Un ejercicio de piedad tradicional durante el viernes santo es la meditación de las palabras de Cristo Crucificado, les propongo una meditación acerca de ellas.
«Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34)
«Mira al Señor cómo realizaba precisamente lo que mandaba. Después de tantas cosas como cometieron contra Él los impíos judíos, pues le pegaban con el mal el bien que hacía, cuando estaba suspendido en la cruz, dijo “Padre, perdónales porque no saben lo que hacen”. Rezó como hombre, quien (como Dios) junto al Padre había escuchado la plegaria. Todavía entonces ruega en favor nuestro, en nosotros reza y nosotros le imploramos. Reza en favor nuestro como nuestro Sumo Sacerdote; reza en nosotros como cabeza nuestra, y nosotros le imploramos como Dios nuestro. Por tanto, cuando (Cristo) pendía de la cruz, oraba, veía y preveía a todos los enemigos, pero a muchos de aquellos les veía ya como futuros amigos, y por ello pedía el perdón para todos. Ellos se enfurecían y Él rezaba. Ellos decía a Pilato: “Crucifícalo” y, en cambio, Él exclamaba: “Padre, perdonáles”. Pendía de unos ásperos clavos, pero no perdía la benignidad. Pedía el perdón para aquellos de los que recibía tan grandes injurias.» (San Agustín, Sermón 382, 2)
Considera hermano como Jesús en la cruz no sólo nos ha perdonado sino también nos ha justificado, no dice sólo “perdonalos”, sino también “porque no saben lo que hacen”. La misericordia de Jesús va más allá, en medio del mal y las ofensas que cometemos Él busca sembrar el bien, de Él realmente aprendemos como el “fuego no se apaga con fuego” sino con agua, no paga mal por mal sino que vence el mal a fuerza de bien como diría san Pablo. Porque Él ha sido misericordioso con nosotros, a la vez hemos de ser misericordiosos con los demás, este es el camino del Corazón de Cristo traspasado por amor en el madero de la cruz, esta es la vía de la gloria, esto es la santidad, el sean “santos como yo soy santo” del antiguo testamento, tiene su eco en el Sermón de la Montaña en el “sean perfectos como su Padre celestial es perfecto” y esa perfección es la perfección del amor que nos enseña en san Lucas cuando nos dice “sean misericordiosos como su Padre celestial es misericordioso”. Jesús perdona nuestra culpas, nos ha reconciliado con Dios dejémonos envolver por su misericordia, y que en la hoguera de su amor que ardía con intensidad sin igual en el madero de la Cruz podamos encontrar la clave de nuestra santificación.
«Hoy estarás conmigo en el Paraíso» (Lc 23, 43)
«…en ese texto de Lucas está documentada la primera canonización de la historia, realizada por Jesús en favor de un malhechor que se dirige a Él en aquel momento dramático. Esto muestra que los hombres pueden obtener, gracias a la cruz de Cristo, el perdón de todas las culpas y también de toda una vida malvada; que pueden obtenerlo también en el último instante, si se rinden a la gracia del Redentor que los convierte y salva. Las palabras de Jesús al ladrón arrepentido contienen también la promesa de la felicidad perfecta: «Hoy estarás conmigo en el paraíso». El sacrificio redentor obtiene, en efecto, para los hombres la bienaventuranza eterna… El episodio que narra Lucas nos recuerda que «el paraíso» se ofrece a toda la humanidad, a todo hombre que, como el malhechor arrepentido, se abre a la gracia y pone su esperanza en Cristo.Un momento de conversión auténtica, un «momento de gracia», que podemos decir con Santo Tomás, «vale más que todo el universo» (I-II 113,9, ad 2), puede pues saldar las deudas de toda una vida, puede realizar en el hombre, en cualquier hombre, lo que Jesús asegura a su compañero de suplicio: «Hoy estarás conmigo en el paraíso»».
(San Juan Pablo II, Audiencia General, 16 de noviembre de 1988)
¿No es acaso esto mismo lo que todos anhelamos escuchar al final de nuestros días? ¿Existirán palabras más consoladoras, más dulces, más tiernas, más seguras? No sólo es estar en el paraíso sino es estar con Él, con el amor de nuestras vidas, con el que nos amó incodicionalmente, con el que viendome en la cruz junto a Él se apiadó de mí. Jesús nos abrió las puertas del cielo al abrirnos su corazón para que pudieramos entrar en amistad con Él. Nunca es tarde para volvernos a Él, recordemos Él nos amó primero, hemos de darnos por entero y ponernos a caminar. El ladrón arrepentido nos muestra que el Señor nos perdona siempre, nos perdona todo y nos perdona a todos. ¿Qué más hace falta que haga por nosotros para que nos demos cuenta de su amor?
«He aquí a tu hijo: he aquí a tu Madre» (Jn 19, 26)
«Juan nos ha contado lo que los otros no nos han narrado; es decir, como, al estar junto a la cruz, la llamó “Madre”, dando más importancia el conoceder a la Madre, a pesar del sufrimiento, la demostración de afecto filial que conceder el reino de los cielos. Si es un hecho piadoso el conceder el perdón al ladrón, es un gesto de más rico significado que el Hijo honre a su Madre con afecto tan tierno…Desde la cruz , Cristo dio testimonio y repartió entre la Madre y el discípulo sus manifestaciones de afecto…María no fue tenida en menos de cuanto convenía a la Madre de Cristo. Mientras que los discípulos huyeron ella se mantenía firme delante de la cruz, con ojos llenos de afecto contemplaba las heridas del Hijo, pues buscaba no la muerte del Hjo, sino la salvación del mundo y quizás porque había conocido -ella había sido la cámara real-que la redención del mundo tendría lugar mediante la muerte del Hijo…Imitemos a esta Madre, madere santa, que en su único Hijo muy amado manifestó ese ejemplo de heroísmo materno» (san Ambrosio, Cartas 14, 109)
Que dicha más grande para los cristianos poder llamar desde aquel día a María santísima con el título de Madre, en medio del sufrimiento y el dolor Jesús nos enseña como hemos de honrar a nuestros padres, pero también nos concede la gracia de tener una intercesora entrañable, fuimos confiados a sus cuidados y a la vez ella fue confiada a nosotros ¿cómo esta nuestra relación con ella? Acudamos a ella como nuestro recurso ordinario decía san Marcelino Champagnat, ella nos alcanzará todo tipo de gracias y será la estrella que ilumine nuestro peregrinaje hacia el cielo. La vida de la Iglesia ha estado siempre animada por su Madre, las piadosas mujeres caminaban con ella en el momento más duro, durante la espera de la llegada del Espíritu Santo los apóstoles se reunían en oración con ella, seguramente esta presente en nuestra vida, ¿acaso dejará de oír nuestra oración cuando muchas veces entre rosarios y otros rezos invocamos su ayuda? ¿cómo cuidamos de ella y de su Dulce Nombre? La mejor manera de custodiarla no son tanto las discusiones o pleitos que podamos armar sino cumplir los deseos de su Inmaculado Corazón que nos dice “Hagan lo que el les diga”, vivir como hijos de María no es otra cosa sino vivir como Jesús.
«Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mt 27, 46)
«Como es sabido, el grito inicial del Salmo, Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?, es citado por los evangelios de san Mateo y de san Marcos como el grito lanzado por Jesús moribundo en la cruz (cf. Mt 27, 46; Mc 15, 34). Ello expresa toda la desolación del Mesías, Hijo de Dios, que está afrontando el drama de la muerte, una realidad totalmente contrapuesta al Señor de la vida. Abandonado por casi todos los suyos, traicionado y negado por los discípulos, circundado por quien lo insulta, Jesús está bajo el peso aplastante de una misión que debe pasar por la humillación y la aniquilación. Por ello grita al Padre, y su sufrimiento asume las sufridas palabras del Salmo. Pero su grito no es un grito desesperado, como no lo era el grito del salmista, en cuya súplica recorre un camino atormentado, desembocando al final en una perspectiva de alabanza, en la confianza de la victoria divina. Puesto que en la costumbre judía citar el comienzo de un Salmo implicaba una referencia a todo el poema, la oración desgarradora de Jesús, incluso manteniendo su tono de sufrimiento indecible, se abre a la certeza de la gloria…Y el lamento se transforma, deja lugar a la alabanza en la acogida de la salvación: «Tú me has dado respuesta. Contaré tu fama a mis hermanos, en medio de la asamblea te alabaré» (vv. 22c-23)… El Señor acudió en su ayuda, salvó al pobre y le mostró su rostro de misericordia. Muerte y vida se entrecruzaron en un misterio inseparable, y la vida ha triunfado, el Dios de la salvación se mostró Señor invencible, que todos los confines de la tierra celebrarán y ante el cual se postrarán todas las familias de los pueblos. Es la victoria de la fe, que puede transformar la muerte en don de la vida, el abismo del dolor en fuente de esperanza. »
(Benedicto XVI, 14 de septiembre de 2011)
Las palabras del Papa ciertamente nos enseñan como hemos de volvernos al Señor en los momentos de dificultad, orar con los salmos es orar con la misma palabra de Dios, Jesús en la cruz se convierte en un maestro de oración confiada al Padre, sabiendo que el intervendrá en nuestro favor para producir en nuestras vidas todo lo necesario para nuestra salvación. ¿Cómo es mi relación con la Palabra de Dios? ¿estoy orando con ella? ¿al meditar en Cristo que clavado en la Cruz cita un salmo para elevar una súplica al Padre acaso no me siento movido a imitar al Divino Maestro? ¿La Sagrada Escritura es la fuente de mis criterios, de mi modo de pensar y de actuar? Jesús al rezar este salmo aparentemente encuentra confusión sin embargo vemos que en realidad haya en él consuelo ante el momento de dolor.
«Tengo sed» (Jn 19, 28)
«Un domingo, mirando una estampa de Nuestro Señor en la cruz, me sentí profundamente impresionada por la sangre que caía de sus divinas manos. Sentí un gran dolor al pensar que aquella sangre caía al suelo sin que nadie se apresurase a recogerla. Tomé la resolución de estar siempre con el espíritu al pie de la cruz para recibir el rocío divino que goteaba de ella, y comprendí que luego tendría que derramarlo sobre las almas…
También resonaba continuamente en mi corazón el grito de Jesús en la cruz: «¡Tengo sed!». Estas palabras encendían en mí un ardor desconocido y muy vivo… Quería dar de beber a mi Amado, y yo misma me sentía devorada por la sed de almas… No eran todavía las almas de los sacerdotes las que me atraían, sino las de los grandes pecadores; ardía en deseos de arrancarles del fuego eterno… Y para avivar mi celo, Dios me mostró que mis deseos eran de su agrado. »
(Santa Teresa de Lisieux, Manuscrito A, Cap. 5)
La palabras de la santa doctora del Carmelo nos revelan también como la hora de la cruz es una ocasión para meditar acerca de nuestra misión en la vida de la Iglesia ¿estoy buscando saciar la sed de Cristo llevando a mis hermanos a Él? Jesús quiere que colaboremos en su obra de la salvación, el tiene deseo de encontrarse con nosotros y por nosotros con otros tantos hombres y mujeres que nos rodean, el desea estar muy cerquita de todos, y podemos colaborar en cumplir ese deseo, también nosotros podemos ayudar a apagar la sed de Cristo. ¿Soy para los demás una ocasión de encuentro con Cristo? ¿Les estoy ayudando a llegar al cielo? ¿Soy puente de comunión entre los miembros de mi familia y Jesús? ¿Qué hay de mis amigos o compañeros de trabajo?
La persona que ama busque otros amen a aquel al que ama, la misión brota de ese encuentro, así como nos hemos sentido amados por Cristo al contemplarlo al dar su vida por nosotros, también queremos que otros sean partícipes de ese amor. Queremos saciar la sed de Cristo.
«Todo está consumado» (Jn 19,30)
«Si Cristo ve que todo se ha cumplido y dice esa voz que parece una voz de creación: «Todo se ha cumplido». Qué hermosa es la vida del hombre cuando retorna a la hora de la muerte a la casa del Padre y le puede decir: ¡todos los detalles de mi vida han sido reflejo de tu voluntad divina! Qué triste en cambio tiene que ser la presencia de un réprobo ante Dios. La presencia de un rebelde que le quiere decir a Dios: Señor no obedecí tus leyes, creí que era libre y que la libertad consistía en sacudir tus mandamientos. Quise buscar los caminos de la felicidad no por tus leyes sino por mis caprichos, por mis pasiones, por mis vicios. ¡Qué hermosa la vida, hermanos, cuando a pesar de las pruebas, sabemos que toda va siendo calcada en la voluntad del Señor! Procuremos que esta tarde el mensaje de Cristo muriendo en la cruz se refleje en nuestra vida entregada a su voluntad santísima. » (San Oscar Arnulfo Romero, 24 marzo de 1978)
Tener presente el fin de nuestra historia es muy importante para caminar en una sana tensión hacia el cielo, memento mori, decían los antiguos, recuerda que un día habrás de morir. La santidad es el culmen de una vida entregada por amor, al contemplar esta palabra de Jesús y ver la obra de su vida debo sentirme interpelado ¿cómo estoy llevando mi vida? Si hoy fuese llamado ante la presencia del Altísimo, podría decir en mi lecho de muerte esto mismo, “todo está consumado” ya todo se cumplió, he vivido en plenitud, he llegado a la meta. Todo nuestro peregrinaje hacia el cielo no es otra cosa sino un proceso continuo de santificación, un continuo avanzar más en el camino de la fe hasta tener la tranquiliad de poder imitar esas palabras cuando lleguemos al final de nuestra vida. Más aún el griego “tetelestai” que traduce el «esta consumado» tiene como raíz “telos” que significa el fin, no en cuanto el término de una carrera, sino el propósito de algo, Jesús ha cumplido la misión para la que vino al mundo, nuestra salvación como decimos en el Credo, ¿nosotros vivimos según nuestro fin último? recordemos hemos sido traídos a este mundo para dar gloria a Dios, para amarlo, conocerlo y servirlo al Señor y gozar luego eternamente de Él en el cielo.
«Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23, 46)
«Parece como si impulsado por una particular inspiración, el evangelista no haya dicho simplemente murió, sino entregó el espíritu. Es decir, entregó su espíritu en manos de Dios Padre, de acuerdo con lo que él mismo había dicho, si bien a través de la profética voz del salmista: Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu. Y mientras tanto, la fuerza y el sentido de estas palabras constituían para nosotros el comienzo y el fundamento de una dichosa esperanza.
Debemos efectivamente creer que las almas de los santos, al salir del cuerpo, no sólo se confían a las manos del Padre amadísimo, Dios de bondad y de misericordia, sino que en la mayoría de los casos se apresuran al encuentro del Padre común y de nuestro Salvador Jesucristo, que nos despejó el camino. Ni es correcto pensar —como hacen los paganos—, que estas almas estén revoloteando en torno a sus tumbas, en espera de los sacrificios ofrecidos por los muertos, o bien que sean arrojadas, como las almas de los pecadores, en el lugar del inmenso suplicio, esto es, en el infierno.
Cristo entregó su alma en las manos del Padre, para que en ella y por ella logremos nosotros el comienzo de la luminosa esperanza, sintiendo y creyendo firmemente que, después de haber soportado la muerte de la carne, estaremos en las manos de Dios, en un estado de vida infinitamente mejor que el que teníamos mientras vivíamos en la carne. Por eso el Doctor de los gentiles escribe que es mucho mejor partir de este cuerpo para estar con Cristo. »
(San Cirilo de Alejandría, Lib. 12: PG 74, 667-670)
Jesús, en la Última Hora nos da ejemplo de como hemos de confiar con plena seguridad en el plan de la Divina Providencia en nuestra vida ¿Qué es la Divina Providencia sino el ejercicio del gobierno del mundo de parte de Dios? Abandonarnos en Él es soltar amarras, es dejar que Él tome el control de nuestras vidas, es corresponder a su plan Divino de Salvación de nuestas almas y entrar en su voluntad amorosa. Esta expresión brota del Corazón de Cristo en cuyo interior la voluntad de Dios y la del Hombre han sido reconciliadas, puesto que en Él, nuestro Nuevo Adán, reconocemos que la voluntad divina en la vida del hombre, no son cadenas que nos oprimen, al contrario es el mayor ejercicio de libertad que podemos tener, de ahí que obedecer su Palabra, sus mandatos, sus consejos, es para nosotros el mayor de los gozos no obstante las incomprensiones que nos pueda acarrear de parte de algunos o incluso si ello nos trae la muerte, es este amor y abandono confiado la fuente de la voluntad de los mártires.