Fiesta de la Dedicación de la Basílica de San Juan de Letrán
1. Exordio
Queridos hermanos, hoy no celebramos un edificio, sino su consagración al culto divino. Recordamos aquel día en que una construcción humana fue dedicada para siempre al servicio de Dios. Cada templo que la Iglesia dedica nos recuerda que lo visible y lo espiritual no están separados: Dios ha querido tener una morada entre nosotros. Por eso esta fiesta nos lleva a contemplar el misterio de la Iglesia, que es la verdadera casa de Dios edificada con piedras vivas, donde Cristo mismo habita y santifica a su pueblo.
2. ¿Qué celebramos?
La Basílica de San Juan de Letrán fue dedicada al culto el 9 de noviembre del año 324 por el Papa Silvestre I, poco después del Edicto de Milán, cuando el cristianismo dejó de ser perseguido. Fue el primer templo cristiano levantado en Roma, sobre terrenos de la familia Laterani, y está dedicada a Cristo Salvador, aunque más tarde se añadieron los nombres de San Juan Bautista y San Juan Evangelista.
Su fachada lleva una inscripción que resume su valor simbólico:
“Sacros Lateran Eccles Omnium Urbis et Orbis Ecclesiarum Mater et Caput”,
es decir: “La Santísima Iglesia Lateranense, Madre y Cabeza de todas las Iglesias de la ciudad y del mundo.”
Porque esta basílica es la catedral del Papa, el Obispo de Roma, y por tanto signo visible de la comunión de toda la Iglesia. Desde allí, el Sucesor de Pedro ejerce su ministerio pastoral como garante de la unidad de la fe. Celebrar esta fiesta, entonces, es renovar nuestra pertenencia a la Iglesia universal y reconocer que Cristo edifica su Cuerpo sobre la roca de Pedro.
3. A la luz de la Palabra
El Evangelio de san Juan nos narra que Jesús sube al Templo de Jerusalén y encuentra allí vendedores de animales y cambistas. Aquella actividad, aunque permitida por las autoridades religiosas, había desvirtuado el sentido sagrado del lugar: la casa de oración se había transformado en un mercado. Jesús, entonces, realiza un gesto profético: hace un látigo de cuerdas, expulsa a los mercaderes y proclama:
“No conviertan en un mercado la casa de mi Padre.”
Este acto no es un arrebato de ira humana, sino una revelación mesiánica. Como explica Benedicto XVI, Cristo no destruye el templo: lo purifica y lo transforma. Su gesto anuncia que el tiempo de los sacrificios materiales está llegando a su plenitud. En adelante, el culto verdadero se ofrecerá en Él mismo, porque su cuerpo será el nuevo santuario donde Dios y el hombre se encuentren. Por eso, cuando Jesús dice: “Destruyan este templo y en tres días lo reconstruiré,” san Juan aclara: “Él hablaba del templo de su cuerpo.”
El templo material de Jerusalén era un signo anticipado del misterio que ahora se cumple: en la humanidad de Cristo habita la plenitud de la divinidad (cf. Col 2,9). Él es el lugar donde se ofrece el sacrificio perfecto, donde se eleva la oración más pura, donde la presencia de Dios se manifiesta plenamente. Así, Cristo mismo es el nuevo y definitivo Templo, y la Iglesia, su Cuerpo, prolonga en la historia esa presencia viva del Dios encarnado.
Cuando miramos nuestros templos parroquiales o ermitas, debemos entenderlos a la luz de esta verdad: no son simples edificios religiosos, sino signos visibles de la presencia de Cristo entre su pueblo. En ellos el Señor nos congrega, nos habla en su Palabra, nos comunica su gracia en los sacramentos. Entrar a una iglesia es, en realidad, entrar al misterio de Cristo mismo, que habita y se ofrece en medio de nosotros.
Profundizando aún más san Pablo nos recuerda:
“¿No saben que ustedes son templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en ustedes?” (1 Co 3,16).
Con estas palabras, nos enseña que el verdadero templo no se limita a las piedras visibles, sino que se edifica en los corazones de los bautizados. Por el bautismo, hemos sido hechos templos del Espíritu Santo, morada de Dios en el mundo. Cada uno de nosotros es una piedra viva en la gran construcción de la Iglesia (cf. 1 P 2,5).
El Catecismo lo resume así:
“Cristo es el verdadero Templo de Dios, el lugar donde reside su gloria; por la gracia, los cristianos son también templos del Espíritu Santo, piedras vivas con las que se construye la Iglesia.” (CEC 1197)
Por eso, esta fiesta nos llama a custodiar dos cosas: la santidad interior, donde Dios habita, y la unidad visible, que nos mantiene en comunión con los hermanos. La Iglesia no es una suma de individuos religiosos, sino una familia espiritual edificada sobre la caridad y la fe. Como dice el Papa Benedicto: “El celo de Jesús no destruye; sana. Él viene con la fuerza del amor que purifica y renueva.”
4. Tres propuestas prácticas
Primero, conocer y amar al Papa.
Él es el Sucesor de Pedro, Pastor universal y signo de unidad. En una era de tantas opiniones dispersas, estar atentos a su palabra nos ayuda a permanecer firmes en la verdad del Evangelio. Propongámonos orar por él, leer sus mensajes y dejar que su enseñanza ilumine nuestra fe.
Segundo, fortalecer el vínculo con nuestra parroquia.
Nuestra comunidad local es el rostro concreto de la Iglesia. Allí nos encontramos con Cristo en los sacramentos y con los hermanos en la vida fraterna. No basta “ir al templo”; hay que ser parte del templo, colaborar, participar, servir. Ser discípulo es también ser miembro activo del Cuerpo de Cristo.
Tercero, custodiar el templo interior y fomentar la comunión.
El corazón humano es el santuario donde habita Dios. Es preciso examinarlo, limpiarlo del ruido, del egoísmo y del pecado, para que el Espíritu Santo pueda habitar en paz. Pero ese cuidado interior se prueba en la relación con los demás. Custodiar el templo interior implica también abrirse al otro, escuchar, perdonar, acompañar. El Espíritu que vive en nosotros es el mismo que nos une; y quien construye comunión, está cuidando el templo de Dios que somos todos.
5. Conclusión
La Basílica de Letrán nos recuerda que Dios habita en medio de su Iglesia, tanto en los templos consagrados como en los corazones que se dejan habitar. Que esta fiesta nos ayude a redescubrir el don de ser piedras vivas en un edificio espiritual sostenido por la caridad y guiado por la comunión con Pedro.
Pidamos al Señor la gracia de
vivir como templos santos del Espíritu, de cuidar la comunión fraterna y de adorar a Dios en espíritu y en verdad, para que el mundo vea en nosotros su presencia viva. Amén.