara: sin verdad conocida, el bien elegido se queda sin fundamento; sin decisión recta, la verdad permanece estéril en la vida. El criterio permanece: verdad conocida y elección recta. Todo tiende a la perfección humana entendida como configuración con lo bueno.


Antropología práctica y virtudes del alma


Para comprender las virtudes morales, el texto retoma la antropología de fondo: el ser humano, según el hilemorfismo aristotélico, es compuesto de materia y forma, y su alma cumple funciones vegetativa, sensitiva e intelectual. En el ámbito sensitivo se sitúan los sentidos internos, la imaginación, el sentido común y los apetitos sensibles: concupiscible e irascible, con pasiones como amor, odio, gozo, tristeza, esperanza, desesperación, temor e ira. En el ámbito intelectual residen el entendimiento, la razón teórica y práctica, y el apetito racional llamado voluntad. La vida moral acontece justamente en el encuentro de razón y voluntad, de conocimiento y deseo, de libertad y fin. Por eso las virtudes morales perfeccionan el apetito, ordenándolo al bien que la razón presenta. No se trata de negar las pasiones, sino de educarlas para que sirvan al bien. La virtud moldea interiormente, vuelve connatural el obrar bueno y hace posible una vida unificada. La práctica perseverante robustece lo aprendido y lo vivido. La libertad obra mejor cuando está educada por hábitos buenos. La docilidad a la razón evita errores nacidos de impulsos. La finalidad guía las opciones concretas de cada día


Tomás distingue un apetito superior, propio de la voluntad, que conoce el bien en general, y un apetito inferior, sensitivo, que coordina deseos e instintos presentes en hombres y animales. Los actos por instinto reclaman ser discernidos por la razón, porque no siempre convienen al fin debido. Aquí la virtud moral entra como fuerza formativa: perfecciona la voluntad y educa las pasiones, haciendo que lo difícil se vuelva posible y hasta gustoso. La justicia perfecciona el apetito superior, inclinando a dar a cada uno lo suyo. La templanza y la fortaleza ordenan los apetitos inferiores, moderando placeres y sosteniendo el ánimo ante el peligro o la adversidad. La prudencia, aunque intelectual, está implicada en toda elección moral, pues señala el medio conveniente. Tener virtudes no significa carecer de lucha interior; significa disponer de hábitos firmes que guían, encauzan y elevan nuestros movimientos hacia el bien. Lo central es ordenar el conocer y el obrar hacia el bien. Este marco responde a la intención de formar hábitos firmes. Se mantiene la primacía del fin y la rectitud de los medios.


Las virtudes no están aisladas. La prudencia conduce a la justicia, a la templanza y a la fortaleza, y ellas, a su vez, fortalecen la prudencia haciéndola más concreta y realista. Tomás advierte sobre el conflicto entre lo que la inteligencia reconoce y lo que la voluntad desea: podemos saber que ser justos es recto y, sin embargo, sentir resistencia a confesar una culpa por temor al regaño. Precisamente ahí operan las virtudes morales, edificando un carácter capaz de inclinarse al bien aun cuando cueste. En la vida comunitaria, por ejemplo, la prudencia evita que el afecto por un amigo distorsione el juicio; la justicia recuerda el bien de todos; la templanza regula impulsos; la fortaleza sostiene decisiones difíciles. Así, lo moral no se separa de lo intelectual: el juicio recto necesita hábitos que lo vuelvan posible, estable y gozoso, transformando la persona desde dentro. Así se consolida una disposición estable y connatural. El criterio permanece: verdad conocida y elección recta. Todo tiende a la perfección humana entendida como configuración con lo bueno.


Adquisición, elección y primacía de la prudencia


El crecimiento de los hábitos se verifica en la práctica. Tomás distingue hábito de costumbre: ponerse la corbata cada mañana es una costumbre; ejercitar diariamente un instrumento hasta dominarlo es un hábito que perfecciona. Los hábitos también pueden apoyarse en disposiciones innatas, pero requieren ser robustecidos por la repetición perseverante. En el orden moral, los hábitos buenos son virtudes; los malos son vicios, que desordenan el apetito y oscurecen la razón. La indiferencia, por ejemplo, vuelve opaco el corazón ante el dolor ajeno y dificulta el juicio recto. De ahí la insistencia en orientar la vida hacia el bien, realizando actos buenos que, reiterados, consolidan una disposición estable. La virtud no es rigidez mecánica, sino libertad afinada, capaz de elegir lo que conviene al fin debido y de encontrar gozo en ello. Asume la complejidad de situaciones diversas, sin abdicar del criterio recto. Este marco responde a la intención de formar hábitos firmes. Se mantiene la primacía del fin y la rectitud de los medios. Así se consolida una disposición estable y connatural. La práctica perseverante robustece lo aprendido y lo vivido.


Una cuestión decisiva que plantea Tomás es si puede existir virtud moral sin virtud intelectual. Responde que puede faltar la sabiduría, la ciencia o el arte, pero no el entendimiento y la prudencia. La virtud moral es un hábito electivo: exige buena elección. Para elegir bien se requieren dos cosas. Primero, la intención debida del fin: conocer, desde principios naturalmente asequibles, qué es verdaderamente bueno en un orden especulativo básico. Segundo, escoger rectamente los medios conducentes al fin: la prudencia, como recta razón de lo factible, verifica posibilidades mediante consejo, juicio e imperio. Un ejemplo sencillo lo muestra: elegir un computador implica conocer su finalidad y sus características, y considerar el presupuesto disponible. La ciencia describe funciones; el entendimiento capta lo esencial; la prudencia adecua medios y posibilidades, evitando decisiones imprudentes. El criterio permanece: verdad conocida y elección recta. Todo tiende a la perfección humana entendida como configuración con lo bueno.


En consecuencia, la prudencia aparece como bisagra entre el orden intelectual y el moral. Dirige la acción concreta, ajustando lo conocido a lo posible y conveniente, sin traicionar el fin debido. Desde este punto, se entiende que la virtud moral, aunque pueda prescindir de ciertas virtudes intelectuales, no puede vivir sin entendimiento ni prudencia. Una gobierna el inicio de la elección, iluminando el fin; la otra gobierna el tránsito, configurando los medios. Así, el edificio de las virtudes se sostiene: las intelectuales aseguran verdad; las morales aseguran rectitud del deseo; y todas, juntas, conducen a obrar bien. Este marco permite avanzar hacia la exposición detallada de prudencia, justicia, fortaleza y templanza, y, en su momento, hacia las virtudes teologales. Nuestro camino proseguirá, siempre desde la práctica, confirmando que conocer la verdad y elegir el bien constituyen la misma tarea formativa. La libertad obra mejor cuando está educada por hábitos buenos. La docilidad a la razón evita errores nacidos de impulsos. La finalidad guía las opciones concretas de cada día.


Conclusión

El recorrido de este capítulo ha mostrado la doble raíz del obrar bueno: verdad conocida y bien elegido. Las virtudes intelectuales —especulativas y prácticas— perfeccionan el entendimiento para que alcance la verdad y conduzca la acción; ciencia, entendimiento, sabiduría, arte y prudencia ordenan el conocer y el hacer. Las virtudes morales perfeccionan la voluntad y educan los apetitos: justicia para el superior; templanza y fortaleza para los inferiores, siempre en diálogo con la prudencia. Los hábitos crecen por la práctica, y su calidad depende del fin: si orientan al bien, se vuelven virtudes; si desvían, se vuelven vicios. Tomás recuerda que la virtud moral no subsiste sin entendimiento y prudencia, porque elegir bien exige intención recta del fin y selección adecuada de medios. Con este fundamento, podemos pasar a considerar cada virtud con detalle, sabiendo que todas convergen en formar una vida unificada, libre y ordenada al bien. Este marco responde a la intención de formar hábitos firmes. Se mantiene la primacía del fin y la rectitud de los medios. Así se consolida una disposición estable y connatural.


📘 Curso Santo Tomás de Aquino II — Academia Dominicana
✍️ Notas elaboradas con el apoyo de inteligencia artificial (IA) bajo supervisión académica.