Notas utilizadas para dar un Curso básico de Teología Espiritual (Tema 13.1)
A. Conferencia: “Espiritualidad laical” Pbro. Juan Carlos Cuellar, en la parroquia “Saint Francis of Assisi, Atlanta, GA.
Espiritualidad
¿Qué entendemos por espiritualidad? ¿qué implica aplicarle el calificativo de “cristiana”?
A menudo cuando se habla de espiritualidad, muchos piensan en prácticas de meditación de tipo oriental, diversos rituales, prácticas de piedad, etc. Otros piensan lo referente a la dimensión no material del hombre, a lo que habitualmente se le denomina alma, aunque sin estar seguros qué es o cómo obra. Quizás quien tenga un poco más de formación psicológica o filosófica, particularmente metafísica, podría atreverse a decir que es un algo en el hombre por lo cual “piensa, razona y ama en el orden humano natural, a diferencia de los animales” (A. ROYO MARIN, Espiritualidad para seglares, BAC, Madrid 1967, p. 2).
Con un poco más de formación religiosa alguien podría decir que, por ejemplo, cuando se habla de vida espiritual se está hablando de la vida sobrenatural, como aquella que tiene el alma que está en gracia, y que cuando se pierde por el pecado mortal se dice “esta persona está muerta espiritualmente”.
También podría designar la vida sobrenatural vivida de una manera más plena o intensa como cuando se dice “esa persona es muy espiritual” haciendo referencia a que se ve que ora mucho, se comporta conforme a lo que cree o da un buen testimonio, se ve que frecuenta la iglesia, etc.
Así en el uso común cuando se habla de espiritualidad podemos decir que se habla de la vida interior de una persona que trasciende la esfera del mundo material.
Espiritualidad cristiana.
Ahora bien, cuando hablamos de espiritualidad cristiana, estamos agregando otra característica, estamos especificando a qué tipo de espiritualidad nos estamos refiriendo.
“Con ella se quiere significar el modo de vivir característico de un cristiano que trata de alcanzar su plena perfección sobrenatural. El programa fundamental de esa espiritualidad cristiana consiste en llegar a la plena configuración con Cristo para alabanza y gloria de la Santísima Trinidad”( A. ROYO MARIN, Espiritualidad para seglares, BAC, Madrid 1967, p.3)
O como dice san Pablo
“Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido con toda clase de bendiciones espirituales, en los cielos, en Cristo; por cuanto nos ha elegido en él antes de la fundación del mundo, para ser santos e inmaculados en su presencia, en el amor; eligiéndonos de antemano para ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo, según el beneplácito de su voluntad, para alabanza de la gloria de su gracia con la que nos agració en el Amado.” (Ef 1, 3-6)
En pocas palabras cuando hablamos de espiritualidad cristiana estamos hablando del modo en que los cristianos nos relacionamos y entramos en comunión con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo en virtud del bautismo.
Se trata de la respuesta a la llamada universal a la santidad, es nuestra respuesta a las palabras de Jesús “sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto.” (Mt 5, 48). Y esa perfección se realiza en la medida en que nos vamos asemejando a Cristo según la vocación de cada uno, de modo que todas nuestras actitudes y comportamientos, pensamientos y sentimientos sea permeados de su vida divina.
En realidad, la santificación es el rol del Espíritu Santo en nuestras vidas, todos nuestros esfuerzos humanos no son sino una correspondencia y una colaboración a la gracia que va derramando en nosotros, lo que hacemos es disponernos con todo nuestro alma y cuerpo a que su acción transforme nuestras vidas para unirnos a Él, que es el Amor
Así es como en nosotros se desarrolla la vida de la gracia, Dios vino a nuestra vidas el día del bautismo y nos ha regenerado, por el agua y el Espíritu Santo hemos nacido de nuevo, podemos ser llamados hijos de Dios, ese día el mismo Dios vino a nuestra alma y la transformó de modo que nosotros podamos entrar en una relación nueva con Él, se trata de un vivir la misma vida divina, la misma vida de Dios entrando en comunión íntima con el Padre, por medio de Jesús en el amor del Espíritu Santo.
Esta vida se desarrolla de tres maneras:
- Por la oración (vocal, meditación, contemplación) – vía impetratoria
- Por la práctica de las buenas obras (ejercicio de las virtudes) – mérito sobrenatural
- Por los sacramentos – ex opere operato
Al ver estos tres medios nos damos cuenta rápidamente que la vida de gracia no se desarrolla estando solos, esto es fácilmente comprobable: en primer lugar, el bautismo nos une al mismo Cristo, y como diría san Agustín, al Cristo Total, cabeza y cuerpo; segundo, la oración tiene también una dimensión comunitaria, puesto que la máxima oración que puede elevar el cristiano se desarrolla en la Sagrada Liturgia y particularmente en la Santa Misa; tercero, las buenas obras se dirigen con y hacia el prójimo, santa Catalina de Siena solía decir que ya que no podemos dar a Dios nada que Él no posea ya, nos ha concedido la gracia de poderle corresponder ayudando en sus necesidades a nuestros hermanos; cuarto, la sagrada Liturgia por su misma naturaleza tiene un carácter eclesial.
Estos tres medios los podríamos resumir en las palabras de Cristo que dijo “Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros; como yo os he amado, amaos también unos a otros. En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os amáis unos a otros” (Jn 13, 34-35)
Hay quienes han concretado esto en lo que se han llamado Medios de crecimiento:
- Lectura diaria de la Palabra de Dios
- Vida Sacramental
- Vida comunitaria
- Cargar con la Cruz cada día
- Clamar por ser llenos del Espíritu Santo
- Oración personal y comunitaria.
- Piedad mariana
Relación entre los estados de vida y su modos particulares de vivir la llamada a la santidad (espiritualidad cristiana)
“….En efecto, en la unidad de la vida cristiana las distintas vocaciones son como rayos de la única luz de Cristo, » que resplandece sobre el rostro de la Iglesia «.Los laicos, en virtud del carácter secular de su vocación, reflejan el misterio del Verbo Encarnado en cuanto Alfa y Omega del mundo, fundamento y medida del valor de todas las cosas creadas. Los ministros sagrados, por su parte, son imágenes vivas de Cristo cabeza y pastor, que guía a su pueblo en el tiempo del «ya pero todavía no», a la espera de su venida en la gloria. A la vida consagrada se confía la misión de señalar al Hijo de Dios hecho hombre como la meta escatológica a la que todo tiende, el resplandor ante el cual cualquier otra luz languidece, la infinita belleza que, sola, puede satisfacer totalmente el corazón humano…” (Vita Consacrata 16)
“Las diversas formas de vida en las que, según el designio del Señor Jesús, se articula la vida eclesial presentan relaciones recíprocas sobre las que interesa detenerse.Todos los fieles, en virtud de su regeneración en Cristo, participan de una dignidad común; todos son llamados a la santidad; todos cooperan a la edificación del único Cuerpo de Cristo, cada uno según su propia vocación y el don recibido del Espíritu (cf. Rm 12, 3-8).La igual dignidad de todos los miembros de la Iglesia es obra del Espíritu; está fundada en el Bautismo y la Confirmación y corroborada por la Eucaristía. Sin embargo, también es obra del Espíritu la variedad de formas. Él constituye la Iglesia como una comunión orgánica en la diversidad de vocaciones, carismas y ministerios.
Las vocaciones a la vida laical, al ministerio ordenado y a la vida consagrada se pueden considerar paradigmáticas, dado que todas las vocaciones particulares, bajo uno u otro aspecto, se refieren o se reconducen a ellas, consideradas separadamente o en conjunto, según la riqueza del don de Dios. Además, están al servicio unas de otras para el crecimiento del Cuerpo de Cristo en la historia y para su misión en el mundo. Todos en la Iglesia son consagrados en el Bautismo y en la Confirmación, pero el ministerio ordenado y la vida consagrada suponen una vocación distinta y una forma específica de consagración, en razón de una misión peculiar.
La consagración bautismal y crismal, común a todos los miembros del Pueblo de Dios, es fundamento adecuado de la misión de los laicos, de los que es propio «el buscar el Reino de Dios ocupándose de las realidades temporales y ordenándolas según Dios«.
Los ministros ordenados, además de esta consagración fundamental, reciben la consagración en la Ordenación para continuar en el tiempo el ministerio apostólico. Las personas consagradas, que abrazan los consejos evangélicos, reciben una nueva y especial consagración que, sin ser sacramental, las compromete a abrazar -en el celibato, la pobreza y la obediencia- la forma de vida practicada personalmente por Jesús y propuesta por El a los discípulos. Aunque estas diversas categorías son manifestaciones del único misterio de Cristo, los laicos tienen como aspecto peculiar, si bien no exclusivo, el carácter secular, los pastores el carácter ministerial y los consagrados la especial conformación con Cristo virgen, pobre y obediente. (Vita consecrata n.31) “En efecto, se debe pasar de la santidad comunicada por los sacramentos a la santidad de la vida cotidiana” (Vita consecrata n.33)
Apostolicam Actuositatem
La espiritualidad seglar en orden al apostolado
“Siendo Cristo, enviado por el Padre, fuente y origen de todo el apostolado de la Iglesia, es evidente que la fecundidad del apostolado seglar depende de su unión vital con Cristo, porque dice el Señor: «El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto, porque sin mí nada podéis hacer» (Jn 15, 4 – 5). Esta vida de unión íntima con Cristo en la Iglesia se nutre de auxilios espirituales, que son comunes a todos los fieles, sobre todo por la participación activa en la Sagrada Liturgia, de tal forma los han de utilizar los fieles que, mientras cumplen debidamente las obligaciones del mundo en las circunstancias ordinarias de la vida, no separen la unión con Cristo de las actividades de su vida, sino que han de crecer en ella cumpliendo su deber según la voluntad de Dios. Es preciso que los seglares avancen en la santidad decididos y animosos por este camino, esforzándose en superar las dificultades con prudencia y paciencia. Nada en su vida debe ser ajeno a la orientación espiritual, ni las preocupaciones familiares, ni otros negocios temporales, según las palabras del Apóstol: «Todo cuanto hacéis de palabra o de obra, hacedlo todo en el nombre del Señor Jesús, dando gracias a Dios Padre por El» (Col 3, 17).
Una vida así exige un ejercicio continuo de fe, esperanza y caridad. Solamente con la luz de la fe y la meditación de su palabra divina puede uno conocer siempre y en todo lugar a Dios, «en quien vivimos, nos movemos y existimos» (Hch 17, 28), buscar su voluntad en todos los acontecimientos, contemplar a Cristo en todos los hombres, sean deudos o extraños, y juzgar rectamente sobre el sentido y el valor de las cosas materiales en sí mismas y en consideración al fin del hombre.
Los que poseen esta fe viven en la esperanza de la revelación de los hijos de Dios, acordándose de la cruz y de la resurrección del Señor.
Escondidos con Cristo en Dios, durante la peregrinación de esta vida, y libres de la servidumbre de las riquezas, mientras se dirigen a los bienes imperecederos, se entregan gustosamente y por entero a la expansión del reino de Dios y a informar y perfeccionar el orden de las cosas temporales con el espíritu cristiano. En medio de las adversidades de este vida hallan la fortaleza de la esperanza, pensando que «los padecimientos del tiempo presente no son nada en comparación con la gloria que ha de manifestarse en nosotros» (Rm 8, 18).
Impulsados por la caridad que procede de Dios hacen el bien a todos, pero especialmente a los hermanos en la fe (Cf. Ga 6, 10), despojándose «de toda maldad y de todo engaño, de hipocresías, envidias y maledicencias» (1P 2, 1), atrayendo de esta forma los hombres a Cristo. Mas la caridad de Dios que «se ha derramado en nuestros corazones por virtud del Espíritu Santo, que nos ha sido dado» (Rm 5, 5) hace a los seglares capaces de expresar realmente en su vida el espíritu de las Bienaventuranzas. Siguiendo a Cristo pobre, ni se abaten por la escasez ni se ensoberbece por la abundancia de los bienes temporales; imitando a Cristo humilde, no ambicionan la gloria vana (Cf. Ga 5, 26) sino que procuran agradar a Dios antes que a los hombres, preparados siempre a dejarlo todo por Cristo (Cf. Lc 14, 26), a padecer persecución por la justicia (Cf. Mt 5, 10), recordando las palabras del Señor: «Si alguien quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame» (Mt 16, 24). Cultivando entre sí la amistad cristiana, se ayudan mutuamente en cualquier necesidad.
La espiritualidad de los laicos debe tomar su nota característica del estado de matrimonio y de familia, de soltería o de viudez, de la condición de enfermedad, de la actividad profesional y social. No descuiden, pues, el cultivo asiduo de las cualidades y dotes convenientes para ello que se les ha dado y el uso de los propios dones recibidos del Espíritu Santo.
Además, los laicos que, siguiendo su vocación, se han inscrito en alguna de las asociaciones o institutos aprobados por la Iglesia, han de esforzarse al mismo tiempo en asimilar fielmente la característica peculiar de la vida espiritual que les es propia.
Aprecien también como es debido la pericia profesional, el sentimiento familiar y cívico y esas virtudes que exigen las costumbres sociales, como la honradez, el espíritu de justicia, la sinceridad, la delicadeza, la fortaleza de alma, sin las que no puede darse verdadera vida cristiana.
El modelo perfecto de esa vida espiritual y apostólica es la Santísima Virgen María, Reina de los Apóstoles, la cual, mientras llevaba en este mundo una vida igual que la de los demás, llena de preocupaciones familiares y de trabajos, estaba constantemente unida con su Hijo, cooperó de un modo singularísimo a la obra del Salvador; más ahora, asunta el cielo, «cuida con amor maternal de los hermanos de su Hijo, que peregrinan todavía y se debaten entre peligros y angustias, hasta que sean conducidos a la patria feliz». Hónrenla todos devotísimamente y encomienden su vida y apostolado a su solicitud de Madre” (Apostolicam Actuositatem 4)
Ahora bien, dentro de la Iglesia existen diferentes estado de vida, según el Señor nos llama para configurarnos con Él de un modo especial, así entre los fieles del Pueblo de Dios tenemos a los religiosos que son personas que se consagran a la vida religiosa a través de la profesión de votos, o al clero que son hombres que se configuran con Cristo a través del sacramento del orden; existen también los monjes y a las monjas que dedican toda su vida a la oración y al trabajo prometiendo estabilidad en un monasterio. Y sin embargo, todos estos no constituyen la mayoría de personas en la Iglesia.
La mayoría está constituida por lo que se ha denominado laicos o seglares. A menudo cuando se pregunta qué significa que uno sea laico o seglar se responde “significa que no es sacerdote” y lo definimos no por lo que es, sino por lo que no es y quizás de modo impreciso. Y de ello deriva que cuando se habla de espiritualidad laical, se tenga la idea de que son “los que viven lo que es común a todos” o “aquello que es más básico en el cristianismo”.
Cuando hablamos de los seglares nos referimos aquellos cristianos que viviendo en el mundo buscan consagrarlo, religando todo a Dios. Buscan transformar la realidad desde dentro.
Los laicos tienen como vocación propia el buscar el Reino de Dios ocupándose de las realidades temporales y ordenándolas según Dios. Viven en el mundo, en todas y cada una de las profesiones y actividades del mundo, y en las condiciones ordinarias de vida familiar y social que forman como el tejido de su existencia. Es ahí donde Dios los llama a realizar su función propia, dejándose guiar por el Evangelio para que, desde dentro como el fermento, contribuyan a la santificación del mundo (…) (Lumen Gentium, n. 31)
La Iglesia, en efecto, vive en el mundo, aunque no es del mundo (cf. Jn 17, 16) y es enviada a continuar la obra redentora de Jesucristo; la cual, “al mismo tiempo que mira de suyo a la salvación de los hombres, abarca también la restauración de todo el orden temporal” [AA 5]. −Ciertamente, todos los miembros de la Iglesia son partícipes de su dimensión secular; pero lo son de formas diversas. En particular, la participación de los fieles laicos tiene una modalidad propia de actuación y de función, que, según el Concilio, “es propia y peculiar de ellos. Tal modalidad se designa con la expresión índole secular” [LG 31] El carácter secular debe ser entendido a la luz del acto creador y redentor de Dios, que ha confiado el mundo a los hombres y a las mujeres, para que participen en la obra de la creación, la liberen del influjo del pecado y se santifiquen en el matrimonio o en el celibato, en la familia, en la profesión y en las diversas actividades sociales (Christifidelis laici, n.15)
Los laicos por tanto no tienen una doble agenda, como si la vida de Iglesia ocurre los domingos mientras que luego regresa a la “realidad” del trabajo. Sino que son y construyen Iglesia ahí donde se encuentran en el día a día, santificando el mundo en casa, en el trabajo, en el recreo, en sus paseos, en su matrimonio, en su relaciones con sus padres, con sus amigos, en su relación con el medio ambiente, y hoy diríamos hasta en los espacios digitales.
“el interés en subrayar la unidad del proyecto divino de salvación, y la correcta relación entre naturaleza y gracia, historia y escatología, de modo que la Iglesia no aparezca como realidad opuesta al mundo o, en cierto sentido, ante el mundo, como si Iglesia y mundo fueran dos realidades diversas en las que el laico actúa alternativamente (ahora rezo, ahora pago los impuestos; ahora participo en un reunión del consejo parroquial, ahora ejercito mi profesión: el laico no vive en una casa de dos pisos −la Iglesia y el mundo− realizando cada actividad en el piso correspondiente). Cuando se utiliza la expresión ‘en la Iglesia y en el mundo’ hay que estar muy atentos para no inducir a la idea de una estructura dualista en el ser y en el actuar del laico. La pertenencia del laico a la Iglesia y al mundo no se traduce en una doble acción: una centrada en la dinámica de comunión y de santificación en el interior de la Iglesia, y otra −externa−, que giraría alrededor del mundo y de las tareas seculares, como si las relaciones del laico con el mundo secular fuera algo accidental, realizado ‘fuera’ de la Iglesia. La realidad −y la doctrina de la Iglesia− nos dice que esa actuación del laico en el mundo constituye su plena participación en la misión del Pueblo de Dios. (VICENCIO BOSCH, El carácter teológico de la secularidad)
Aunque ya se dijo de algún modo en lo anterior quizás convenga explicar un poco mejor cómo el cristiano que vive en el mundo ha de irse configurando con Jesucristo o poniéndolo en palabras que están más en boga hoy en día podríamos preguntarnos ¿cómo se forma un laico discípulo misionero de Jesucristo?
Formación humana: Dado que la gracia de Dios actúa sobre nuestra naturaleza humana, hemos de tener presente en primer lugar nuestra formación a este nivel, se dice que la formación humana es el fundamento de todo, alguien dijo alguna vez que podría resumirse en “aprender a ser educado” es la práctica de las virtudes humanas que ayudan al desarrollo de las cualidades propias. Se trata de la educación que se recibe en el hogar. Y es muy importante este trabajo, ya lo dice un principio básico de teología “la gracia de Dios no anula la materia sino que la perfecciona” o mejor aún “La gracia actúa mejor en una materia mejor dispuesta”.
Formación espiritual: A nivel espiritual lo que hemos mencionado anteriormente como medios de crecimiento podría perfilarse como un buen esquema de lo que un fiel cristiano laico puede hacer optando por prácticas concretas que se adecuen a su estilo de vida, ¿es posible pedirle a una madre de familia de 3 niños menores de 10 años cuyo esposo trabaja todo el día que dedique 1 hora de oración en la mañana y una en la tarde como se le pide al fraile carmelita o que vaya a rezar 7 veces al día un promedio de tres salmos por vez como hace el monje benedictino? Pero claro está que esto no significa que no deba dedicar un momento de la jornada por breve que sea para estar en silencio orante ante Dios, de hecho, es curioso, que las personas con los horarios más complicados muchas veces son las que aprenden a distribuir mejor sus cargas en modo que dejan un tiempo propicio para cultivar la íntimidad con el Señor.
Formación intelectual: no es necesario inscribirse en un curso de teología para poder formarse en este campo, y de hecho no se trata de esto para el laico (a menos que sea profesor en una universidad o tenga una responsabilidad particular en la Iglesia), su formación intelectual tiene que atender ciertamente también al campo de la fe, pero según la necesidad que se le presente, nunca estará demás repasar el catecismo de la primera comunión o de la confirmación y es más, hoy en día existe tanta literatura no sólo en libros sino también en sitios católicos que permiten acceder a una formación religiosa en este sentido. Sin embargo, el cultivo intelectual del laico implicará elementos de cultura general o cuestiones específicas que involucren su profesión.
Formación profesional: el laico dijimos está llamado a transformar el mundo desde adentro, ello implica también conocer el mundo en el que se desenvuelve y los modos mejores para transformarlo y redireccionarlos a Dios. Lo que cada uno pueda hacer por mejorar sus destrezas y habilidades en el trabajo que realiza puede ciertamente colaborar a la santificación del mismo lugar.
Formación apostólica: es decir de qué manera estamos colaborando a la extensión del Reino, el modo principal del apostolado del laico es el ejercicio de la caridad en medio de la realidad en la que vive, llevar el amor de Dios a todos los ambientes y a todas las personas con las que se relaciona, se trata de promover un amor afectivo y efectivo. Y esta efectividad del amor se evidencia de modo particular a través del servicio.
Y ¿a quién hemos de servir? a Dios y a nuestro prójimo todo con mira a que extienda el Reino de los Cielos. Un modo especial de servir es la colaboración con los diferentes ministerios que encontramos en la parroquia.
B) Artículo: “El carácter teológico de la secularidad. Servicio eclesial y acción en el mundo de los fieles laicos” de Vicente Bosch
No estamos ante cristianos de segunda categoría, sino ante fieles caracterizados por la secularidad, que al santificar las estructuras temporales (familia, sociedad, cultura, trabajo, etc.) cumplen un aspecto no marginal de la misión de la Iglesia
El hecho que toda la Iglesia tenga una dimensión secular −es decir, una responsabilidad sobre el mundo− implica que esa secularidad sea realizada en modo distinto por sacerdotes, religiosos y laicos. La modalidad propia de los laicos está constituida por la índole secular, que caracteriza su ser y su misión en la Iglesia.
1. La secularidad en el Concilio Vaticano II
En la teología de mediados del siglo XX el término “secularidad” designaba la condición propia de los laicos, su presencia en el mundo y su dedicación a las tareas temporales. Como es sabido, el Concilio Vaticano II dedicó amplio espacio a la figura del laico y a su apostolado, estableciendo las bases para definir su vocación y misión:
«Los laicos tienen como vocación propia el buscar el Reino de Dios ocupándose de las realidades temporales y ordenándolas según Dios. Viven en el mundo, en todas y cada una de las profesiones y actividades del mundo, y en las condiciones ordinarias de vida familiar y social que forman como el tejido de su existencia. Es ahí donde Dios los llama a realizar su función propia, dejándose guiar por el Evangelio para que, desde dentro como el fermento, contribuyan a la santificación del mundo (…)» (Lumen Gentium, n. 31).
El texto ofrece una descripción genérica de la tarea de los laicos en la Iglesia, pero sobre todo señala una doble referencia a la dimensión vocacional y al origen divino de la misión asignada: la santificación del mundo “desde dentro como el fermento”. No estamos, por tanto, ante cristianos de segunda categoría, sino ante fieles caracterizados por la secularidad, que al santificar las estructuras temporales (familia, sociedad, cultura, trabajo, etc.) cumplen un aspecto no marginal de la misión de la Iglesia:
«La obra de la redención de Cristo, que de suyo tiende a salvar a los hombres, comprende también la restauración de todo el orden temporal. Por tanto, la misión de la Iglesia no es sólo anunciar el mensaje de Cristo y su gracia a los hombres, sino también el impregnar y perfeccionar todo el orden temporal con el espíritu evangélico» (Apostolicam actuositatem, n. 5).
2. Algunas puntualizaciones de la Ex. ap. ‘Christifideles Laici’
La Christifideles laici (san Juan Pablo II, 30-XII-1988) ha subrayado algunos rasgos de la doctrina conciliar sobre la responsabilidad de los laicos en la misión de la Iglesia, con algunas aclaraciones y puntualizaciones que nos interesan especialmente. En particular, el documento retoma del Concilio la afirmación de que la índole secular es el rasgo específico de los fieles laicos −compatible con (y consecuencia de)− la dimensión secular de toda la Iglesia:
«Como decía Pablo VI, ‘la Iglesia tiene una auténtica dimensión secular, inherente a su íntima naturaleza y a su misión, que hunde su raíz en el misterio del Verbo Encarnado, y se realiza de formas diversas en todos sus miembros’ [Discurso 2-II-1972]. La Iglesia, en efecto, vive en el mundo, aunque no es del mundo (cf. Jn 17, 16) y es enviada a continuar la obra redentora de Jesucristo; la cual, “al mismo tiempo que mira de suyo a la salvación de los hombres, abarca también la restauración de todo el orden temporal” [AA 5]. −Ciertamente, todos los miembros de la Iglesia son partícipes de su dimensión secular; pero lo son de formas diversas. En particular, la participación de los fieles laicos tiene una modalidad propia de actuación y de función, que, según el Concilio, “es propia y peculiar de ellos. Tal modalidad se designa con la expresión índole secular” [LG 31]» (ChL 15).
El hecho que toda la Iglesia tenga una dimensión secular −es decir, una responsabilidad sobre el mundo− implica que esa secularidad sea realizada en modo distinto por sacerdotes, religiosos y laicos. La modalidad propia de los laicos está constituida por la índole secular, que caracteriza su ser y su misión en la Iglesia. A continuación el n. 15 de la exhortación indica el valor que ha de otorgarse a la secularidad:
«En realidad el Concilio describe la condición secular de los fieles laicos indicándola, primero, como el lugar en que les es dirigida la llamada de Dios: “Allí son llamados por Dios” [LG 31]. (…) El Concilio considera su condición no como un dato exterior y ambiental, sino como una realidad destinada a obtener en Jesucristo la plenitud de su significado [cf. LG 48]. (…) De este modo, el “mundo” se convierte en el ámbito y el medio de la vocación cristiana de los fieles laicos, porque él mismo está destinado a dar gloria a Dios Padre en Cristo. (…) De este modo, el ser y el actuar en el mundo son para los fieles laicos no sólo una realidad antropológica y sociológica, sino también, y específicamente, una realidad teológica y eclesial. En efecto, Dios les manifiesta su designio en su situación intramundana, y les comunica la particular vocación de “buscar el Reino de Dios tratando las realidades temporales y ordenándolas según Dios” [LG 31]» (ChL 15).
Y como demostración de que lo anteriormente afirmado no es una interpretación personal del Papa, san Juan Pablo II transcribe por entero la Propositio 4 de los Padres sinodales, manifestando así la colegialidad de esa aclaración:
«Precisamente en esta perspectiva los Padres Sinodales han afirmado lo siguiente: “La índole secular del fiel laico no debe ser definida solamente en sentido sociológico, sino sobre todo en sentido teológico. El carácter secular debe ser entendido a la luz del acto creador y redentor de Dios, que ha confiado el mundo a los hombres y a las mujeres, para que participen en la obra de la creación, la liberen del influjo del pecado y se santifiquen en el matrimonio o en el celibato, en la familia, en la profesión y en las diversas actividades sociales” [Propositio 4]» (ChL 15).
Las aclaraciones y puntualizaciones realizadas por la exhortación Christifideles laici acerca del valor teológico y eclesial de la secularidad, se complementan con la observación de un peligro en la vida del fiel laico:
«la tentación de reservar un interés tan marcado por los servicios y las tareas eclesiales, de tal modo que frecuentemente se ha llegado a una práctica dejación de sus responsabilidades especificas en el mundo profesional, social, económico, cultural y político» (ChL 2).
Estas aclaraciones de Christifideles laici tienen, en mi opinión, una misma raíz: el interés en subrayar la unidad del proyecto divino de salvación, y la correcta relación entre naturaleza y gracia, historia y escatología, de modo que la Iglesia no aparezca como realidad opuesta al mundo o, en cierto sentido, ante el mundo, como si Iglesia y mundo fueran dos realidades diversas en las que el laico actúa alternativamente (ahora rezo, ahora pago los impuestos; ahora participo en un reunión del consejo parroquial, ahora ejercito mi profesión: el laico no vive en una casa de dos pisos −la Iglesia y el mundo− realizando cada actividad en el piso correspondiente). Cuando se utiliza la expresión ‘en la Iglesia y en el mundo’ hay que estar muy atentos para no inducir a la idea de una estructura dualista en el ser y en el actuar del laico. La pertenencia del laico a la Iglesia y al mundo no se traduce en una doble acción: una centrada en la dinámica de comunión y de santificación en el interior de la Iglesia, y otra −externa−, que giraría alrededor del mundo y de las tareas seculares, como si las relaciones del laico con el mundo secular fuera algo accidental, realizado ‘fuera’ de la Iglesia. La realidad −y la doctrina de la Iglesia− nos dice que esa actuación del laico en el mundo constituye su plena participación en la misión del Pueblo de Dios.
La literatura teológica del laicado de los últimos veinte años −poco abundante, por cierto−, a pesar de rechazar en línea de principio el dualismo antes señalado, suele presentar la acción del laico encanalándola en los dos raíles: la edificación de la Iglesia, por un parte, y la construcción del mundo por otra. Ese planteamiento o esquema, en mi opinión, no ayuda a promover en la práctica la deseada unidad de vida del fiel laico. La edificación de la Iglesia y la construcción del mundo están entrelazadas con tal fuerza que la llamada ‘acción intraeclesial’ incide en la construcción del mundo y, a su vez, el compromiso social edifica la Iglesia. Detengámonos en ese recíproco influjo.
3. Vida eclesial y progreso humano
La vida cristiana es vida de identificación con Cristo, que vino al mundo para sanar al hombre y a la creación. La vida de Jesús en Nazaret −marcada por un trabajo manual− y su vida pública −constelada de curaciones y milagros que constituyen actos de perfeccionamiento de la naturaleza− nos hablan del destino eterno de la creación en la gloria de Dios. El Creador ha confiado al hombre la tarea de restaurar el mundo con la gracia que Cristo nos ha obtenido en la Cruz.
La vida de la Iglesia hace presente a Cristo en la historia con la Palabra y la liturgia de los sacramentos. Participar en la vida de la Iglesia significa ponerse en contacto con la fuente de la santidad y de la caridad. Por eso, toda actividad eclesial −incluso administrativa y organizativa− tiene como fin y razón de ser el crecimiento de la caridad de los fieles. El laico obtiene de la vida eclesial −litúrgica y también organizativa− las fuerzas necesarias para cumplir sus deberes familiares, laborales y sociales. El amor no es nunca abstracto ni indeterminado, sino que siempre busca realizarse en las relaciones humanas y en el esfuerzo por mejorar el mundo en las concretas circunstancias de la vida. Como recordó Benedicto XVI en la introducción de la encíclica Caritas in veritate, la caridad «es una fuerza extraordinaria, que mueve a las personas a comprometerse con valentía y generosidad en el campo de la justicia y de la paz»[1]. En otras palabras, la llamada ‘acción intraeclesial’ o de edificación de la Iglesia desemboca siempre en una acción que construye, al mismo tiempo, el mundo y el Reino de Dios.
Por ello, es importante subrayar que la participación de los fieles laicos en la responsabilidad de edificar la Iglesia no se limita al ejercicio de un ministerio litúrgico o a su participación en los consejos parroquiales o diocesanos: no existen, además, suficientes ministerios ni estructuras eclesiales en las que puedan participar todos los laicos de una comunidad. Existe en la literatura teológica y pastoral una tendencia a interpretar de modo reductivo la misión del laico, que solo ve en él un potencial colaborador de los clérigos en sus funciones eclesiásticas. Se ha afirmado, con razón, que «con frecuencia los mismos presbíteros caen en la tentación de valora la ‘madurez’ de un laico por la cantidad de horas y energías que gastan dentro de las paredes de la casa parroquial, olvidando que la acción del laico no se desarrolla solo ni principalmente allí, sino en los diversos ambientes del mundo, en la vida ordinaria»[2]. Cuando un laico −con generosidad y amor a la Iglesia− asume un encargo u oficio eclesiástico, ha de ser consciente de que el tiempo y energías que dedique a esa actividad no han de conducirle a descuidar sus obligaciones familiares y compromisos de trabajo, que continúan siendo el principal ámbito de sus obligaciones eclesiales (excepto cuando ese oficio eclesiástico constituye full time su trabajo profesional).
La vida intraeclesial y comunitaria del fiel laico está constituida por su empeño en la transformación personal con la recepción de los sacramentos −principalmente Eucaristía y Penitencia−, la meditación de la Palabra de Dios, la oración, la formación doctrinal, espiritual y apostólica, etc. Todos los bautizados son sujetos activos y pasivos en esta actividad presente en el centro de la comunidad. La vida intraeclesial también se manifiesta en la comunión efectiva y afectiva entre los miembros de la comunidad y con el pastor local y universal, abrazando, por tanto, sus decisiones pastorales y evangelizadoras. Esa búsqueda de la santidad o perfección cristiana «suscita un nivel de vida más humano incluso en la sociedad terrena» (LG 40/b). La santidad personal de todo bautizado tiene, por tanto, consecuencias positivas en el tejido social y en el progreso del mundo, y en el caso de los laicos es más directa e inmediata porque ellos «viven en el siglo, es decir, en todos y cada uno de los deberes y ocupaciones del mundo, y en las condiciones ordinarias de la vida familiar y social, con las que su existencia está como entretejida» (LG 31/b). Esta inseparabilidad entre acción intraeclesial o de edificación de la Iglesia y animación del mundo y progreso humano se muestra todavía con más claridad si consideramos el binomio desde la perspectiva opuesta: la eclesialidad del esfuerzo del laico en la construcción del mundo.
4. Eclesialidad del compromiso intramundano del fiel laico
Esta perspectiva, excepto en algunos casos, no ha sido, en mi opinión, suficientemente considerada en la reciente literatura sobre el laico. No se ha desarrollado una oportuna reflexión sobre la clara indicación del Christifideles laici, n. 15: «el ser y el actuar en el mundo son para los fieles laicos no sólo una realidad antropológica y sociológica, sino también, y específicamente, una realidad teológica y eclesial». Del mismo modo que nadie duda del carácter eclesial de la educación cristiana de los hijos realizada por los padres −la madre que enseña las primeras oraciones a su pequeño− tampoco se debería dudar de la eclesialidad del trabajo realizado por un obrero o un profesional cristianos que buscan la santidad en el ejercicio de su actividad, desde el momento en que la santificación del mundo, la renovación del orden temporal constituye −junto con la salvación de las almas− la única misión de la Iglesia. Efectivamente, del carácter teologal y eclesial de esas actividades se escribe y se habla poco, como si la profesionalidad y la eficiencia de un médico, un agricultor, un ingeniero o un taxista solo afectara a su esfera privada y pública de ciudadano, y nada tuviera que ver con su condición cristiana y de miembro de la Iglesia, que tiene, precisamente, por misión santificarse en y santificar esa actividad, ordenándola según Dios. ¿Por qué atribuir valor eclesial casi exclusivamente a la colaboración de los laicos en la función de los ministros ordenados, dejando en la penumbra el carácter eclesial de sus actividades profesionales? Detrás de esa falta de sensibilidad es fácil descubrir cierta dosis de clericalismo, que concibe el trabajo de los laicos en el mundo como algo muy marginal y periférico en la Iglesia, cuando, en realidad está en el centro de su misión. Ese planteamiento clerical parece, más bien, producto de una Iglesia piramidal en la que a ciertos clérigos les gusta mandar y ciertos laicos, con complejo de inferioridad, consideran esos clérigos como paradigma de vida cristiana a imitar. No sorprende, por tanto, el ansia de algunos ‘laicos’ por realizar funciones y actividades propias de los presbíteros, y la obsesión de algunos clérigos en llenar las sacristías como único método de involucrar a los laicos en la vida eclesial. La Iglesia-comunión debería superar esos esquemas: todos tenemos la misma dignidad bautismal (¡el presbítero no es más cristiano que el laico!); todos somos responsables de la única misión de Iglesia, llevado a cabo en modo diverso según la propia condición; todos debemos sentirnos unidos en la complementariedad y en la diversidad de funciones, servicios y carismas. Estamos, por tanto, en una Iglesia-total, en la que todavía hay que profundizar en conceptos como sacerdocio común, función real de los laicos, servicio, gobierno, colaboración, complementariedad y corresponsabilidad. A propósito de esta última noción, un autor señala que «la corresponsabilidad supone que la historia tenga en la Iglesia carta de ciudadanía no periférica sino esencial y, por consiguiente, que quien se dedica directamente a la animación de las realidades temporales esté construyendo la Iglesia, y no simplemente traduciendo en el mundo los que la Iglesia dice»[3].
La eclesialidad del trabajo en el mundo de los fieles laicos encuentra su fundamento en la participación en la función real de Cristo o, en otras palabras, en la contribución de los laicos en la instauración del Reino:
«Por su pertenencia a Cristo, Señor y Rey del universo, los fieles laicos participan en su oficio real y son llamados por Él para servir al Reino de Dios y difundirlo en la historia. (…) Los fieles laicos están llamados de modo particular para dar de nuevo a la entera creación todo su valor originario. Cuando mediante una actividad sostenida por la vida de la gracia, ordenan lo creado al verdadero bien del hombre, participan en el ejercicio de aquel poder, con el que Jesucristo Resucitado atrae a sí todas las cosas y las somete, junto consigo mismo, al Padre, de manera que Dios sea todo en todos» (ChL 14).
El texto coinciden señala que el esfuerzo de los laicos en promover con su trabajo el progreso humano de la sociedad constituye una etapa necesaria en la construcción del Reino de Cristo, una tarea a la que no se le puede negar su condición eclesial puesto que forma parte de la misión confiada a todo el Pueblo de Dios.
Lo que hasta ahora he intentado exponer está bien resumido en tres textos de san Josemaría Escrivá tomados de una serie de entrevistas realizadas en 1968. El primero responde a la pregunta de un periodista sobre el papel de los laicos en la Iglesia y en el mundo:
«De ninguna manera pienso que deban considerarse como dos tareas diferentes, desde el mismo momento en que la específica participación del laico en la misión de la Iglesia consiste precisamente en santificar ab intra −de manera inmediata y directa− las realidades seculares, el orden temporal, el mundo. −Lo que pasa es que, además de esa tarea, que le es propia y específica, el laico tiene también −como los clérigos y los religiosos− una serie de derechos, deberes y facultades fundamentales, que corresponden a la condición jurídica de fiel, y que tiene su lógico ámbito de ejercicio en el interior de la sociedad eclesiástica: participación activa en la liturgia de la Iglesia, facultad de cooperar directamente en el apostolado propio de la Jerarquía o de aconsejarla en su tarea pastoral si es invitado a hacerlo, etc.» (Conversaciones, n. 9).
Los otros textos pertenecen a otras dos entrevistas en las que san Josemaría responde señalando las cuestiones que hemos querido subrayar:
«Hay que rechazar el prejuicio de que los fieles corrientes no pueden hacer más que limitarse a ayudar al clero, en apostolados eclesiásticos» (Conversaciones, n. 34).
«El modo específico de contribuir los laicos a la santidad y al apostolado de la Iglesia es la acción libre y responsable en el seno de las estructuras temporales. El testimonio de vida cristiana, la palabra que ilumina en nombre de Dios, y la acción responsable, para servir a los demás contribuyendo a la resolución de los problemas comunes, son otras tantas manifestaciones de esa presencia con la que el cristiano corriente cumple su misión divina» (Conversaciones, n. 59).
5. Conclusiones
I) El uso del binomio en la Iglesia y en el mundo aplicado a la acción del laico es válido si se quiere significar su pertenencia tanto al Pueblo de Dios como a la sociedad civil y temporal. En cambio, insistir en la distinción del actuar del laico entre estos dos ámbitos puede conducir a dos serias dificultades: a) al peligro de un dualismo que puede producir la fractura de la necesaria unidad de vida del fiel laico; b) a no reconocer la eclesialidad de la actuación del laico en el mundo, que con el influjo de la gracia promueve la justicia, el desarrollo y el bien común, en su esfuerzo de reconducir el mundo hacia Dios
II) Detrás del no reconocimiento del carácter eclesial de la acción en el mundo puede intuirse el prejuicio clerical de pensar que el fiel laico es más cristiano en la medida en que se compromete en funciones y tareas eclesiásticas.
III) Conviene recordar que la necesaria colaboración de los laicos en las funciones litúrgicas y en el gobierno-gestión de la comunidad no es la única manifestación de eclesialidad, ni siquiera la más importante, pues la acción del laico se desarrolla principalmente en los diversos ambientes del mundo −familia, trabajo, arte, cultura, etc.− y en la vida ordinaria.
Referencias:
[1] Benedicto XVI, enc. Caritas in veritate, n. 1.
[2] E. Castellucci, Il punto sulla teologia del laicato oggi: prospettive, en «Orientamenti pastorali» 51 (2003) nn. 6-7, p. 33. La traducción y el cursivo son nuestros.
[3] E. Castellucci, Il punto sulla teologia del laicato oggi: prospettive, en «Orientamenti pastorali» 51 (2003), nn. 6-7, p. 52.