Viernes – V semana del Tiempo Ordinario – Año par
1Re 11,29-32. 12,19; Sal 80; +Mc 7,31-37
La historia del Reino Israel, nos presenta el desenlace y a la vez el comienzo de una nueva realidad que han de afrontar. No obstante la bendición del Señor se encontraba con Salomón, éste se dejó llevar por sus afectos e hizo lo que estaba prohibido por la Ley (que como decía la Escritura era la sabiduría de israel frente a otros pueblos) e incluso leíamos ayer, que el Señor le advirtió en dos ocasiones sobre el mal que estaba dejando entrar, no sólo en su corazón sino también en el Reino, pues por complacer a sus mujeres dió culto a los ídolos y los capítulos que leemos hoy nos hablan de cómo cayó el Pueblo en esto. Asimismo ayer veiamos como los pueblos cercanos a Israel comenzaron a combatirles, luego de haber vivido una época de paz.
Vemos las dos consecuencias del pecado, la división interna y los conflictos con el mundo exterior ¿no es acaso lo mismo que sucede a nivel personal en la vida del hombre? El pecado produce un desorden interno, pues la razón iluminada por la fe, deja gobernar las acciones que realizamos y nos dejamos llevar por las pasiones y sentimientos a fin de obtener una falsa satisfacción que viene muchas veces del afán de placer o poder (por mencionar un par de ejemplos) y no del encuentro con un Dios que es amor y nos ama entrañablemente. Producto de lo anterior vienen también los conflictos con nuestros hermanos, pues a fin de obtener aquello que nos interesa, muchas veces de modo egoísta pasamos por encima de ellos.
El desorden ocurrido al interior de una persona a causa del pecado, hiere así también la sociedad, de modo particular entre los cristianos pues cuando se peca no sólo se comete un falta contra Dios y contra la propia dignidad de hijo de Dios, sino también se lástima el Cuerpo de Cristo, pues somos sus miembros. De ahi brota también la importancia de pedir perdón cuando sabemos hemos ofendido a un hermano y de saber resarcir los daños causados con nuestras malas acciones según nuestras posibilidades.
Por ello la Palabra de Dios que meditamos en estos días deben ser ocasión para examinar nuestros corazones y buscar siempre ponernos en camino de conversión de tal modo que no sólo evitemos el pecado sino que busquemos hacer el bien y del mejor modo posible, acudiendo frecuentemente a los sacramentos de la Reconciliación y de la Eucaristía para recibir la gracia de Dios que nos da la fuerza de perseverar en este itinerario de santidad hasta llegar a conformarnos y unirnos plenamente al Señor en el Corazón de Cristo.
Pues Él abre nuestros oídos para escuchar su Palabra y nuestra boca para cantar sus alabanzas, así como lo hizo un día con el sordo-mudo del que vemos en el evangelio de hoy, recordemos que signo de esto lo vemos generalmente en el bautismo cuando el sacerdote signa los oidos y la boca de los que han sido bautizados como signo de esta bendición del Señor
«El sacerdote, por tanto, te toca los oídos para que se te abran a la explicación y sermón del sacerdote. (…) Abrid, pues los oídos y recibid el buen olor de la vida eterna inhalado en vosotros por medio de los sacramentos. Esto os explicamos en la celebración de la ceremonia de “apertura” cuando hemos dicho: “Effeta, esto es, ábrete”»
San Ambrosio, De mysteriis 1,2-3
Roguemos al Señor nos conceda la gracia de perseverar con fidelidad en su camino, para que, escuchando su Palabra y cantando sus alabanzas, seamos hombres constructores de paz y podamos un día llegar a contemplarlo cara a cara en la patria eterna.