En los capítulos anteriores hemos recorrido el dinamismo más profundo de la vida cristiana: la fe que ilumina la inteligencia para asentir a la revelación de Dios y la esperanza que eleva el corazón hacia el cumplimiento de las promesas divinas. Ambas virtudes, como veíamos, son dones infundidos por Dios en el alma para que el creyente pueda vivir más allá de sus fuerzas naturales y ordenarse hacia la vida sobrenatural. Ahora entramos en la cúspide de este camino: la caridad, el amor teologal por el cual participamos del mismo amor de Dios. Ya la Escritura nos advertía que “la mayor de todas es la caridad”, porque es el único don que no cesará ni siquiera en la eternidad. La fe prepara el entendimiento y la esperanza orienta la voluntad hacia un fin; pero es la caridad la que configura nuestra semejanza con Cristo y nos introduce en su modo divino de amar. Para comprenderla adecuadamente, Santo Tomás procede de manera similar a como lo hace con la fe: distingue con claridad el amor puramente humano —rico, necesario y bello, pero siempre limitado— y el amor teologal, que supera todo lo que puede nacer del corazón por sus propias fuerzas. En este capítulo estudiaremos esta elevación del amor humano hasta transformarse en caridad, y veremos cómo este don divino nos capacita para amar incluso donde la naturaleza no puede: en el perdón, en la entrega sin retorno y en el amor a los enemigos.
Los niveles humanos del amor: eros, amistad, familia y compasión
El punto de partida para comprender la caridad es conocer primero qué es el amor en su nivel puramente humano. Santo Tomás, siguiendo la tradición filosófica, señala que el amor humano nace de un apetito: es un movimiento interior que impulsa hacia aquello que parece bueno, hermoso o deseable. Este primer nivel del amor aparece en la experiencia inmediata de la vida: la atracción estética ante una flor, el deseo espontáneo hacia una persona, el impulso corporal que nos mueve a acercarnos a lo que agrada. Los antiguos llamaron eros a esta forma inicial de amor, que no es mala en sí misma, pues pertenece a la naturaleza humana y expresa el dinamismo vital del deseo. Pero el eros, aunque legítimo en su ámbito, es inestable: depende de emociones cambiantes, de circunstancias corporales y de inclinaciones sensibles. Este amor puede ser fuerte, pero nunca es suficiente para sostener por sí mismo un amor duradero o incondicional. En él predomina la búsqueda de satisfacción propia. Si bien es un componente de la afectividad humana y puede integrarse en una vida buena, su horizonte es limitado. Tomás lo reconoce como parte del amor natural, pero advierte que no puede confundirse con la caridad, cuyo origen y finalidad son completamente superiores.
Más allá del eros aparece una forma más elevada de amor humano: la amistad, llamada philia por los griegos. En la amistad se da una comunión más profunda, un compartir la vida, la historia y el pensamiento. Aquí ya no solo hay deseo de compañía o atracción, sino una preocupación real por el bien del otro. El amigo busca lo bueno para su amigo, se alegra sincera e interiormente con sus logros y sufre con sus derrotas. La amistad permite acompañar a otro en sus fragilidades, aconsejarle, corregirle, ofrecerle recursos, incluso trabajar por su bien sin necesidad de reconocimiento explícito. A diferencia del eros, la philia introduce la reciprocidad: dos personas se eligen, se confían, se sostienen mutuamente. Es un amor más estable, más maduro, capaz de sacrificios moderados. Pero aun así, Tomás muestra que permanece dentro del orden natural: sigue existiendo un retorno, un dar y recibir. El amigo ayuda al amigo porque ambos forman parte de un vínculo querido y mutuamente apreciado. Este amor humano de amistad es bellísimo y ennoblece la vida; sin embargo, no puede por sí mismo explicar el amor que permite amar a un enemigo o perdonar una injusticia grave. La caridad exige una fuente superior.
Además del eros y la amistad, existen otras formas de amor humano igualmente valiosas y naturales. Está el amor que nace de los vínculos de sangre, la pietas, propio de padres e hijos, hermanos y familiares cercanos. Este amor puede llegar a ser de los más fuertes y duraderos, pues la vida compartida y la identidad familiar generan una entrega casi instintiva. También encontramos el amor movido por la compasión, la filantropía natural que impulsa a aliviar el dolor de los necesitados, ayudar a los pobres, proteger a los vulnerables y socorrer a quienes sufren. Sin embargo, aunque estas formas de amor son nobles, todas comparten un límite: operan dentro de la lógica de la transacción. Hay afecto porque hay vínculo familiar; hay entrega porque existe reciprocidad; hay ayuda porque se obtiene reconocimiento, gratitud o realización personal. No se trata de egoísmo, sino de la estructura misma del amor natural, que funciona bajo la dinámica del retorno. Pero Cristo llama a un amor que va más allá de esta medida: un amor que no espera nada, que no depende de la correspondencia, que ama incluso cuando el otro no ama. Esa novedad absoluta no puede surgir de la naturaleza humana por sí sola. Es allí donde comienza la caridad teologal.
La lógica sobrenatural del amor cristiano
El punto de quiebre entre el amor humano y el amor cristiano se encuentra en las palabras de Jesús: “Si aman a los que los aman, ¿qué mérito tienen?”. Con esta sentencia, Cristo rompe la lógica natural del amor humano y revela una lógica sobrenatural. El amor del discípulo debe reflejar el amor del Padre, que “hace salir el sol sobre buenos y malos”. En este nivel, el amor ya no depende de la transacción —“te doy si tú das”— sino que imita el modo divino de amar: un amor que se entrega sin esperar devolución. La caridad cristiana es ese amor que nace de la presencia del Espíritu Santo en el corazón, y que permite actuar más allá de lo humanamente posible. Un ejemplo luminoso es el martirio de san Esteban: mientras piedras le destrozaban el cuerpo, pronunció palabras imposibles para el simple corazón humano: “Señor, no les tomes en cuenta este pecado”. Aquí el amor no brota del instinto ni de la emotividad, sino de la caridad infundida por Dios. La compasión humana no basta para perdonar en ese nivel; solo el amor teologal puede sostener una entrega así. En la caridad, el cristiano no ama por lo que el otro es, sino por lo que Dios es.
Santo Tomás subraya que el amor cristiano no consiste simplemente en un mayor grado de afecto humano, sino en una cualidad totalmente distinta: es el amor mismo de Dios participando en el alma. San Pablo lo expresa con claridad en Romanos 5: “El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo”. Ese amor divino es la fuente que capacita para amar donde el amor humano se agota: soportar la ingratitud, renunciar al resentimiento, sostener el sacrificio, ofrecer perdón sin condiciones, perseverar en la entrega aun cuando no haya correspondencia alguna. La caridad transforma el corazón y produce frutos que el simple amor natural nunca podría generar: gozo interior, paz profunda, misericordia activa. Por eso Jesús establece como medida del amor cristiano no el amor humano, sino su propio amor: “Ámense unos a otros como yo los he amado”. Este amor no busca solo un bien humano, sino el bien eterno del otro; no se contenta con aliviar sufrimientos temporales, sino que anhela la salvación del prójimo. Por eso la caridad es un amor que evangeliza, que entrega la vida, que sostiene vocaciones misioneras y que mueve a santos como Bonifacio o Luis Bertrán a dejar su tierra para anunciar a Cristo entre sacrificios y riesgos.
La caridad teologal es, entonces, un amor que trasciende la estructura natural de reciprocidad. No se alimenta del retorno, ni se desvanece si falta la correspondencia. Cristo mismo lo mostró en su pasión: abandonado, traicionado, negado y condenado injustamente, siguió amando y perdonando. Esa es la medida del amor cristiano. La caridad no anula los amores humanos; los eleva, los purifica y los ordena hacia Dios. Eleva el eros hacia el respeto y la entrega, eleva la amistad hacia una comunión más profunda, eleva el amor familiar hacia la generosidad gratuita y eleva la compasión hacia la misericordia divina. Por eso, cuando el Espíritu Santo infunde la caridad, el corazón queda configurado con Cristo, y la persona es capaz de amar de manera nueva. Este amor no es sentimentalismo ni impulso espontáneo, sino una decisión sostenida por la gracia. Permite sobrellevar la vida comunitaria, sostener la convivencia en el matrimonio, avanzar en la vida religiosa, superar rencores, buscar activamente el bien del otro. Es un amor que, como decía san Pablo, “todo lo soporta, todo lo espera, todo lo perdona”. Esta es la dimensión propiamente teologal del amor: un amor que no nace de la naturaleza, sino de la cruz; que no se agota en la tierra, sino que perdura para siempre.
La caridad como plenitud de la vida cristiana
La caridad es la virtud teologal que perfecciona la voluntad, permitiéndole amar a Dios por encima de todas las cosas y al prójimo por amor a Dios. Todos los demás amores quedan ordenados a este amor supremo. Para Santo Tomás, la caridad es la forma de todas las virtudes, porque orienta cada acto moral hacia su fin último: la unión con Dios. La justicia sin caridad puede volverse fría; la templanza sin caridad puede ser solo autocontrol; la fortaleza sin caridad puede convertirse en obstinación. La caridad, en cambio, transforma esas virtudes en caminos hacia Dios. Por eso, san Pablo afirma que sin amor “nada soy”. La caridad no solo orienta la voluntad hacia Dios, sino que estructura toda la vida moral cristiana: inspira la paciencia, sostiene el perdón, modera la lengua, fecunda la humildad, fortalece la entrega. La caridad es, además, un amor ordenado: comienza en Dios, fluye hacia el prójimo y vuelve nuevamente a Dios. Quien ama a Dios verdaderamente no puede despreciar al hermano, y quien ama al prójimo de modo auténtico descubre que ese amor nace de Dios. Por eso Tomás afirma que no hay acto verdaderamente virtuoso si no está animado por la caridad.
El amor cristiano, entendido como caridad, posee frutos interiores y actos exteriores que manifiestan su presencia. Entre los frutos interiores, Santo Tomás destaca tres: gozo, porque quien ama según Dios encuentra paz en el bien del otro; paz, porque la caridad ordena las pasiones y pacifica la vida interior; y misericordia, porque al amar como Dios se ama también como Dios perdona. Estos frutos no son estados emocionales pasajeros, sino transformaciones profundas que configuran el alma. En cuanto a los actos exteriores, Tomás identifica tres especialmente característicos de la caridad: la beneficencia, que busca el bien concreto del prójimo; la limosna, entendida como acto directo de amor hacia quien carece de lo necesario; y la corrección fraterna, que es un acto difícil pero esencial, porque busca el bien moral del hermano incluso cuando implica contradecirlo. La corrección fraterna, según Tomás, solo puede hacerse bien desde la caridad, porque exige renunciar a la dureza, a la soberbia y al juicio temerario, y actuar únicamente movido por el bien del otro. Sin caridad, la corrección se vuelve crítica destructiva; con caridad, se convierte en medicina espiritual.
La caridad posee además enemigos espirituales que la combaten directamente. Santo Tomás enumera varios vicios contrarios al amor teologal: el odio, que rechaza el bien del otro; la acedia, que es tristeza frente al bien divino y desgana ante la vida espiritual; la envidia, que se duele del bien ajeno o se alegra del mal del prójimo; la discordia y el cisma, que rompen la unidad querida por Dios; la guerra injusta y la injusticia; y el escándalo, que conduce al hermano al pecado. Todos estos vicios distorsionan el corazón y lo incapacitan para amar según Dios. Por eso, el camino de la caridad exige vigilancia constante, humildad profunda y súplica perseverante del Espíritu Santo. A diferencia de la fe y la esperanza, la caridad no cesará jamás: en la visión beatífica ya no habrá fe, porque veremos; ya no habrá esperanza, porque poseeremos. Pero el amor permanecerá eternamente, porque en el cielo el alma vivirá únicamente del amor que une a Dios consigo. Por eso la caridad es la plenitud de la vida cristiana y el fin último de toda la existencia humana. Quien crece en caridad crece en Cristo; quien pierde la caridad, pierde el corazón del Evangelio. Toda la vida espiritual se reduce a aprender a amar como Dios ama.
Conclusión
El tratado de la caridad nos introduce en el misterio central de la vida cristiana: el amor de Dios derramado en nuestros corazones. Santo Tomás distingue los niveles naturales del amor humano —eros, amistad, afecto familiar, compasión— y muestra que todos ellos, aunque nobles, permanecen dentro de la lógica del retorno. La caridad, en cambio, es participación del amor mismo de Dios: amor gratuito, sacrificado, universal y capaz de perdonar lo imperdonable. Es la forma de todas las virtudes, la ley escrita por el Espíritu en el corazón y la vocación última del cristiano. No es un sentimiento, sino un don que transforma, sostiene, purifica y eleva. La caridad permanece para siempre porque es el modo mismo de ser de Dios. Por eso, quien crece en caridad se hace semejante a Cristo y anticipa ya en la tierra la vida del cielo.
*Este capítulo forma parte del Curso de Santo Tomás de Aquino de Academia Dominicana. Las notas han sido elaboradas con el apoyo de herramientas de inteligencia artificial y revisadas para asegurar fidelidad doctrinal y claridad pedagógica.