Tratado de la Templanza

Al llegar a la templanza, completamos el recorrido por las cuatro virtudes cardinales presentado por Santo Tomás de Aquino en la Secunda Secundae. Después de haber estudiado cómo la prudencia ordena la acción, cómo la justicia regula nuestras relaciones con los demás y cómo la fortaleza sostiene el bien en medio de la adversidad, ahora entramos en la virtud más íntima, la más “subjetiva”, aquella que entra directamente en contacto con el mundo de las pasiones y de los deleites: la templanza. Aunque es la última en el orden de las cardinales, no es en absoluto la menos importante. Su ubicación final expresa algo profundo: una vez iluminada la razón (prudencia), ordenada la voluntad (justicia) y fortalecida la resistencia interior (fortaleza), es necesario armonizar la vida afectiva para que nada impida al hombre tender con libertad hacia el fin último, Dios.

La tradición antigua llamaba “cardinales” a estas virtudes porque son como bisagras en las que gira toda la vida moral. No existen aisladas: una prudencia sin justicia no es perfecta; una justicia sin fortaleza es frágil; una fortaleza sin templanza puede volverse dura o violenta; y una templanza sin prudencia carece de un criterio verdadero para regular los placeres. En este capítulo, Santo Tomás nos guiará a comprender la templanza como el arte cristiano de aprender a gozar, moderando lo sensible para abrir el corazón a lo que verdaderamente deleita: la caridad, la presencia del otro y la búsqueda de Dios.


I. La templanza en la jerarquía de las virtudes

Santo Tomás establece con claridad la jerarquía de las virtudes: sobre todas están las teologales —caridad, esperanza y fe—, porque unen directamente con Dios. En ellas no existe punto medio ni medida: no se puede amar “un poco” a Dios. La caridad siempre puede crecer; la esperanza siempre puede intensificarse; la fe siempre puede profundizarse. Después, en el ámbito intelectivo, la sabiduría ocupa el lugar más alto porque ordena todas las cosas a su fin último: Dios mismo. Pero en el ámbito práctico de la vida humana, la más importante es la prudencia, que guía las acciones concretas. A ella se subordinan la justicia, la fortaleza y finalmente la templanza. Esta última reside en el apetito concupiscible, es decir, en la zona más cercana a las emociones, a los deseos y a los placeres. Aquí se vuelve evidente que la vida moral no se juega solo en la razón o en la voluntad, sino también en la sensibilidad. Una vida espiritual madura requiere aprender a armonizar los afectos, para que aquello que amamos y deseamos no nos desvíe del camino hacia Dios.

En la tradición griega, la templanza se entiende como sofrosýne: la armonización de los deseos, la regulación del placer hacia su fin recto. No es una simple contención, ni una represión del gusto, ni una negación del cuerpo o de lo sensible. Santo Tomás es muy claro: la templanza no consiste esencialmente en abstenerse, sino en saber gozar bien, desenvolver las pasiones sin que ellas dominen la conducta. La templanza preserva la frescura del corazón para disfrutar adecuadamente de lo que Dios ha creado. Su meta, por tanto, no es la renuncia, sino la libertad. Regular los placeres no es apagar la vida, sino proteger su verdadero sabor. Por eso Tomás ve un vínculo profundo entre templanza y alegría interior: quien es templado sabe disfrutar de modo ordenado, sabiendo que todo placer es bello cuando conduce al amor y no esclaviza al corazón.


II. Naturaleza moral y espiritual de la templanza

La templanza perfecciona la relación entre razón, voluntad y sensibilidad. La razón —iluminada por la prudencia— conoce el camino; la voluntad lo elige; la templanza hace posible que el deseo no traicione esa elección. Es la virtud que da libertad interior. Santo Tomás recuerda que podemos conocer lo bueno y desearlo, pero sin templanza podemos ser incapaces de realizarlo porque las pasiones pueden volverse más fuertes que la voluntad misma. Así explica por qué la templanza es esencial: sin ella, incluso lo que amamos puede quedar inaccesible. En términos actuales, diríamos que la templanza protege nuestras decisiones profundas de las distracciones, impulsos y estímulos que surgen del entorno o de nuestra propia afectividad. Aprender a vivir con las pasiones, sin negarlas y sin ser arrastrados por ellas, es el trabajo fino de esta virtud.

La neurociencia confirma la intuición clásica de Santo Tomás. El placer —que bioquímicamente se expresa en la liberación de dopamina— está unido al dolor. Cuanto más intenso el estímulo, mayor la liberación de dopamina… y más difícil para el cerebro sentir placer en cosas sencillas. Las adicciones modifican literalmente el cerebro: reducen la capacidad de disfrutar lo simple y exigen estímulos cada vez más fuertes. Así, el alma pierde la sensibilidad moral, y la persona queda atrapada en un círculo de euforia breve y sufrimiento prolongado. La templanza aparece aquí como medicina espiritual y humana: no suprime el placer, sino que lo salva. Nos ayuda a no perdernos en un océano de estímulos y a redescubrir la belleza de lo cotidiano: una conversación tranquila, un silencio compartido, una comida sencilla, un paseo en familia, la presencia del amigo.

El mundo contemporáneo ha multiplicado los estímulos que afectan directamente el sistema de recompensa del cerebro. Las redes sociales, la pornografía, los videojuegos, el alcohol, las drogas y la cultura del entretenimiento continuo generan picos constantes de dopamina, y muchas industrias buscan introducir a los niños desde edades cada vez más tempranas en estos hábitos. La templanza, en este contexto, se vuelve un acto de resistencia cultural: recuperar la capacidad de sentir, de disfrutar, de encontrar sentido. La virtud exige aprender también a aburrirse, no como vacío, sino como ocasión para desintoxicar el corazón y abrirlo a la verdadera alegría. Santo Tomás no conocía el lenguaje neurocientífico, pero comprendió profundamente la dinámica del placer: sin templanza, las pasiones nos anestesian y nos roban la vida; con templanza, el alma se vuelve ágil, luminosa y capaz de amar.


III. Partes de la templanza y su aplicación moral

Santo Tomás, siguiendo la tradición, distingue dentro de la templanza diversas virtudes anejas que regulan ámbitos específicos: la sobriedad, la castidad, la virginidad, la modestia, la humildad, y la hermosa virtud llamada eutrapelia, que regula el juego, el ocio y el sentido del humor. Todas ellas ayudan al alma a vivir con libertad frente a lo sensible, enseñando a disfrutar sin caer en excesos. El objetivo no es restringir, sino equilibrar. Así, el hombre templado es el que:

  • sabe disfrutar y sabe renunciar;
  • goza lo simple sin necesitar lo extremo;
  • posee dominio interior sin reprimir su humanidad;
  • vive los placeres como caminos hacia el bien, no como fines absolutos.

La templanza protege el amor. Cuando un placer domina el corazón, impide amar adecuadamente. Una adicción —sea a sustancias, a imágenes, a atención, a emociones o incluso a personas— roba libertad interior y vuelve el corazón pesado e incapaz de tender a lo que verdaderamente ama. Santo Tomás diría que la templanza “limpia el corazón”, expresión que San Agustín amplifica: “Amor meus pondus meum” —“mi amor es mi peso”. El amor arrastra hacia aquello que ama. Si lo sensible domina demasiado, deja de pesar aquello que importa: Dios, la familia, la vocación, la amistad. La templanza devuelve orden y pureza al afecto, para que podamos amar con agilidad, espontaneidad y alegría.

El módulo original menciona de manera especial la eutrapelia, la virtud que regula el juego. Hoy, cuando la cultura del entretenimiento ocupa gran parte de la vida, la eutrapelia se vuelve decisiva: enseña a disfrutar del descanso sin caer en la evasión o el exceso. Santo Tomás reconoce que el juego es necesario para la salud del alma, pero debe mantenerse en su justa medida. Ni despreciarlo, ni idolatrarlo. La eutrapelia supera tanto la rigidez como la dispersión. Permite que el ocio sea recreativo y no destructivo, que el humor sea sano y no hiriente, que el descanso restaure y no domine. Es la dimensión amable de la templanza.


IV. Horizonte espiritual de la templanza

La templanza no se justifica solo en la salud corporal o en el equilibrio psicológico: su fin último, según Santo Tomás, es permitir que el alma tienda hacia Dios sin obstáculos. Un corazón dominado por el placer inmediato no puede elevarse fácilmente hacia lo eterno. La templanza limpia, abre espacio, disipa el ruido interior para que la presencia divina pueda percibirse con claridad. Así, la virtud prepara la contemplación. No se trata de huir del mundo sensible, sino de encontrar en él un camino hacia el Creador. La templanza permite gozar de las cosas sin perder de vista el sentido; permite amar lo creado sin olvidar al Creador; permite disfrutar sin quedar preso.

Cuando el corazón está ordenado, se vuelve libre. La templanza produce esa libertad que se manifiesta en la alegría simple, en la paz interior, en la capacidad de amar sin miedo y en la claridad para elegir el bien. Un alma templada es ligera, no arrastrada por impulsos, deseos o emociones desmedidas. Esto permite al cristiano caminar hacia Dios con espontaneidad, sin cadenas afectivas que lo detengan. Por eso, la templanza no es una virtud “negativa” ni represiva: es profundamente alegre, profundamente humana, profundamente evangélica.


Conclusión

La templanza, última de las virtudes cardinales, corona el edificio moral que Santo Tomás ha presentado en la Suma Teológica. Es la virtud que regula y armoniza los placeres, no para apagar la vida, sino para preservarla, enriquecerla y abrirla al amor. En este capítulo hemos visto cómo la templanza actúa en la sensibilidad, cómo se relaciona con las otras virtudes, cómo la neurociencia confirma su sabiduría milenaria y cómo se vuelve urgente en un mundo lleno de estímulos que prometen mucho y dejan vacío. La templanza devuelve al corazón la capacidad de gozar, de amar, de contemplar y de tender libremente hacia Dios. Como dice Santo Tomás, la virtud hace al hombre bueno; la templanza hace al hombre libre.


*Este capítulo forma parte del Curso de Santo Tomás de Aquino de Academia Dominicana. Las notas han sido elaboradas con el apoyo de herramientas de inteligencia artificial y revisadas para garantizar fidelidad doctrinal y coherencia académica.