Notas utilizadas para dar un Curso básico de Teología Espiritual (Tema 4)
“El Verbo se encarnó para ser nuestro modelo de santidad: «Tomad sobre vosotros mi yugo, y aprended de mí … «(Mt 11, 29). «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre sino por mí» (Jn 14, 6). Y el Padre, en el monte de la Transfiguración, ordena: «Escuchadle» (Mc 9, 7; cf. Dt 6, 4-5). Él es, en efecto, el modelo de las bienaventuranzas y la norma de la Ley nueva: «Amaos los unos a los otros como yo os he amado» (Jn 15, 12). Este amor tiene como consecuencia la ofrenda efectiva de sí mismo (cf. Mc 8, 34).” (Catecismo de la Iglesia Católica 459)
La configuración con Cristo
No seremos santos si no en la medida en que vivamos la vida de Cristo y en la medida en que Cristo vivirá Su vida en nosotros. El proceso de santificación es en definitiva un proceso de cristificación. El cristiano está llamado a ser otro Cristo y sólo cuando pueda decir “vivo, pero no yo, sino es Cristo que vive en mí” (Gal 2, 20), estará seguro de haber alcanzado la perfección cristiana. Para este apartado seguiremos al P. Royo Marín (Teología de la Perfección Cristiana p. 71-88) en su comentario al Misterio de Cristo en base al verso joánico “Yo soy el camino, la verdad y la vida” (Jn 14, 6) y al comentario a la doxología final de la santa Misa “Per ipsum et cum ipso et in ipso, est tibi Deo Patri omnipotenti in unitate Spiritu Sancto, omnis honor et gloria pero omnia secula seculorum”
“No se trata aquí solamente de escuchar una enseñanza y de cumplir un mandamiento, sino de algo mucho más radical: adherirse a la persona misma de Jesús, compartir su vida y su destino, participar de su obediencia libre y amorosa a la voluntad del Padre. El discípulo de Jesús, siguiendo, mediante la adhesión por la fe, a aquél que es la Sabiduría encarnada, se hace verdaderamente discípulo de Dios (cf. Jn 6, 45). En efecto, Jesús es la luz del mundo, la luz de la vida (cf. Jn 8, 12); es el pastor que guía y alimenta a las ovejas (cf. Jn 10, 11-16), es el camino, la verdad y la vida (cf. Jn 14, 6), es aquel que lleva hacia el Padre, de tal manera que verle a él, al Hijo, es ver al Padre (cf. Jn 14, 6-10). Por eso, imitar al Hijo, «imagen de Dios invisible» (Col 1, 15), significa imitar al Padre.” Veritatis Splendor n.19
Jesucristo es la vía
Nadie puede ir al Padre sino por medio de Él (cf. Jn 14, 6), porque no se nos ha dado otro nombre bajo el cielo mediante el cual podamos salvarnos (cf. Hch 4, 12). El es causa meritoria de nuestra salvación y por tanto de nuestra santificación, es decir de todas las gracias que necesitamos para alcanzar nuestro fin último.
Jesús ha restablecido el plan divino de nuestra salvación, destruido por el pecado de Adán “En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene: en que Dios envió al mundo a su Unigénito, para que vivamos por medio de Él” (1 Jn 4, 9). Y desde este momento en adelante, Cristo es la única vía para ir al Padre. Es más, sin Él no podemos hacer nada (cf. Jn 15, 5)
“El amor de Dios por el hombre no se limita a restablecer en estricta justicia el equilibrio destruido por el pecado, mucho más allá de esto quiere el éxito de su plan de salvación. Es por eso que la encarnación es vista como una manuductio, un tomar de la mano al hombre para conducirlo por el camino de Dios. Es es la vía “nueva y viviente” de la cual habla la carta a los Hebreos (10, 20):
« (El apóstol) muestra como tenemos la confianza de acercarnos, ya que Cristo por su sangre ha inaugurado (iniativit), es decir comenzado (incoavit), para nosotros una vía nueva…Es la vía que lleva al cielo. Es nueva, porque antes de Cristo nadie la había encontrado: “Nadie ha subido al cielo, sino aquel que bajó del cielo” (Jn 3, 13). Es por ello que aquel quiere subir debe adherirse a Él como un miembro a su cabeza…Es viviente, es decir que dura para siempre, de modo que se manifiesta la fecundidad (virtus) de la deidad que vive para siempre. Aquella es esa vía, el Apóstol lo precisa cuando continua: “A través del velo, es decir su sangre”. Al modo que el Sumo Sacerdote entra en el Santo de los santos por medio del velo, del mismo modo si nosotros queremos entrar en el santuario de la gloria, debemos pasar por la carne de Cristo que fue el velo de su divinidad. “Eres verdaderamente un Dios escondido!” (Is 45, 15). No basta con creer en Dios si uno no creen en la encarnación» (Sobre la carta a los Hebreos 10, 20)” (Jean Pierre Torrel, Saint Thomas d’Aquin, Maitre spirituel p. 146)
Por tanto, toda la preocupación del cristiano debe consistir en el vivir la vida de Cristo, en el incorporarse a Él, en dejar circular a través de sus venas, sin poner obstáculos, la linfa vital de Cristo. Él es la vid y nosotros los sarmientos; la vida del sarmiento depende de su unión a la vid, de la cual recibe la linfa; separado de ella, se seca y es tirado al fuego (Jn 15, 1-6)
San Pablo no hallaba en el lenguaje humano palabras justas para expresar esta realidad inefable de la incorporación del cristiano a su divina Vid. La vida, la muerte, la resurrección del cristiano: todo ha de estar unido íntimamente a Cristo. Y, ante la imposibilidad de expresar estas realidades con las palabras humanas en uso, creó esas expresiones enteramente nuevas, desconocidas hasta él, que no debía tampoco acabarle de llenar: “hemos muerto juntamente con Cristo”: conmortui -συναπεθάνομεν-synapethanomen (2 Tim 2,11), y con Él hemos sido sepultados: consepulti-συνετάφημεν-synetaphēmen (Rm 6,4) y con Él hemos resucitado: conresuscitati-συνήγειρεν-synēgeiren (Ef 2, 6) y hemos sido vivificados y plantados en Él: convivificati–συνεζωοποίησεν-synezoopoisen– nos in Christo (Ef 2, 5) et complantati- σύμφυτοι-symphytoi (rm 6, 5) para que vivamos con Él: convivemus συζήσομεν-syzesomen (2 Tim 2, 11) a fin de reinar juntamente con Él eternamente: et consedere-συνεκάθισεν-synekathisen fecit in caelistibus in Christo Iesu (Ef 2, 6)
Cristo, entonces, es la única vía para ir al Padre y la única forma posible de santidad, el plan actual de la Providencia. Ahora comprendemos como los santos, iluminados por Dios por una luz especial para entender el misterio de Cristo, deseaban desaparecer y dejarse tomar por Él, para que Cristo viviese en ellos Su vida.
Santa Isabel de la Trinidad dirigiéndose a Cristo le rogaba así: “Revísteme de Ti, identifica mi alma con todos los movimientos de Tu alma, sumérgeme, invádeme, sustitúyete a mí, para que mi vida no sea sino una irradiación de la Tuya. Ven en mí como adorador, reparador y salvador. ¡Oh Verbo eterno, palabra de mi Dios, quiero pasar mi vida escuchándote, quiero hacerme dócil a toda enseñanza Tuya, para aprender todo de ti…Oh fuego consumante, Espíritu de amor, desciende en mí, para que se haga en mi alma, casi una encarnación del Verbo! Que yo sea una prolongación de Su humanidad, en la que Él pueda renovar todo Su misterio. Y tu oh Padre, inclínate hacia tu pobre y pequeña creatura, cúbrela de Tu sombra, no veas en ella sino a tu amado en el cual has puesto Tus complacencias” (Elevación a la Trinidad)
Jesucristo es la verdad
Esto nos hace hablar de lacausalidad ejemplar de Cristo, ejercitada en nosotros con Su persona y con Sus obras y con Su doctrina. Toda vida cristiana, como toda santidad, se reduce a esto: ser por gracia lo que Cristo es por naturaleza: Hijo de Dios. Esta debe ser la preocupación fundamental del cristiano: contemplar a Jesús y hacer propios, sus comportamientos de hijo frente al Padre, que también es nuestro Padre, según las mismas palabras de Jesús “Subo al Padre mío y Padre vuestro, al Dios mío y Dios vuestro” (Jn 20, 17).
“La naturaleza humana no encuentra su perfección sino que en la unión a Dios…Hay que imitarla por tanto cuanto nos sea posible, ya que es propio de los hijos imitar a su padre (ad filium pertinet patrem imitari)…Nosotros somos hijos, ya que el es nuestro Padre por la creación….amados ya que el el nos ha hecho participar de su propia vida (ad participationem sui ipsius -para participar de Él)” Sobre los efesios 5, 1 (J.P. Torrel, Saint Thomas d’Aquin, maitre spirituel p. 150)
En el Corazón de Jesús “Hijo del Eterno Padre” aprendemos lo que hemos de ser los hijos que hemos sido adoptados por las aguas del bautismo. Esta realidad es la esencia misma del cristianismo: el fondo más esencial está dado por el estado de hijo de Dios, por la participación por medio de la gracia santificante, a la filiación eterna del Verbo encarnado. Toda la enseñanza de Jesús y de los Apóstoles se resumen en esta verdad y todos los misterios de Jesús tienden a determinar esta realidad en nuestra alma.
“La filiación adoptiva es una semejanza de la filiación eterna, como todas las cosas realizadas en el tiempo son semejanzas de las existentes desde toda la eternidad. Ahora bien, el hombre se asemeja al esplendor del Hijo eterno por la claridad de la gracia, que se atribuye al Espíritu Santo. Y, por ese motivo, aunque la adopción sea común a toda la Trinidad, se apropia al Padre como autor, al Hijo como ejemplar, y al Espíritu Santo como el que imprime en nosotros la semejanza del ejemplar.” (STh III, q. 23, a.2 sed contra 3).
Cristo ha practicado aquello que ha enseñado y ha enseñado aquello que ha practicado; Su vida y Su doctrina formaban un todo armónico y unitario, del cual subía incesantemente al cielo la glorificación de Dios. Asumiendo la naturaleza humana, Cristo ha querido darnos en Su persona, un ejemplo perfecto de todas las virtudes y esto no sin un proyecto de Dios, por eso una de las letanías del Sagrado Corazón lo llama “abismo de todas las virtudes”. El ejemplar supremo de toda santidad es el Verbo eterno. Hablando en absoluto, el prototipo y ejemplar supremo de toda perfección y santidad es el Verbo Eterno…Por Él han sido creados los ángeles, los hombres, el universo entero: todas las cosas fueron hechas por Él, y sin Él no se hizo nada de cuanto ha sido hecho (Jn 1, 3).
“la bienaventuranza es el premio de la virtud. Conviene, por lo tanto, que los que tienden a la bienaventuranza se preparen según la virtud. Pero somos impulsados a la virtud con las palabras y el ejemplo. Y los ejemplos y palabras de alguien mueven tanto más a la virtud cuanto más segura es la opinión que tenemos de su bondad, Sin embargo, de un puro hombre jamás se ha podido tener una opinión infalible de su bondad, porque incluso los varones más santos fueron defectuosos en algo. Luego, para consolidar al hombre en la virtud, fueron necesarios a doctrina y los ejemplos de virtud del Dios humanado. Por esto dice el Señor: “Porque yo os he dado ejemplo para que vosotros hagáis como yo he hecho”.” (Suma Contra Gentiles IV, 54)
Él es un modelo perfecto, practico todas las virtudes de modo heroico, imitable por todos porque asumió nuestra condición semejante en todo a nosotros menos en el pecado, y atrayente “los corazones generosos, al ver cuánto ha hecho y padecido Jesús por ellos, siéntense presa del divino Crucificado, y, por ende, de la cruz misma; a pesar de la repugnancia de la naturaleza, llevan denodadamente sus cruces interiores y exteriores, ya para parecerse más y más a su divino Maestro ya para mostrarle su amor padeciendo con Él y por Él, ya para tener más abundante participación de los frutos de la redención y cooperar con Él a la santificación de sus hermanos. Así se ve en las vidas de los santos, que corren detrás de las cruces con mayor anhelo que los mundanos detrás de los placeres” (Compendio de Ascética y Mística, Tanquerey p.99)
Jesucristo ejercita sobre nosotros su papel de eterna Verdad comunicándonos a través de su doctrina divina el resplandor de su sabiduría. Las letanías al Corazón de Jesús lo llamarán como aquel “en quien están todos los tesoros de sabiduría y ciencia”. Y es que la inteligencia de Cristo es un abismo en el cual la razón humana, aún si iluminada por la fe, se pierde. En Él existen tres especies de ciencia distintas y armonizadas: la ciencia divina que poseía en cuanto Verbo de Dios; la ciencia infusa que recibió de Dios y la ciencia adquirida que desarrolló en el curso de Su vida.
No es casualidad que san Pablo contempla reunidos en Cristo todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia (cf. Col 2, 3). Estos tesoros no han querido reservárselos solo para sí, sino que ha querido al Padre comunicarlos a sus hijos adoptivos, en la medida y en el grado necesario para su vida sobrenatural. El alma que quiere encontrar la verdadera vía para ir a Dios no debe hacer otra cosa que abrir el Evangelio y tomar la verdad que de él emana. Los santos, al contacto con el Evangelio, perdían el gusto por los libros escritos por los hombres. Decía santa Teresa de Lisieux “no encuentro más nada en los libros, a excepción del Evangelio. Éste me basta” (Últimas conversaciones).
“Nadie puede pasar por la puerta que conduce a la bienaventuranza sino es por la verdad, ya que la beatitud no es otra cosa sino el gozo de la verdad (gaudium de veritate). Cristo en su divinidad se identifica con la verdad; por ello en su humanidad, el entra por sí mismo, es decir por la verdad que Él es su calidad de Dios. Nosotros, por el contrario, no somos la verdad, somos solamente hijos de luz por nuestra participación en la luz verdadera e increada, es por ello que debemos pasar por la verdad que es Cristo.” (Santo Tomás de Aquino, Sobre san Juan 10, 7 en J.P. Torrell, Saint Thomas d’Aquin, Maitre spirituel p.160)
«Lo que antiguamente habló Dios en los profetas a nuestros padres de muchos modos y de muchas maneras, ahora a la postre, en estos días nos lo ha hablado en el Hijo todo de una vez…Dios ha quedado como mudo y no tiene más que hablar, porque lo que hablaba antes en partes a los profetas ya lo ha hablado en el todo, dándonos al Todo, que es su Hijo.
Por lo cual, el que ahora quisiese preguntar a Dios, o querer alguna visión o revelación, no sólo haría una necedad, sino haría agravio a Dios, no poniendo los ojos totalmente en Cristo, sin querer otra alguna cosa o novedad. Porque le podría responder Dios de esta manera diciendo: “Si te tengo ya habladas todas las cosas en mi Palabra, que es mi Hijo, y no tengo otra ¿qué te puedo ahora responder o revelar que sea más que eso? Pon los ojos en sólo en Él, porque en Él te lo tengo todo dicho y revelado, hallarás aún más de lo que pides y deseas…Que si antes hablaba era prometiendo a Cristo; y si me preguntaban, eran las (preguntas) encaminadas a la petición y esperanza de Cristo, en que había de hallar todo bien, como ahora lo da a entender toda la doctrina de los evangelistas y apóstoles…Si quisieres que te respondiese yo alguna palabra de consuelo, mira a mi Hijo, sujeto a mí y sujetado por mi amor, y afligido, y verás cuántas te responde…”» (San Juan de la Cruz, Subida al Mote Carmelo 2, 22, 4-6)
Jesucristo es la vida
Tres son los motivos por lo que Cristo puede ser definido como nuestra vida: porque nos ha merecido la gracia, que es la vida sobrenatural del alma; porque esa vida surge de Él y porque Él nos la comunica.
Es imposible para los hombres satisfacer en modo adecuado por el pecado de Adán. Dios podía condonar la deuda, pero sólo un Dios hecho hombre ha podido colmar este abismo y ofrecer a la justicia divina un sacrificio pleno. “Y el Verbo de Dios se hizo carne y habitó entre nosotros” (Jn 1, 14). Uniendo en Cristo las dos naturalezas, la divina y la humana, en la única persona del Verbo todas Sus acciones resultan de un valor infinito. De hecho, la redención se ha obrado con el sacrificio en la cruz. Así ha sido por un plan inescrutable de la Providencia divina.
Así, Cristo merece por nosotros, y tal mérito tiene su fundamento en la misma gracia capital de Cristo, en virtud de la cual Él ha sido constituido cabeza de todo el género humano; en la libertad soberana de todas Sus acciones y en el amor inefable con el cual, para salvarnos, aceptó la pasión. La eficacia de Su satisfacción y de Sus méritos es infinita e inagotable.
Todas las gracias que el hombre ha recibido de Adán hasta la venida de Cristo le han sido concedidas únicamente en vista de Él; y todas las que recibirá la humanidad hasta la consumación de los siglos brotan del Corazón de Cristo como de su única fuente. Nuestra gracia y aquella de toda la humanidad caída y reparada, es la gracia de Cristo, es decir, la gracia de Dios a través de Cristo, la gracia de Dios cristificada. Esta gracia nos es comunicada en las formas más diversas, pero la fuente es única: Cristo, Su humanidad unida personalmente al Verbo. Para comunicarnos la vida divina, Dios, ha utilizado la humanidad de Cristo, por Él constituido Cabeza, Mediador universal, fuente y dispensador de toda gracia. Y esto sobre todo en vistas de Su pasión, por haber realizado, con sus sufrimientos y méritos, la salvación de la humanidad (cf. Flp 2, 7-9)
Jesucristo es, además, la cabeza de un Cuerpo místico, cabeza de la Iglesia, ya que “el primogénito entre muchos hermanos” (Rm 8, 29); “Él es lleno de gracia y de verdad” (Jn 1, 14); “De su plenitud todos hemos recibido gracia tras gracia” (Jn 1, 16)
Jesús ejerce su influjo vital sobre los miembros vivos que permanecen unidos a Él en esta vida mediante la gracia y la caridad de muchas maneras, especialmente mediante los sacramentos y la fe informada por la caridad. Cristo es el autor de los sacramentos, signos sensibles que significan y producen la gracia santificante y que, por tanto, sólo Él podía instituir y de hecho ha instituido para comunicarnos con ellos, Su vida divina (Jn 10, 10)
San Pablo afirma luego, que Cristo habita mediante la fe en nuestros corazones (cf. Ef 3, 17). La virtud de Cristo habita en nosotros mediante la fe y toda vez que nos dirigimos a Él con el contacto de nuestra fe vivificada por la caridad (la fe sin las obras está muerta St 2, 26), brota de Cristo una virtud santificante que ejercita en nosotros un influjo benéfico.
Jesús nos muestra el plan de Dios para el hombre, podríamos concluir esta primera parte del Misterio de Cristo con una cita san Juan Pablo II:
“El hombre no puede vivir sin amor. Él permanece para sí mismo un ser incomprensible, su vida está privada de sentido si no se le revela el amor, si no se encuentra con el amor, si no lo experimenta y lo hace propio, si no participa en él vivamente. Por esto precisamente, Cristo Redentor, como se ha dicho anteriormente, revela plenamente el hombre al mismo hombre. Tal es —si se puede expresar así— la dimensión humana del misterio de la Redención. En esta dimensión el hombre vuelve a encontrar la grandeza, la dignidad y el valor propios de su humanidad. En el misterio de la Redención el hombre es «confirmado» y en cierto modo es nuevamente creado. ¡Él es creado de nuevo! «Ya no es judío ni griego: ya no es esclavo ni libre; no es ni hombre ni mujer, porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús». El hombre que quiere comprenderse hasta el fondo a sí mismo —no solamente según criterios y medidas del propio ser inmediatos, parciales, a veces superficiales e incluso aparentes— debe, con su inquietud, incertidumbre e incluso con su debilidad y pecaminosidad, con su vida y con su muerte, acercarse a Cristo. Debe, por decirlo así, entrar en Él con todo su ser, debe «apropiarse» y asimilar toda la realidad de la Encarnación y de la Redención para encontrarse a sí mismo. Si se actúa en él este hondo proceso, entonces él da frutos no sólo de adoración a Dios, sino también de profunda maravilla de sí mismo. ¡Qué valor debe tener el hombre a los ojos del Creador, si ha «merecido tener tan grande Redentor», si «Dios ha dado a su Hijo», a fin de que él, el hombre, «no muera sino que tenga la vida eterna»!
En realidad, ese profundo estupor respecto al valor y a la dignidad del hombre se llama Evangelio, es decir, Buena Nueva. Se llama también cristianismo. Este estupor justifica la misión de la Iglesia en el mundo, incluso, y quizá aún más, «en el mundo contemporáneo». Este estupor y al mismo tiempo persuasión y certeza que en su raíz profunda es la certeza de la fe, pero que de modo escondido y misterioso vivifica todo aspecto del humanismo auténtico, está estrechamente vinculado con Cristo. Él determina también su puesto, su —por así decirlo— particular derecho de ciudadanía en la historia del hombre y de la humanidad. La Iglesia que no cesa de contemplar el conjunto del misterio de Cristo, sabe con toda la certeza de la fe que la Redención llevada a cabo por medio de la Cruz, ha vuelto a dar definitivamente al hombre la dignidad y el sentido de su existencia en el mundo, sentido que había perdido en gran medida a causa del pecado. Por esta razón la Redención se ha cumplido en el misterio pascual que a través de la cruz y la muerte conduce a la resurrección.
El cometido fundamental de la Iglesia en todas las épocas y particularmente en la nuestra es dirigir la mirada del hombre, orientar la conciencia y la experiencia de toda la humanidad hacia el misterio de Cristo, ayudar a todos los hombres a tener familiaridad con la profundidad de la Redención, que se realiza en Cristo Jesús. Contemporáneamente, se toca también la más profunda obra del hombre, la esfera —queremos decir— de los corazones humanos, de las conciencias humanas y de las vicisitudes humanas.” (Redemptor Hominis 10)
Vivir el misterio de Cristo.
Una fórmula del Sacrificio de la Misa resume lo que debemos de hacer para alcanzar las cimas de la perfección cristiana “Per ipsum, et cum ipso, et in ipso, est tibi Deo Patri ominipotenti, in unitate Spiritus Sancti, omnis honor et gloria”
Todo lo que el hombre busca fuera de Cristo para glorificar a Dios, está fuera de la vía y no es apto para conseguir este fin. Todo, por tanto, consiste en el incorporarse siempre más a Cristo para cumplir todo por Él, con Él y en Él, bajo la acción del Espíritu Santo y para la gloria del Padre. Esta es la vida cristiana.
Per ipsum – Por Cristo
Es necesario incorporar a Cristo todas nuestras buenas obras, para presentarlas todas al Padre por medio de Cristo a través de Él. Este acto será agradable a Dios Padre y le procurará una gloria inmensa. He ahí la primera preocupación que debe tener el cristiano en la realización de todas sus buenas obras. Sin eso andará fuera de camino, no dará un solo paso hacia adelante, no llegará jamás a la cumbre de la santidad. La Sagrada Liturgia es justamente escuela de oración en la que la Esposa de Cristo no enseña a ofrecer todo al Padre a través de Cristo Jesús recordemos las numerosas oraciones “Por Cristo Nuestro Señor” o “Por Nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, en la unidad del Espírito, que es Dios, por los siglos de los siglos”
Con ipso – Con Él
Pero hacer todas las cosas por Cristo a través de Cristo, es poco todavía. Hay que hacerlas con Él, en unión íntima con Él. La divinidad de Cristo, el Verbo de Dios, está presente de manera permanente y habitual en toda alma en gracia. No es una ilusión la de obrar con Él, antes bien es una realidad teológica. Mientras permanezcamos en gracia, Cristo habita en nosotros y nada se opone a que hagamos todo con Él. Nuestras obras adquirirán a los ojos del Padre un gran valor, cuando se las presentamos incorporados a Cristo y en unión íntima con Él. Sin tal incorporación no valdrían nada, pero con Él, adquieren un valor incomparable. He ahí porque todos los esfuerzos del cristiano deben estar dirigidos a aumentar e intensificar siempre tal unión con Cristo. Para recordar otro gesto de la Sagrada Liturgia es como la gotita de agua, que no vale nada por sí misma pero que, arrojada al cáliz y mezclada con el vino del sacrificio, se convierte en la sangre de Jesús, con todo su valor redentor y santificador rigurosamente infinito “El agua unida al vino sea signo de nuestra participación en la vida divina de quien ha querido compartir nuestra condición humana”
Et in ipso – En Él
Hacer todas las cosas por Cristo y con Él es de un precio y valor incalculable. Pero hacerlas en Él, dentro de Él, identificados con Él, lleva hasta el paroxismo esta sublimidad y grandeza. Las dos primeras modalidades (Por, con) son algo extrínseco a nosotros y a nuestras obras; esta tercera nos mete dentro de Cristo, identificándonos, de alguna manera, con Él y nuestras obras con las suyas. El cristiano está llamado a realizar todas sus obras identificado con Cristo. Somos incorporados a Cristo de tal manera que estamos íntimamente en Él, por eso san Agustín acuñará una expresión célebre al llamar a los cristianos en unión a Cristo el Cristo total, véase el comentario al salmo 26:
“Salmo de David, antes de ser ungido. Tal es el título del salmo: Salmo de David, antes de ser ungido, o sea, antes de recibir la unción. Es un hecho que David fue ungido como rey. Por aquel entonces sólo se ungía al rey y al sacerdote. En aquella época esas dos personas eran objeto de unción. En estas dos personas se prefiguraba el futuro único rey y sacerdote, el único Cristo revestido de ambas dignidades. Por eso la palabra Cristo deriva de crisma, unción. Pero no solo recibió la unción Cristo nuestra cabeza, sino también su cuerpo que somos nosotros. Es rey porque nos rige y nos guía; es sacerdote porque intercede por nosotros. Y además solo Él fue sacerdote con la peculiaridad de ser víctima también. El sacrificio que ha ofrecido a Dios no es otro que el sacrificio de Sí mismo. Fuera de Sí mismo no habría hallado otra víctima racional tan pura que, como cordero sin mancha, nos redimiera con su sangre, y nos incorporase a Él, haciéndonos miembros suyos de modo que también nosotros, en Él, fuéramos Cristo. Por tanto, actualmente la unción corresponde a todos los cristianos, mientras que en los primeros tiempos del Antiguo Testamento estaba reservada exclusivamente para dos personas nada más. Es, pues, claro que nosotros somos el Cuerpo de Cristo ya que todos recibimos la unción; y en este Cuerpo todos somos de Cristo y todos somos Cristo, porque en cierto modo el Cristo entero lo constituyen la Cabeza y el cuerpo. Esta unción nos perfeccionará espiritualmente en aquella vida que se nos promete. Y esta es la voz del que suspira por aquella vida, y es cierta voz de quien anhela la gracia de Dios que tendrá su realización en nosotros al final. Por eso está dicho: Antes de ser ungido. Porque actualmente nos ungen en modo sacramental, y en el mismo sacramento se prefigura algo de lo que vamos a ser. Nosotros, por nuestra parte, debemos tener ansias de ese algo futuro e inefable que no sé definir. Debemos suspirar en el misterio para poder gozarnos en la realidad que en el misterio se nos muestra como anticipo.” (San Agustin, Enarrationes in Psalmos, 26, 2, 2)
Est
La Iglesia emplea est en indicativoy no sit, en subjuntivo. No se trata de la expresión de un deseo que no se ha realizado todavía, sino la afirmación de un hecho que está presente ya en toda su realidad infinita “En estos momentos, cuando la Iglesia está reunida en torno al altar para ofrecer el cuerpo del Señor que sobre él descansa, Dios recibe efectivamente todo honra y gloria” (Jungmann, S.I. El Sacrificio de la Misa)
Y esto ocurre con cualquier acción del cristiano que suba al cielo por Cristo, con Él y en Él. La más pequeña de sus acciones adquiere de esta manera un valor en cierto modo infinito y glorifica inmensamente a Dios. El cristiano debería tener como preocupación única la de su constante incorporación a Cristo. Únicamente de esta forma se mantendría continuamente en la línea recta de su santificación, flecha directamente a Dios sin el menor rodeo ni desviación. Es éste, indudablemente, el punto de vista fundamental en que ha de colocarse cualquier alma que aspira a santificarse en poco tiempo. Por aquí no se rodea, se va directamente al fin.
Tibi Deo Patri omnipotenti – A ti Dios Padre omnipotente
Todo se ordena finalmente a Él, la gloria del Padre es el pensamiento dominante de Cristo, que no quiere que se cumpla su propia voluntad si se ha de oponer en lo más mínimo a la de su Padre (Mt 26, 39); trabaja únicamente por agradarle (Jn 8, 29). El cristiano debe asemejarse a Su divino modelo en todo, especialmente en esta continua aspiración hacia el Padre. S. Pablo nos lo recuerda cuando afirma “todas las cosas son vuestras; pero vosotros sois de Cristo, y Cristo es de Dios” (1 Cor 3, 22-23). Y un poco más adelante, en la misma epístola, completa su pensamiento cuando escribe “Es preciso que Él (Cristo) reine hasta poner a todos sus enemigos bajo sus pies…” pero “cuando le queden sometidas todas las cosas entonces el mismo Hijo se sujetará a quien a Él todo se lo sometió, para que sea Dios todo en todas las cosas” (1 Cor 15, 25-28). La gloria de Dios es el fin último y absoluto de toda la creación del mundo, de la redención y glorificación del género humano.
In unitate Spiritus Sancti – En la unidad del Espíritu Santo
Esta gloria de Dios, como es obvio, no pertenece exclusivamente a la persona del Padre. Es la gloria de la divinidad, del Dios Uno y Trino de la revelación. Por consiguiente, esa gloria que recibe el Padre por Cristo, con Él y en Él, pertenece también al Espíritu Santo, lazo divino que une al Padre y al Hijo en un inefable vínculo de amor que los consuma a los tres en la unidad de una misma esencia.
Omnis honor et gloria in saecula saeculorum – Todo honor y toda gloria por los siglos de los siglos.
En el plan actual de la economía de la gracia, toda la gloria que ha de recibir la Trinidad Beatísima de los hijos de los hombres ha de subir hasta ella por Cristo, con Él y en Él. No cabe duda. En el per ipsum de la santa Misa tenemos una fórmula sublime de santificación. El cristiano que se dedique a vivirla encontrará en ella un programa acabadísimo de perfección y un maná escondido que alimentará su vida espiritual y la irá incrementando hasta llevarla a su plena expansión y desarrollo en la cumbre de la santidad.