Las virtudes teologales

En el capítulo anterior profundizamos en las virtudes cardinales, aquellas que, dentro del orden moral natural, ordenan y perfeccionan nuestras potencias para obrar con rectitud. Sin embargo, Santo Tomás subraya que la vida cristiana no se agota en la perfección de la naturaleza: existe una vida nueva —la vida divina comunicada por la gracia— que no destruye la naturaleza humana, sino que la plenifica y la conduce a su fin último: la unión con Dios. Esa vida nueva exige nuevas capacidades, nuevos hábitos, que no nacen del ejercicio humano, sino de la acción misma de Dios en el alma. Aquí entran en escena las virtudes teologales, las primeras en el orden sobrenatural, las que orientan directamente al creyente hacia Dios y permiten comprender, desear y amar todo según Él. Como enseñaba Tomás, así como el recién nacido humano debe desarrollar sus potencias naturales, el bautizado debe desplegar las potencias nuevas infundidas por la gracia. Esa dinámica de crecimiento interior, análoga a la vida natural pero superior por su origen, constituye el fundamento de este capítulo, donde exploraremos cómo fe, esperanza y caridad estructuran desde dentro la existencia cristiana y modelan todas las demás virtudes, convirtiéndose en el corazón de la vida espiritual.


La fe: hábito infuso del entendimiento que permite acoger la revelación de Dios

Para Santo Tomás de Aquino, la vida cristiana comienza por la acción gratuita de Dios que infunde en el alma una vida nueva. Esa vida de la gracia toca primero la facultad más alta del ser humano: el entendimiento. Así nace la virtud teologal de la fe, un hábito infuso que no proviene del esfuerzo natural del hombre, ni del estudio, ni de la repetición, sino directamente de Dios. Tomás explica que creer no es un mero sentimiento religioso ni una confianza ciega, como a veces se entiende en el lenguaje popular; es, ante todo, adherirse con el entendimiento a lo que Dios ha revelado. Dios, movido por su bondad, se da a conocer en la historia de la salvación: en la Escritura, en la Tradición y en el testimonio de la Iglesia. La fe es el hábito que permite aceptar esa revelación como verdadera, aun cuando exceda las capacidades de la razón. No las destruye, sino que las eleva. Para que esta aceptación sea real, no basta una adhesión intelectual abstracta: Tomás insiste en que el acto de fe debe llevar a transformar la vida según lo que se cree. Por eso, la fe es un acto del entendimiento que, una vez iluminado por la gracia, orienta toda la existencia hacia el Dios que se manifiesta.

La fe es un hábito que reside en el entendimiento, pero no permanece inmóvil: genera movimientos interiores y actos concretos. Entre sus actos principales Tomás menciona la profesión de fe, que no es simplemente recitar un Credo, sino afirmar libremente y con convicción la verdad divina que se ha aceptado. Este acto aparece en los sacramentos —bautismo, confirmación— y en la vida cotidiana del creyente, cuando reafirma su adhesión a Cristo frente a circunstancias favorables o adversas. Además, Tomás integra la enseñanza de Santiago: “la fe sin obras está muerta”. Esto significa que la fe auténtica exige coherencia vital; el entendimiento que acepta a Dios impulsa a obrar según Él. Por eso la teología, la catequesis y el estudio no son lujos intelectuales, sino caminos necesarios para que el creyente comprenda mejor la revelación a la que se adhiere. Si no se profundiza en ella, la fe queda débil y expuesta a errores. Tomás también asocia a la fe dos dones del Espíritu Santo: entendimiento y ciencia, que permiten penetrar más hondamente en el sentido de la revelación. Gracias a ellos el creyente interpreta los signos de Dios en la Escritura, en la Iglesia y en su propia vida, avanzando desde el simple asentimiento inicial hacia una sabiduría más profunda del misterio cristiano.

Como toda virtud, la fe tiene vicios opuestos que la debilitan o destruyen. Tomás analiza con claridad varios de ellos. El primero es la infidelidad, que consiste en rechazar la revelación divina o en vivir como si Dios no hablara. Le sigue la herejía, que no niega toda la revelación, sino una parte de ella, quebrando la unidad del misterio cristiano. Otro vicio es la apostasía, ruptura total con la fe profesada. La blasfemia, que desprecia lo divino, también se opone a la fe. Pero Tomás presta especial atención a un enemigo silencioso: la ceguera espiritual que nace del materialismo o del sensualismo. Cuando la vida se reduce a lo inmediato, al placer o al consumo, el entendimiento se embota y ya no encuentra tiempo ni deseo para contemplar a Dios. La fe requiere un corazón libre para elevarse. Sin esa apertura interior, incluso quien ha recibido el hábito infuso puede dejar de ejercerlo y perder su dinamismo. Esto explica por qué muchos bautizados, que recibieron la fe como semilla, no la desarrollan: no cultivaron el hábito por la formación, la oración y la vida cristiana. Tomás muestra así que la fe, aunque sea un don divino, necesita ser alimentada para que ilumine toda la existencia.


La esperanza: movimiento de la voluntad hacia la plenitud prometida por Dios

Una vez que el entendimiento ha aceptado la revelación divina por la fe, surge en el alma un deseo profundo: que se cumplan las promesas de Dios, especialmente la felicidad plena prometida por Cristo. A este deseo Santo Tomás lo llama virtud teologal de la esperanza, hábito infuso que reside en la voluntad. Así como la fe toca la inteligencia, la esperanza toca el deseo racional. La voluntad humana, iluminada por la fe, comienza a anhelar el Reino de los Cielos, la vida eterna, la victoria definitiva del bien sobre el mal. La esperanza no es optimismo psicológico ni ingenuidad emocional: es la certeza, fundada en Dios mismo, de que la plenitud es posible porque Él la ha prometido. Tomás insiste en que la esperanza responde a la estructura misma del corazón humano, creado para la felicidad y movido siempre hacia su cumplimiento. Sin gracia, ese deseo se dispersaría en bienes pasajeros. Con la virtud infusa, el anhelo se eleva hacia Dios como su único fin absoluto. Por eso, la esperanza sostiene la vida cristiana incluso cuando la razón no comprende del todo los caminos de Dios. Ella afirma que la meta existe, que Dios es fiel y que la historia no está condenada al fracaso.

La esperanza no solo desea la plenitud divina, sino que sostiene al creyente en el camino, especialmente cuando las dificultades parecen hacer imposible la fidelidad. Santo Tomás subraya que la esperanza produce perseverancia, virtud indispensable para no abandonar la vida cristiana frente al cansancio, el pecado o la tribulación. Este dinamismo interior es tan importante que la tradición lo ha asociado al gran anuncio paulino: “la esperanza no falla”. Tomás explica que la esperanza no falla porque su fundamento no es el esfuerzo humano, sino la fidelidad de Dios. Por eso, el cristiano persevera aun cuando no ve los frutos inmediatos de su fe. Unido a esta virtud aparece el don del temor de Dios, que no es miedo servil, sino reverencia filial. El creyente teme separarse de Aquel en quien ha puesto toda su confianza; teme perder lo que más ama. Así, el temor de Dios acompaña la esperanza, orientándola hacia un amor respetuoso y humilde. Pero, como toda virtud, la esperanza también tiene vicios opuestos. Tomás señala dos principales: la desesperación, que renuncia al bien prometido y se encierra en la tristeza, y la presunción, que pretende alcanzar la gloria sin conversión ni esfuerzo. La esperanza verdadera evita ambos extremos, permaneciendo firme en la confianza y humilde ante Dios.

La esperanza es decisiva en la vida espiritual porque mantiene vivo el deseo de Dios y protege al alma de la inercia. Sin esperanza, la fe se vuelve una teoría sin impulso vital. Por eso, Tomás afirma que la esperanza anima todas las luchas del creyente, recordándole que cada esfuerzo tiene un sentido eterno. Esta virtud ilumina especialmente los momentos en los que Dios parece callar o en los que la vida cristiana se vuelve ardua. El creyente, sostenido por el hábito infuso, sabe que las pruebas no niegan la fidelidad de Dios; más bien purifican el deseo para orientarlo plenamente hacia Él. La esperanza, además, estructura el tiempo interior del cristiano: lo hace vivir en vigilancia, aguardando el cumplimiento de la promesa sin desesperación ni ansiedad. Así, la virtud teologal de la esperanza es profundamente activa: orienta decisiones, purifica intenciones y mantiene la constancia del corazón. En un mundo dominado por el inmediatismo, Tomás recuerda que solo quien espera puede amar de verdad, porque quien no espera nada no puede entregarse plenamente. De este modo, la esperanza se convierte en puente entre la fe que cree y la caridad que ama, preparando el alma para un amor cada vez más semejante al de Dios.


La caridad: el amor de Dios derramado en el alma y forma de todas las virtudes

La culminación de la vida teologal es la caridad, la virtud más excelente, según las palabras de San Pablo. Santo Tomás explica que la caridad es el amor de Dios infundido en el alma por el Espíritu Santo, el mismo amor con el que Dios ama. No es un amor meramente humano, sentimental o pasional, sino un amor que participa del dinamismo divino: busca el bien del otro gratuitamente, sin esperar recompensa. En la caridad, el creyente ama a Dios por sí mismo y ama al prójimo como Dios lo ama. Por eso Tomás afirma que la caridad es forma de todas las virtudes: cuando está presente, transforma cada acto moral en acto de amor. La caridad reside en la voluntad, pero no como un afecto pasajero, sino como un hábito estable que orienta todo el querer humano hacia el bien supremo. Para describirla, Tomás integra la tradición filosófica antigua: recoge la idea aristotélica de la amistad, iluminada por las palabras de Cristo —“ya no los llamo siervos, los llamo amigos”—, y la visión neoplatónica del amor espiritual que busca el bien del otro de modo desinteresado. Así, la caridad es al mismo tiempo amistad y elevación espiritual: amistad porque une al creyente con Dios, y elevación porque permite amar como Él.

La caridad produce frutos interiores que Tomás describe con precisión. El primero es el gozo, porque quien ama según Dios experimenta la dicha de participar de su vida. El segundo es la paz, fruto de un corazón unificado en el amor. El tercero es la misericordia, que permite ver al otro con la ternura con la que Dios nos mira. Estos frutos no son emociones vagas: son transformaciones profundas del alma que afectan toda la existencia. Además, la caridad se manifiesta en actos concretos: beneficencia, que busca el bien efectivo del prójimo; limosna, que es una obra de caridad y no simple filantropía; y corrección fraterna, acto difícil pero esencial, porque amar al otro implica también ayudarlo a librarse del mal. Tomás ofrece un desarrollo notable de este último acto, mostrando que solo es auténtica corrección cuando nace de la caridad y busca sinceramente el bien del hermano. Por otra parte, la caridad tiene un vicio opuesto central: el odio, que desea el mal del otro o se alegra con su desgracia. También se oponen la acedia, que es desinterés por el bien divino; la envidia, que entristece ante el bien ajeno; la discordia, el cisma, la injusticia y el escándalo. Todos estos vicios rompen la comunión del amor cristiano.

La caridad es la virtud que permanecerá incluso cuando termine la peregrinación terrenal. Mientras la fe da paso a la visión y la esperanza se cumple, la caridad nunca dejará de existir, porque constituye la misma vida de Dios. Por eso Tomás enseña que la caridad da forma a todas las virtudes, elevando incluso las cardinales a un nivel superior: la prudencia se convierte en sabiduría amorosa, la justicia en misericordia, la fortaleza en valentía para amar y la templanza en libertad interior. Así, la caridad opera como principio unificador de la vida cristiana, orientando desde dentro el entendimiento, la voluntad y los afectos. Al ser hábito infuso, no depende de los sentimientos; incluso cuando estos fluctúan, el amor permanece como decisión estable movida por la gracia. En un mundo donde el amor suele confundirse con emoción pasajera, Tomás recuerda que la caridad es participación en el amor eterno de Dios, capaz de sostener toda relación auténtica. De ella nace la verdadera amistad social, la comunión eclesial y la apertura al prójimo. Quien vive en la caridad vive ya un anticipo del cielo, porque su corazón se va uniendo al ritmo del amor divino. Por eso, toda formación cristiana debe orientarse a hacer crecer la caridad, que es el vínculo de perfección.


Conclusión

Las virtudes teologales —fe, esperanza y caridad— constituyen el núcleo más profundo de la vida cristiana según Santo Tomás de Aquino. Infundidas por Dios, no nacen del esfuerzo humano ni de la repetición, sino del don gratuito de la gracia. La fe ilumina el entendimiento para adherirse a la revelación, la esperanza eleva la voluntad para desear el cumplimiento de las promesas divinas, y la caridad configura todo el ser según el amor mismo de Dios. Juntas estructuran la existencia creyente y modelan todas las demás virtudes, de modo que la vida moral no sea simple perfección natural, sino participación real en la vida de Cristo. Así, estas virtudes teologales constituyen la respuesta del alma al Dios que la habita y la conduce hacia su plenitud. Comprenderlas, cultivarlas y ejercitarlas es entrar en el dinamismo mismo del Evangelio y avanzar hacia la madurez espiritual. En ellas se revela la grandeza de la gracia: Dios transforma desde dentro al ser humano sin destruir su naturaleza, elevándolo hacia aquello para lo cual fue creado. Por eso este capítulo es esencial en nuestro recorrido: aquí se entiende el corazón del pensamiento tomista sobre la vida nueva del cristiano.


*Este capítulo forma parte del Curso de Santo Tomás de Aquino de Academia Dominicana. Las notas han sido elaboradas con el apoyo de herramientas de inteligencia artificial y revisadas para garantizar fidelidad doctrinal y coherencia académica.