El tratado de la Fe

En el capítulo anterior comprendimos que la fe, la esperanza y la caridad constituyen la estructura interior de la vida cristiana; son hábitos infundidos por Dios que permiten al alma elevarse más allá de sus capacidades naturales y vivir según el dinamismo de la gracia. Ahora corresponde profundizar en la primera de estas virtudes teologales, aquella que abre la puerta a todas las demás: la fe. Ya habíamos visto que la fe reside en el entendimiento y que su acto fundamental consiste en adherirse a lo que Dios revela. Sin embargo, esa descripción inicial necesita ser ampliada, porque en el lenguaje común la palabra “fe” se usa con significados muy distintos a los que Santo Tomás asigna a la virtud teologal. No es lo mismo “creer en uno mismo” que creer en Dios; no es igual confiar en un país, un proyecto o un ideal humano que asentir con certeza a la verdad divina. Esta diferencia exige ser comprendida con precisión, especialmente porque Tomás estudia el acto de fe con gran rigor en la Suma Teológica, dentro del tratado de la secunda secundae, donde muestra que la fe es una gracia que supera, pero no destruye, la inteligencia humana. En este capítulo profundizaremos en esa estructura, distinguiendo la fe humana de la teologal, el acto interior del asentimiento y las dos dimensiones de la fe: la doctrinal y la existencial


Fe humana y fe teologal según Santo Tomás

El lenguaje cotidiano utiliza la palabra “fe” para expresar confianza en realidades puramente humanas: “creo en mi país”, “cree en ti mismo”, “cree en tus sueños”. Este tipo de fe —que Santo Tomás llamaría fe humana— es un ejercicio plenamente natural: se funda en la experiencia, la observación, la valoración razonable de hechos o personas. Cuando alguien dice “creo en mi país”, lo que verdaderamente afirma es: “confío en la institución, en la historia, en la gente que lo compone”. Esa confianza se apoya en la inteligencia humana, que ve motivos para esperar algo. Se trata de un asentimiento proporcionado a lo que la razón puede entender. Todo en la fe humana, por tanto, nace de la capacidad natural del hombre: su inteligencia analiza, su voluntad decide y su confianza se apoya en lo que conoce. Esta fe es valiosa en su campo, pero no trasciende los límites humanos: no puede ofrecer certezas absolutas, ni abrir al alma a realidades que superan su mirada. Por eso Santo Tomás distingue cuidadosamente esta “fe de confianza humana” de la fe teologal, cuyo origen no está en el hombre sino en Dios mismo. Comprender esta distinción es fundamental para avanzar en el tratado de la fe, porque evita confundir el dinamismo psicológico de creer con el dinamismo sobrenatural del asentimiento teologal.

La fe teologal es radicalmente distinta porque su iniciativa no procede del ser humano. En la fe teologal, Dios mismo toma la iniciativa: Él se revela exteriormente a través de sus obras —la creación, la historia de Israel, la plenitud en Jesucristo y el testimonio permanente de la Iglesia—; y al mismo tiempo actúa interiormente en el corazón del creyente para que pueda asentir a esa revelación. Así, mientras en la fe humana la inteligencia precede al asentimiento, en la fe teologal la inteligencia necesita ser movida por Dios para poder afirmar con certeza lo que excede su comprensión. Esto no significa que la fe sea irracional: Dios proporciona evidencias externas suficientes para que la razón reconozca que la revelación no es absurda. Sin embargo, como aquello que Dios revela supera infinitamente las fuerzas del entendimiento humano —pues ningún ángel ni espíritu creado puede comprender completamente quién es Dios—, el alma necesita una moción interior del Espíritu Santo que la lleve a afirmar como verdadero lo que por naturaleza no podría alcanzar. Esa moción interior no sustituye la inteligencia, sino que la eleva, permitiéndole un asentimiento más firme que cualquier certeza humana. Aquí se revela el carácter propiamente teologal de la fe: es un don gratuito que permite recibir una luz que no nace del hombre, sino de Dios.

Santo Tomás estudia esta dinámica en el tratado de la fe de la secunda secundae y concluye que el acto de fe tiene una estructura profundamente armoniosa: la revelación externa despierta la inteligencia y la mueve a considerar los signos de Dios en la historia; la gracia interior inclina la voluntad para que esta impulse al entendimiento hacia un asentimiento seguro. Por eso Tomás enseña que, en la fe, el entendimiento y la voluntad colaboran bajo el influjo del Espíritu Santo. La inteligencia reconoce las señales —los hechos de la historia de la salvación, el testimonio de la Iglesia, la coherencia interna del Evangelio—; pero la certeza plena, más firme que cualquier conocimiento natural, proviene del impulso de la voluntad movida por Dios. Así, creer es un acto simultáneamente humano y divino: humano, porque participa la inteligencia y la libertad del hombre; divino, porque es Dios quien hace posible ese asentimiento. Esta estructura muestra que la fe no es solo un sentimiento ni una emoción religiosa: es un acto profundo por el cual el alma se abre a la verdad divina que la supera. Si la fe humana se apoya en motivos evidentes para la razón, la fe teologal se apoya en la autoridad misma de Dios que se revela, y por eso alcanza un grado de certeza superior al de cualquier ciencia humana.


El acto de fe: asentimiento, moción interior y certeza sobrenatural

A diferencia del conocimiento natural, el acto de fe teologal implica un asentimiento que la inteligencia por sí sola no podría dar. Cuando un profesor explica una verdad científica, el discípulo asiente porque ha comprendido racionalmente lo que se le enseña. Ese es un asentimiento humano. Pero cuando Dios revela lo que está por encima de la razón —su vida íntima, su voluntad salvífica, el misterio de Cristo—, la inteligencia humana no puede comprender plenamente aquello que se le propone. No puede abarcar a Dios. Sin embargo, el creyente afirma esa verdad con una certeza mayor que la que tiene respecto de las ciencias humanas. ¿Cómo es posible una certeza más alta que la que proviene de la evidencia racional? Santo Tomás responde: porque en la fe es Dios mismo quien mueve interiormente al hombre para asentir. El impulso interior del Espíritu Santo, que Tomás llama “moción divina”, inclina la voluntad para que esta a su vez oriente el entendimiento hacia un asentimiento firme. La inteligencia colabora, pero su fuerza proviene de Dios. Por eso Tomás dice que la fe es al mismo tiempo acto humano y don sobrenatural. El asentimiento se vuelve seguro porque no depende de la capacidad humana de comprender, sino de la fidelidad de Dios que revela y del Espíritu que mueve al creyente.

A partir de esta estructura, Tomás enseña que la fe tiene dos dimensiones inseparables: una dimensión doctrinal, que se refiere al contenido concreto de la revelación; y una dimensión existencial, que se refiere al modo como el creyente vive según aquello que cree. La dimensión doctrinal incluye los artículos del Credo y todas las verdades que la Iglesia enseña como reveladas por Dios. Son afirmaciones precisas: Dios es uno y trino, Jesucristo es verdadero Dios y verdadero hombre, el Espíritu Santo habita en la Iglesia, Cristo está realmente presente en la Eucaristía, y así sucesivamente. Estas verdades no son opcionales ni pueden relativizarse, porque proceden de la autoridad divina. Pero Tomás insiste en que la fe no se reduce a conocer doctrinas: debe traducirse en una forma concreta de existencia. Por eso la fe implica también confianza, entrega y obediencia. Esta dimensión existencial se manifiesta especialmente cuando el creyente afronta la enfermedad, el sufrimiento o la muerte: quien vive sin fe percibe el dolor como absurdo y la pérdida de capacidades como humillación; quien tiene fe puede unir su dolor al de Cristo, ver en el desgaste del cuerpo una preparación para el encuentro con Dios y encontrar sentido donde la simple razón no puede hallarlo. Esta diferencia vital revela la fuerza transformadora de la fe.

Desde esta comprensión, Tomás rechaza la idea de que la fe pueda reducirse a conocimiento intelectual. Para él, una fe que no transforma la vida es una fe incompleta, semejante a la de los demonios, que conocen muchas verdades sobre Dios pero no lo aman ni le obedecen. La fe cristiana, en cambio, debe manifestarse en obras, tal como enseña la carta de Santiago: “la fe sin obras está muerta”. El acto de fe engloba, pues, toda la persona: inteligencia que acepta, voluntad que se entrega, vida que cambia. Por eso Pablo afirma que “la fe obra por el amor”. Esta dimensión existencial no niega la importancia de la doctrina; al contrario, la reclama. Si el contenido de la fe es Dios mismo que se revela, despreciar la doctrina es despreciar a Dios. Tomás subraya que renunciar a una sola verdad revelada pone en peligro la totalidad del acto de fe, porque todas las verdades se sostienen mutuamente en la unidad del misterio. De aquí surge un peligro espiritual grave: el Cristo inventado, una figura fabricada según preferencias personales, distinta del Cristo real que se ha revelado en la historia y cuyo rostro guarda la Iglesia. La sana doctrina es la garantía de que nuestra fe se dirige al verdadero Cristo y no a una construcción subjetiva.


La importancia de la doctrina y la unidad de la fe

Una mala comprensión de la fe lleva a pensar que la doctrina es un asunto secundario o incluso que provoca división entre los cristianos. Santo Tomás enseña lo contrario: la doctrina es esencial porque manifiesta quién es Dios y cómo ha querido salvarnos. Por eso, renunciar a ella equivale a renunciar a la revelación misma. Tomás subraya que ninguna búsqueda de unidad puede lograrse sacrificando la verdad revelada: la caridad nunca debe comprometer la verdad. De hecho, las diferencias doctrinales tienen repercusiones directas en la vida moral. Por ejemplo, si un cristiano no cree en la presencia real de Cristo en la Eucaristía, no verá la adoración eucarística como un acto de amor, sino como un gesto vacío o incluso idolátrico. Si un cristiano no reconoce la autoridad del Papa como servicio de unidad, su modo de vivir la comunión eclesial será distinto. Estas diferencias no son simples opiniones: reflejan distintas recepciones de la revelación divina. Por eso Tomás insiste en que la doctrina no debe esconderse ni relativizarse. La unidad verdadera solo puede construirse en la verdad que Dios ha revelado, no en una reducción al mínimo común denominador. El amor cristiano exige claridad doctrinal, porque solo la verdad libera y sostiene la comunión auténtica.

La doctrina no es un catálogo abstracto de conceptos. Es memoria viva de lo que Dios ha hecho y dicho. Por eso, cuando alguien piensa que puede prescindir de partes del Credo para favorecer la armonía entre cristianos, está debilitando su propia fe. Tomás señala que la doctrina forma la base de la moral: según se entienda quién es Dios, quién es el hombre y cuál es el sentido de la creación, así será la conducta que se considere buena o mala. Por ejemplo, si se comprende el cuerpo humano como templo del Espíritu Santo, la moral sexual tendrá una estructura coherente con esa dignidad; si se reduce el cuerpo a instrumento de placer, la conducta se deformará. La doctrina, entonces, no es un obstáculo para la vida espiritual, sino su fundamento. Abandonarla es abrir la puerta a un cristianismo diluido, incapaz de transformar la vida. Santo Tomás previene contra la tentación de fabricar un Cristo a medida, adaptado a los gustos personales. Ese Cristo imaginado no puede salvar ni santificar, porque no es el Cristo real revelado en el Evangelio. Solo la doctrina auténtica preserva la verdad del Dios vivo y permite que la fe se mantenga firme, luminosa y fecunda.

Desde esta perspectiva, la fe exige una adhesión integral a la revelación, sin seleccionar lo que resulta más fácil o más aceptable culturalmente. Tomás enseña que la fe es una virtud unitaria: aunque esté compuesta por múltiples artículos, todos ellos se sostienen mutuamente porque hacen referencia a la misma autoridad divina. Negar uno es debilitar todos. La doctrina, entonces, no es un peso sino una protección: salvaguarda al creyente de distorsionar la imagen de Dios, de reducir el Evangelio a filosofía moral o de convertir el cristianismo en una espiritualidad subjetiva. Además, la doctrina ilumina la vida concreta: enseña a sufrir con Cristo, a interpretar la enfermedad, la pérdida o la muerte desde la esperanza, y a vivir las exigencias morales como caminos de libertad. Una fe sin doctrina es vulnerable, cambiante y frágil; una fe sin vivencia es estéril y muerta. Santo Tomás nos muestra la armonía entre ambas dimensiones: conocer lo que Dios ha revelado y vivir según ese conocimiento. Esta unidad es el corazón del tratado de la fe: recibir de Dios la verdad y apoyarse en Él con tal certeza que la vida entera se configure según esa luz. Por eso la fe es el inicio de la salvación, la puerta que abre a la esperanza y a la caridad.


Conclusión

El tratado de la fe, según Santo Tomás de Aquino, revela la grandeza del don que Dios concede al creyente. La fe teologal no es un sentimiento ni un acto puramente humano, sino un don por el cual Dios ilumina la inteligencia, mueve la voluntad y permite afirmar con certeza realidades que superan toda comprensión natural. Esta virtud posee dos dimensiones inseparables: la doctrinal, que asegura la fidelidad a la revelación divina, y la existencial, que transforma la vida y permite enfrentar la enfermedad, el sufrimiento o la muerte con una mirada nueva. La fe es la base de la vida cristiana; sin ella, no se puede esperar ni amar según Dios. Es la puerta por la cual se ingresa a la vida de la gracia y el fundamento sobre el que se sostienen todas las demás virtudes. Por eso Santo Tomás insiste en custodiar la sana doctrina y en vivir según ese don, evitando reducir el cristianismo a emoción o a filosofía. La fe auténtica reconoce, confía y obedece. Y esa fe es la que hace posible comprender el misterio de Dios, recibir su salvación y entregar la vida entera en sus manos.


*Este capítulo forma parte del Curso de Santo Tomás de Aquino de Academia Dominicana. Las notas han sido elaboradas con el apoyo de herramientas de inteligencia artificial y revisadas para garantizar fidelidad doctrinal y coherencia académica.