A veces, el Adviento llega cuando dentro de nosotros hay un invierno más profundo que el clima exterior. Todos sabemos esperar cosas buenas: una fiesta, la visita de alguien querido, el descanso del final del día. Pero ¿qué ocurre cuando no esperamos un regalo, sino el final de un dolor? ¿Qué significa “esperar bien” cuando lo único que uno quisiera es que el sufrimiento se detenga? En estas líneas queremos entrar en el corazón mismo de esa pregunta, no con teorías abstractas, sino desde esa experiencia humana tan real que a veces nos hace pensar: “Señor, ¿por qué sigo aquí?, ¿hasta cuándo?”. Adviento es justamente ese lugar donde Dios se nos revela no como quien nos dice “supéralo”, sino como quien nos susurra: “Ven a mí… yo te daré descanso”.
I. EL ARTE DE ESPERAR EN MEDIO DE LA FRAGILIDAD
Adventualmente pensamos la espera como algo luminoso: estamos por recibir algo bueno, y la esperanza nos impulsa. Pero muchas veces la vida nos sitúa en el otro lado de la moneda: esperar que termine un dolor, que sane una herida, que una situación llegue a su desenlace. Allí surge una tensión íntima: quisiéramos salir corriendo del momento concreto porque ese “ahora” pesa demasiado. Sin embargo, la fe cristiana nos muestra que la espera se vive en el presente, no fuera de él. Es normal sentir rechazo a entrar en un instante que hiere, pero el Adviento nos recuerda que Dios se hizo carne precisamente en un mundo herido. La espera cristiana no consiste en escapar, sino en reconocer, con humildad, que este instante –por oscuro que sea– es el único lugar donde Dios puede hablarnos.
El sufrimiento tiene algo profundamente personal: nadie puede medir mi dolor desde fuera, y por eso tiende a aislarnos. Sin embargo, el Adviento revela que Dios nunca permite que esperemos solos. La tradición espiritual reconoce que el dolor se transforma cuando alguien lo comparte con nosotros. Una palabra de cercanía, una escucha paciente, un corazón que acompaña… todo eso abre el alma para que, incluso en la pena, el amor entre. Así lo expresa una enseñanza antigua: “Una pena compartida se divide; una alegría compartida se multiplica”. Por eso, parte esencial de esperar bien es permitir que otros entren en nuestra noche. No se trata de “quejarse sin medida”, sino de expresar lo que uno vive para que el corazón, al ser escuchado, encuentre oxígeno y vuelva a latir con esperanza.
Aceptar el momento presente es una de las tareas espirituales más difíciles. A veces nos parece que aceptar significa rendirse o resignarse. Pero en la espiritualidad cristiana, aceptar es reconocer la verdad de lo que yo vivo ante Dios, sin negar la herida ni forzarme a sonreír artificialmente. Esta aceptación humilde es un acto de realismo espiritual: “Esto es lo que estoy viviendo, Señor, y aquí me encuentras”. Esa verdad, dicha sin filtros, abre espacio a la gracia. Nadie puede aceptar el dolor como quien aprieta un botón; necesitamos tiempo, presencia, apoyo humano y, sobre todo, la certeza de que Dios no nos abandona. Adviento nos enseña a mirar incluso nuestras heridas como lugares donde Cristo quiere nacer, porque Él siempre se acerca a lo pobre, lo pequeño y lo necesitado.
II. CUANDO LA ESPERA SE HACE LARGA: SUFRIMIENTOS SIN FECHA DE CADUCIDAD
Hay dolores que tienen un final previsible: una lesión que sanará, una temporada difícil que terminará. Pero hay otros que parecen abrirse hacia un horizonte indefinido: enfermedades crónicas, heridas afectivas profundas, limitaciones que no se pueden revertir, sueños que jamás se cumplirán. Estos sufrimientos sin fecha de caducidad introducen a la persona en una forma distinta de espera, más honda y más vulnerable. Adviento, entonces, se convierte en una escuela de perseverancia. En lugar de preguntarnos únicamente “¿cuándo terminará?”, el Evangelio nos invita a descubrir: “¿Cómo puedo vivir este momento sin perder mi dignidad, mi fe y mi capacidad de amar?”. Esperar bien significa no dejar que la esperanza muera, aunque el futuro sea incierto.
Cuando la herida no sana o el dolor se repite, surge la tentación de enfadarse con Dios. Ese enojo no es extraño; forma parte de la experiencia bíblica: los Salmos están llenos de lamentos, gritos, reclamos y heridas mostradas sin pudor ante el Señor. En Adviento, aprender a “esperar bien” significa también permitirnos orar desde la verdad: “Señor, esto me duele”, “No entiendo por qué pasa esto”, “Estoy cansado”. La ira que dialoga con Dios se transforma; la ira que se reprime se vuelve resentimiento. La fe no nos pide ser de piedra, sino auténticos: Dios prefiere un corazón que llora ante Él, a un corazón que se endurece y deja de hablarle. Esto también es adviento: un Dios que se hace tan cercano que puede recibir nuestras lágrimas y nuestro enojo sin escandalizarse.
Es decisivo descubrir que toda espera, incluso la más dolorosa, encierra una misión. Cuando no puedo actuar, cuando no puedo “producir”, cuando sólo me queda soportar, la fe me permite unir ese momento a Cristo. Allí, donde humanamente parece haber pasividad, espiritualmente hay una fecundidad escondida. Así lo vivió Santa Teresita, encontrando en sus heridas una manera de interceder por quienes estaban lejos de la fe. En Adviento aprendemos que la espera dolorosa no es un túnel vacío: es un lugar donde Cristo está, donde Él mismo sufre en nosotros, con nosotros y por nosotros. Y eso cambia todo. No elimina el dolor, pero lo convierte en intercesión, en ofrenda, en comunión. Allí donde el mundo ve “inutilidad”, Dios ve un altar.
III. “VEN A MÍ”: LA PALABRA QUE TRANSFORMA TODA ESPERA
Lo contrario a esperar bien no es impaciencia, sino aislamiento. Quien espera sin Dios y sin los demás, sólo ve el peso del sufrimiento; quien espera con Dios descubre que incluso la noche tiene una luz secreta. La clave del Adviento es esta: Dios viene justamente a donde más duele. No se acerca al lugar de nuestras fuerzas, sino al lugar de nuestra pobreza. No pide explicaciones, no exige que estemos “bien”, no nos dice “supéralo”. La voz del Padre nunca es un regaño: es una invitación. “Ven a mí”, nos dice. Esa invitación no borra la noche, pero enciende una lámpara en ella.
Dar el primer paso hacia esa invitación significa mostrarle al Señor lo que realmente sentimos. A veces pensamos que nuestras heridas son “demasiado pequeñas” o “demasiado tontas” para Él. Pero no hay herida pequeña para un Dios que se hace niño. Él se interesa por todo lo nuestro, porque todo lo nuestro puede convertirse en lugar de encuentro. Al presentarle nuestras penas, nuestras limitaciones o nuestros miedos, permitimos que la gracia penetre no en una vida ideal, sino en nuestra vida real. Y allí actúa, a veces silenciosamente, otras veces con fuerza, pero siempre con amor.
Finalmente, esperar bien significa confiar en que, aun sin ver el final, Dios está obrando. No es un consuelo barato: es una certeza que nace del corazón del Evangelio. Dios no nos promete que todo será fácil, pero sí que Él estará. Adviento no es un recordatorio de “lo que falta”, sino una proclamación de “quién viene”. Y quien viene es Aquel cuya presencia transforma incluso los momentos más oscuros en lugares donde brota una esperanza nueva. Esperar bien es creer que, mientras el mundo dice “nada cambiará”, Dios susurra: “Yo estoy contigo… no tengas miedo”.
En este Adviento, quizá nuestras esperas estén llenas de cansancio, preguntas o heridas. Pero allí, en ese punto exacto donde sentimos que nada avanza, Dios nos está mirando con ternura. Él no nos pide fuerza, sino confianza. No nos exige explicaciones, sino sinceridad. No nos dice “apúrate”, sino “ven a mí”. Y cuando un hijo se acerca a ese Padre que nunca abandona, la noche comienza a amanecer. Que este tiempo santo nos encuentre así: esperando, sí, pero acompañados; heridos, quizá, pero nunca solos; cansados, tal vez, pero sostenidos por Aquel que viene siempre.
Para la reflexión personal:
- ¿Qué parte de mi vida está viviendo hoy “un invierno interior” y qué me impide presentárselo a Dios tal como es, sin máscaras ni discursos piadosos?
- ¿A quién necesito permitirle “entrar en mi noche” para que mi dolor no se convierta en aislamiento —un amigo, un acompañante espiritual, un familiar— y qué paso concreto podría dar esta semana para dejarme acompañar?
- ¿Creo de verdad que Dios puede nacer en ese punto exacto donde me siento más herido o cansado? ¿Qué cambiaría en mi corazón si hiciera mía la invitación de Jesús: “Ven a mí… yo te daré descanso”?
Nota de fuentes
Este artículo se inspira en las reflexiones de la conversación entre P. Mike Schmitz y P. Boniface Hicks, OSB, sobre la espera, el sufrimiento y la esperanza cristiana, presentadas en el contexto de la serie de Adviento de Ascension Press.