La Iglesia y la santificación del cristiano

Notas utilizadas para dar un Curso básico de Teología Espiritual (Tema 6)

“En la Iglesia es donde Cristo realiza y revela su propio misterio como la finalidad de designio de Dios: «recapitular todo en Cristo» (Ef 1, 10). San Pablo llama «gran misterio» (Ef5, 32) al desposorio de Cristo y de la Iglesia. Porque la Iglesia se une a Cristo como a su esposo (cf. Ef 5, 25-27), por eso se convierte a su vez en misterio (cf. Ef 3, 9-11). Contemplando en ella el misterio, san Pablo escribe: el misterio «es Cristo en vosotros, la esperanza de la gloria» (Col 1,27)

En la Iglesia esta comunión de los hombres con Dios por «la caridad que no pasará jamás»(1 Co 13, 8) es la finalidad que ordena todo lo que en ella es medio sacramental ligado a este mundo que pasa (cf. LG 48). «Su estructura está totalmente ordenada a la santidad de los miembros de Cristo. Y la santidad se aprecia en función del «gran misterio» en el que la Esposa responde con el don del amor al don del Esposo» (MD 27). María nos precede a todos en la santidad que es el misterio de la Iglesia como la «Esposa sin mancha ni arruga» (Ef 5, 27). Por eso la dimensión mariana de la Iglesia precede a su dimensión petrina» (ibíd.)” (Catecismo de la Iglesia Católica 772-773)

De la Iglesia en general.

En la fe cristiana sabemos hay dos grandes misterios en torno a los cuales giran todos los demás, el de la Santísima Trinidad y el de la Encarnación. Es Dios quien ha entrado en la historia de la humanidad por amor, para manifestarse y darnos a conocer la Buena Nueva de la salvación en Jesucristo su Hijo Único. Su obra se ha perpetuado a lo largo de los siglos por la acción del Espíritu Santo en su Iglesia, que le hace presente en medio del mundo. “La Iglesia, según la expresión de los Padres, es el lugar «donde florece el Espíritu» (San Hipólito, t. a. 35).” (Catecismo de la Iglesia Católica 749)

La palabra Iglesia, viene del griego ekklesia que significa “asamblea” originalmente se refiere a la gran asamblea en la que Dios convoca a su pueblo para el culto. Cuando el Pueblo de Israel fue liberado de la esclavitud de Egipto, el mensaje de Moisés al faraón era que tenía que dejar salir al Pueblo porque Dios quería que le diesen culto en el monte Sinaí, es la gran convocatoria a la que es llamada Israel para pactar una alianza con el Señor. Los cristianos al adoptar este nombre se convierten en herederos, ya no sólo convocados para el culto en asamblea litúrgica, sino como comunidad de creyentes.

“La «Iglesia» es el pueblo que Dios reúne en el mundo entero. La Iglesia de Dios existe en las comunidades locales y se realiza como asamblea litúrgica, sobre todo eucarística. La Iglesia vive de la Palabra y del Cuerpo de Cristo y de esta manera viene a ser ella misma Cuerpo de Cristo.”  (Catecismo de la Iglesia n. 752)

La Iglesia en la Sagrada Escritura es simbolizada bajo diferentes imágenes a lo largo del AT y NT: Redil cuya puerta es Cristo, Rebaño cuyo pastor es Dios (Buen Pastor), labranza o campo de Dios con un labrador que es Dios y cuya vid es Cristo; construcción de Dios en la que Cristo es la piedra angular (casa de Dios, tienda de Dios con los hombres, Templo santo, Nueva Jerusalén), la esposa del Cordero, etc.

Fundación.

«El Padre eterno creó el mundo por una decisión totalmente libre y misteriosa de su sabiduría y bondad. Decidió elevar a los hombres a la participación de la vida divina» a la cual llama a todos los hombres en su Hijo: «Dispuso convocar a los creyentes en Cristo en la santa Iglesia». Esta «familia de Dios» se constituye y se realiza gradualmente a lo largo de las etapas de la historia humana, según las disposiciones del Padre: en efecto, la Iglesia ha sido «prefigurada ya desde el origen del mundo y preparada maravillosamente en la historia del pueblo de Israel y en la Antigua Alianza; se constituyó en los últimos tiempos, se manifestó por la efusión del Espíritu y llegará gloriosamente a su plenitud al final de los siglos» (LG 2).

La Iglesia más que fundarse en un sólo acto o momento específico, se funda en una historia, la historia de la salvación. Ya decíamos como desde el AT vemos que Dios se forma un pueblo y lo convoca

“La preparación lejana de la reunión del pueblo de Dios comienza con la vocación de Abraham, a quien Dios promete que llegará a ser Padre de un gran pueblo (cf. Gn 12, 2; Gn 15, 5 – 6). La preparación inmediata comienza con la elección de Israel como pueblo de Dios (cf. Ex 19, 5  – 6; Dt 7, 6). Por su elección, Israel debe ser el signo de la reunión futura de todas las naciones (cf. Is 2, 2  – 5; Mi 4, 1  – 4). Pero ya los profetas acusan a Israel de haber roto la alianza y haberse comportado como una prostituta (cf. Os 1; Is 1, 2  – 4; Jr 2; etc.). Anuncian, pues, una Alianza nueva y eterna (cf. Jr 31, 31  – 34; Is 55, 3). «Jesús instituyó esta nueva alianza» (LG 9)”. (Catecismo de la Iglesia Católica 762)

En la Iglesia se cumplen las profecías antiguas, por lo que hay una continuidad con el antiguo pueblo, sin embargo, ella es el Nuevo Pueblo de Dios al cual ya no se pertenece por nacimiento sino por la fe y el bautismo, superando las barreras que dividen y dándole un carácter universal.

Cristo realiza el plan de salvación del Padre, con el anuncio de la Buena Nueva da comienzo a su Iglesia, inaugura el Reino de los Cielos que se manifiesta en las palabras, obras y presencia de Cristo, el convoca el rebaño, convoca su familia en los que como Él entran en la voluntad del Padre.

Da a esta comunidad una estructura, elige a los doce con Pedro a la cabeza, y ellos junto con los discípulos continuarán la misión de Cristo participando de su suerte. Con todos esos actos Cristo preparó y edificó su Iglesia. Pero como, así como la alianza del Sinaí marca un antes y un después en el antiguo pueblo de Israel, el sacrificio de Cristo en la Cruz anticipado en la Eucaristía marca de un modo especial el nacimiento de la Iglesia pues ahí se sella la nueva alianza, y por la fe en Él profesada y sellada con el bautismo, los cristianos pasan a formar parte del nuevo pueblo santo. El Espíritu Santo, manifiesta la Iglesia en Pentecostés, es ahí donde la misión comienza a desarrollarse y la difusión del evangelio se actúa por los discípulos de Cristo.

“Para realizar su misión, el Espíritu Santo «la construye y dirige con diversos dones jerárquicos y carismáticos» LG 4). «La Iglesia, enriquecida con los dones de su Fundador y guardando fielmente sus mandamientos del amor, la humildad y la renuncia, recibe la misión de anunciar y establecer en todos los pueblos el Reino de Cristo y de Dios. Ella constituye el germen y el comienzo de este Reino en la tierra» (LG 5).” (Catecismo de la Iglesia n.768)

Sin embargo, la Iglesia llegará a su perfección en la segunda venida de Cristo, mientras tanto sus miembros se encuentran o como en peregrinación hacia el cielo (militante), atravesando la última purificación antes de entrar en el triunfo definitivo de Cristo en el cielo (purgante) o gozando ya de esa victoria en espera de la resurrección gloriosa (triunfante)

Es propio de la Iglesia «ser a la vez humana y divina, visible y dotada de elementos invisibles, entregada a la acción y dada a la contemplación, presente en el mundo y, sin embargo, peregrina. De modo que en ella lo humano esté ordenado y subordinado a lo divino, lo visible a lo invisible, la acción a la contemplación y lo presente a la ciudad futura que buscamos» (SC 2).

«¡Qué humildad y qué sublimidad! Es la tienda de Cadar y el santuario de Dios; una tienda terrena y un palacio celestial; una casa modestísima y un aula regia; un cuerpo mortal y un templo luminoso; la despreciada por los soberbios y la esposa de Cristo. Tiene la tez morena, pero es hermosa, hijas de Jerusalén. El trabajo y el dolor del prolongado exilio la han deslucido, pero también la embellece su forma celestial» (San Bernardo, Cant. 27, 14).

 

La Iglesia hace presente a Dios en el mundo, ella se dice es sacramento universal de salvación porque en ella los hombres pueden entrar en comunión íntima con Dios, es instrumento de Cristo «manifiesta y realiza al mismo tiempo el misterio del amor de Dios al hombre» (GS 45, 1)

 La Iglesia es Pueblo de Dios, Cuerpo de Cristo y Templo del Espíritu Santo.

 Características del Pueblo de Dios:

El Pueblo de Dios tiene características que le distinguen claramente de todos los grupos religiosos, étnicos, políticos o culturales de la Historia:

 – Es el Pueblo de Dios: Dios no pertenece en propiedad a ningún pueblo. Pero Él ha adquirido para sí un pueblo de aquellos que antes no eran un pueblo: «una raza elegida, un sacerdocio real, una nación santa» (1P 2, 9).

 – Se llega a ser miembro de este cuerpo no por el nacimiento físico, sino por el «nacimiento de arriba», «del agua y del Espíritu» (Jn 3, 3  – 5), es decir, por la fe en Cristo y el Bautismo.

 – Este pueblo tiene por jefe [cabeza] a Jesús el Cristo [Ungido, Mesías]: porque la misma Unción, el Espíritu Santo fluye desde la Cabeza al Cuerpo, es «el Pueblo mesiánico».

 – «La identidad de este Pueblo, es la dignidad y la libertad de los hijos de Dios en cuyos corazones habita el Espíritu Santo como en un templo».

 – «Su ley, es el mandamiento nuevo: amar como el mismo Cristo mismo nos amó (cf. Jn 13, 34)». Esta es la ley «nueva» del Espíritu Santo (Rm 8, 2; Ga 5, 25).

 – Su misión es ser la sal de la tierra y la luz del mundo (cf. Mt 5, 13  – 16). «Es un germen muy seguro de unidad, de esperanza y de salvación para todo el género humano».

 – «Su destino es el Reino de Dios, que el mismo comenzó en este mundo, que ha de ser extendido hasta que él mismo lo lleve también a su perfección» (LG 9). CEC 782

 Y es un pueblo sacerdotal, profético y real.

Características del Cuerpo de Cristo:

Es Uno sólo (unicidad) en la comunión de sus miembros y unificada en Cristo

Tiene a Cristo por cabeza

Y es la esposa de Cristo

 Templo del Espíritu Santo

El Espíritu Santo es «el principio de toda acción vital y verdaderamente saludable en todas las partes del cuerpo» (Pío XII, «Mystici Corporis»: DS 3808). Actúa de múltiples maneras en la edificación de todo el Cuerpo en la caridad(cf. Ef 4, 16): por la Palabra de Dios, «que tiene el poder de construir el edificio» (Hch 20, 32), por el Bautismo mediante el cual forma el Cuerpo de Cristo (cf. 1Co 12, 13); por los sacramentos que hacen crecer y curan a los miembros de Cristo; por «la gracia concedida a los apóstoles» que «entre estos dones destaca» (LG 7), por las virtudes que hacen obrar según el bien, y por las múltiples gracias especiales [llamadas «carismas»] mediante las cuales los fieles quedan «preparados y dispuestos a asumir diversas tareas o ministerios que contribuyen a renovar y construir más y más la Iglesia» (LG 12; cf. AA 3). (Catecismo de la Iglesia Católica 798)

Las propiedades de la Iglesia

Una

Por su origen que es la Unidad de Dios Uno y Trino, por su fundador que lleva a la comunión y reconciliación; por su alma, el Espíritu Santo.

Vínculos visibles de comunión

– la profesión de una misma fe recibida de los apóstoles;

 – la celebración común del culto divino, sobre todo de los sacramentos;

 – la sucesión apostólica por el sacramento del orden, que conserva la concordia fraterna de la familia de Dios(Catecismo de la Iglesia Católica 815)

 Santa

“La fe confiesa que la Iglesia… no puede dejar de ser santa. En efecto, Cristo, el Hijo de Dios, a quien con el Padre y con el Espíritu se proclama ‘el solo santo’, amó a su Iglesia como a su esposa. Él se entregó por ella para santificarla, la unió a sí mismo como su propio cuerpo y la llenó del don del Espíritu Santo para gloria de Dios» (LG 39). La Iglesia es, pues, «el Pueblo santo de Dios» (LG 12), y sus miembros son llamados «santos» (cf. Hch 9, 13; 1Co 6, 1; 1Co 16, 1)”. (Catecismo de la Iglesia Católica 823)

 La Iglesia unida Jesús es santificada, y se convierte en santificadora, todo su obrar tiene como fin esto, en ella están en plenitud total todos los medios salvación (confesión de fe recta y completa, vida sacramental íntegra y ministerio ordenado en la sucesión apostólica), en esta tierra la Iglesia peregrina posee una santidad imperfecta aún en sus miembros, los cuales todos están llamado a la perfección en la santidad, que no es otra cosa sino la perfección de la caridad. La Iglesia abraza en su seno a los pecadores, por ello siempre necesitada de purificación:

 «La Iglesia es, pues, santa, aunque abarque en su seno pecadores; porque ella no goza de otra vida que de la vida de la gracia; sus miembros, ciertamente, si se alimentan de esta vida se santifican; si se apartan de ella, contraen pecados y manchas del alma, que impiden que la santidad de ella se difunda radiante. Por lo que se aflige y hace penitencia por aquellos pecados, teniendo poder de librar de ellos a sus hijos por la sangre de Cristo y el don del Espíritu Santo» (SPF 19).

 Católica

Sabemos que católico significa universal. Y la Iglesia es en doble modo, por un lado, porque Cristo está presente en ella y por eso la plenitud de su cuerpo místico también; por otro porque ha sido enviada a todo el género humano.

 “Se entiende por Iglesia particular, que es en primer lugar la diócesis (o la eparquía), una comunidad de fieles cristianos en comunión en la fe y en los sacramentos con su obispo ordenado en la sucesión apostólica (cf. CD 11; CIC can. 368 – 369; CCEO, cán. 117, § 1. 178. 311, § 1. 312). Estas Iglesias particulares están «formadas a imagen de la Iglesia Universal. En ellas y a partir de ellas existe la Iglesia católica, una y única» (LG 23)” (Catecismo de la Iglesia Católica 833). Las Iglesias son plenamente católicas por su comunión con la Iglesia de Roma. La Iglesia universal no es la suma o federación de la Iglesias particulares esencialmente diversas, sino que en todas ellas se hace presente la misma Iglesia de Cristo, aunque haya disciplinas, ritos o patrimonios teológicos o espirituales diferentes.

 Todos los hombres están invitados a la unidad católica del pueblo de Dios, pero están plenamente incorporados “aquellos que, teniendo el Espíritu de Cristo, aceptan íntegramente su constitución y todos los medios de salvación establecidos en ella y están unidos, dentro de su estructura visible, a Cristo, que la rige por medio del Sumo Pontífice y de los obispos, mediante los lazos de la profesión de la fe, de los sacramentos, del gobierno eclesiástico y de la comunión.” LG 14

 Apostólica

 La Iglesia es apostólica porque está fundada sobre los apóstoles, y esto en un triple sentido:

  – Fue y permanece edificada sobre «el fundamento de los apóstoles» (Ef 2, 20; Hch 21, 14), testigos escogidos y enviados en misión por el mismo Cristo (cf. Mt 28, 16  – 20; Hch 1, 8; 1Co 9, 1; 1Co 15, 7 – 8; Ga 1, l; etc.).

 – Guarda y transmite, con la ayuda del Espíritu Santo que habita en ella, la enseñanza (cf. Hch 2, 42), el buen depósito, las sanas palabras oídas a los apóstoles (cf. 2Tm 1, 13  – 14).

 – Sigue siendo enseñada, santificada y dirigida por los apóstoles hasta la vuelta de Cristo gracias a aquellos que les suceden en su ministerio pastoral: el colegio de los obispos, «a los que asisten los presbíteros juntamente con el sucesor de Pedro y Sumo Pastor de la Iglesia» (AG 5):

Porque no abandonas nunca a tu rebaño, sino que, por medio de los santos pastores, lo proteges y conservas, y quieres que tenga siempre por guía la palabra de aquellos mismos pastores a quienes tu Hijo dio la misión de anunciar el Evangelio (MR, Prefacio de los apóstoles). (Catecismo de la Iglesia Católica 857)

 

Sabemos también que toda la Iglesia es apostólica en cuanto que ha sido enviada al mundo entero, y de diversos modos, todos sus miembros forman parte de esta misión. Por eso se dice que “La vocación cristiana, por su misma naturaleza es también vocación al apostolado”.  ¿Qué es el apostolado? “Toda la actividad del Cuerpo Místico” que busca “propagar el Reino de Cristo por toda la Tierra” (AA 2)

La Iglesia en el desarrollo de la vida espiritual del cristiano

Tomado del apartado: “La Iglesia, ámbito del encuentro con Dios y del desarrollo de la vida cristiana.” Del  “Tratado de teología espiritual” de José Luis Illanes (P.273-295)

“Fue voluntad de Dios santificar y salvar a los hombres, no aisladamente, sin conexión alguna de unos con otros, sino constituyendo un pueblo que le conociera en verdad y le sirviera santamente” (LG 9). Cristo no se limitó a anunciar la inminencia del Reino y a proclamar el designio divino de salvación, sino que constituyó una comunidad, la Iglesia, a la que confío la continuación de la misión recibida del Padre y a la que prometió su asistencia mediante el envío del Espíritu Santo. La Iglesia, habiendo recibido la misión de anunciar el Reino de Dios y de Cristo, se extiende por el mundo entero, dirigiéndose a todos los pueblos, civilizaciones y culturas. En el transcurrir de la historia va creciendo poco a poco, comunicando la palabra y la vida de las que es depositaria, manteniendo viva en los corazones humanos la aspiración a la comunión con Dios y el anhelo del Reino consumado tal y como se manifestará al fin de la historia. (Cf. LG 5 y 48)

La vida espiritual, en cuanto vida del cristiano que se sabe situado ante Dios y llamado a la comunión con Él, es una realidad eminentemente personal: vida que se desarrolla gracias a la docilidad al Espíritu Santo y a la identificación con Cristo y que conduce a la intimidad con Dios Padre. Pero es a la vez, y consubstancialmente, una vida que se despliega gracias a la Iglesia y en referencia a la Iglesia. La vida espiritual tiene, en efecto, una dimensión eclesial, y ello de modo esencial y constitutivo. Es gracias a la Iglesia y en la Iglesia como sabemos de la decisión de divina de comunicarse a los hombres en Cristo y por Cristo, y de las vías por las que la vida que de ahí deriva toma cuerpo y se consolida.

Una primera aproximación a la Iglesia permite describirla, e incluso definirla, como la congregatio fidelium, la comunidad integrada por quienes creen en Cristo, configurando, en consecuencia, sus vidas con referencia a su enseñanza y a su persona. Todo ello es exacto, pero si nos quedáramos a ese nivel, dejaríamos en la oscuridad dimensiones decisivas. Porque la Iglesia, siendo la sociedad formada por quienes creen en Cristo, es al mismo tiempo, mucho más. La Iglesia no es sólo una comunidad que confiesa a Cristo, proclamando la trascendencia de su persona y manteniendo vivo el recuerdo de su vida y la memoria de su mensaje, sino una comunidad que vive de Cristo vivo, es decir, que participa del vivir de Cristo, de la vida de la que, hoy y ahora, vive Cristo y que de Él fluye. En suma, la Iglesia, como declara el capítulo inicial de la Constitución Lumen Gentium haciendo suyo un dicho patrístico, es “pueblo reunido en virtud de la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo” pueblo que participa de esa unidad y que la expresa. La Iglesia es, por eso, como la Constitución Conciliar señala en ese mismo capítulo, “Misterio” en el sentido paulino de vocablo, o sea expresión o manifestación de la vida que viene de Dios. O, como la misma Constitución dice en otro lugar, “sacramento”, es decir, signo que no sólo expresa una realidad, sino que, en uno u otro grado la comunica. Dicho con otras palabras, la Iglesia es a la vez comunidad de creyentes e instrumento de salvación. Es no sólo el fruto de una comunicación divina, sino el instrumento del que Dios se sirve para comunicar a lo largo del tiempo y de la historia los bienes salvíficos. Ser llamado a la Iglesia es no sólo ser invitado a la comunicación con Dios, sino a la vez e inseparablemente, a hacer resonar universalmente la llamada que se ha recibido. Todo cristiano, que ha acogido en la fe el anuncio del Reino de Dios y ha sido hecho partícipe de los bienes que ese Reino implica, está llamado a extender el Reino, sintiendo la responsabilidad de contribuir, cada uno de acuerdo con su peculiar vocación, a la tarea que Cristo encomendó a su Iglesia.

De ahí los tres puntos en cuya consideración nos detendremos: La Iglesia ámbito en que se engendra la vida espiritual y en el que esa vida crece; la Iglesia, familia en la que se experimenta y vive la fraternidad que la vida espiritual implica; la Iglesia, comunidad dotada de la misión de transmitir al mundo la vida que la anima y a la que, en virtud del designio de Dios, ese mundo está ordenado.

Junto con esto no hemos de olvidar que la Iglesia ha sido querida por el Señor no sólo como una comunidad vinculada por nexos espirituales sino también posee una estructura visible en la que los diferentes ministerios y carismas también son voluntad de Dios, de ahí que los ministros consagrados también forman parte de la consideración de la Iglesia en la vida espiritual de todo cristiano porque ellos fueron elegidos por Cristo para ser instrumentos a través de los cuales se comunica su vida  y que se convierten en vínculo de comunión y pastores de la Iglesia universal que cuidan del rebaño del Señor a fin que permanezca en la verdad de lo que Cristo enseñó, siempre asistidos por el Espíritu Santo.

La Iglesia ámbito en el que nace y desarrolla la vida espiritual

Decía san Cipriano de Cartago “No puede tener a Dios por Padre quien no tiene a la Iglesia por madre”. Una verdad profunda puesto que nos recuerda que no podríamos haber tenido acceso a Cristo si la Iglesia no nos lo hubiera anunciado, puesto que la fe que hemos recibido en el Bautismo y por el cual llamamos a Dios: Padre, nos ha sido transmitida por nuestra madre la Iglesia.

Así como María, en cuyo vientre se unió la divinidad y la humanidad de Jesús, es virgen y madre, así la Iglesia, en la que Cristo se une al cristiano, es también virgen y madre: virgen, por la firmeza inquebrantable de su fe; madre, porque no cesa de dar a luz nuevos hijos, de transmitir la fe y de comunicar a nuevos cristianos la vida que recibe de Cristo.

El Señor se hace presente en la Iglesia, de modo que ahí es donde Dios “viene a la humanidad para salvarla, llamándonos con su revelación, santificándonos con su gracia, sosteniéndonos con su ayuda constante, en los pequeños y en los grandes combates de la vida diaria”. De ahí que el cristiano pueda y deba reconocerla realmente como madre, como la “santa madre Iglesia” y que, entre las disposiciones espirituales que configuran la actitud del cristiano respecto de la Iglesia, ocupe un lugar destacado precisamente el amor. San Agustín decía “Ama a tu padre, pero no por encima de Dios; ama a tu madre, pero no por encima de la Iglesia que te engendró a la vida eterna. Y deduce del amor que sientes por tus padres cuánto debes amar a Dios y a la Iglesia. Pues si tanto han de ser amados quienes te engendraron para una vida que desemboca en la muerte, ¡con cuánto amor habrán de ser amados quienes te engendraron para que llegues a la vida eterna y permanezcas en la eternidad” (Sermón 344)

La Iglesia sabemos es el cuerpo de Cristo como dice san Pablo, y unido a Él, “todo el cuerpo, alimentado y trabado por medio de articulaciones y junturas, crece con el crecimiento de Dios” Col 2, 19. Surge la pregunta ¿y cómo nos transmite la Iglesia esa vida que brota de Jesús? A lo que podemos responder a través del ministerio de la Palabra y de los sacramentos como dice el librito de la Imitación de Cristo son “dos mesas colocadas a uno y otro lado en el tesoro de la Santa Iglesia” IC I, 4, 11,4: la mesa del sagrado altar en la que se nos ofrece el cuerpo de Cristo como alimento, y la mesa de la palabra, que ilumina la mente y el corazón del cristiano, guiándolo en camino de la vida.

Ciertamente la transmisión de la Buena Nueva de salvación hasta nuestros días y que ha quedado consignada de modo especial en la Biblia conoce las problemáticas propias cualquier realidad histórica, pero no obstante eso, a través del tiempo también obra el Espíritu Santo, para mantener a la Iglesia dentro de lo que Él pensó para ella y que lo encontramos al final del evangelio de san Mateo “Vayan, pues, y hagan discípulos a todos los pueblos, bautizándoles en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo; y enseñándoles a guardar todo cuanto les he mandado” (Mt 28, 29-30) y la asistencia divina para permanecer fieles a este mandato y en la verdad que nos anunció Jesús nos está garantizada, san Juan lo recoge en su evangelio cuando Jesús nos dice “Les he hablado de todo esto estando entre ustedes, pero el Paráclito, el Espíritu Santo que el Padre enviará en mi nombre, Él les enseñará todo y les recordará todas las cosas que les he dicho” (Jn 14, 25-26) y recordemos si es el Espíritu quien mantiene a la Iglesia en la verdad de lo que Cristo nos anunció también ese mismo Espíritu es el que da la Palabra transmitida una fuerza que transforma nuestra realidad. De tal modo que la Palabra no es sólo un conocimiento que nos enseña una verdad, sino que es realmente vida que llega a lo más profundo de nuestro ser.

Abrirse a la Palabra del Evangelio conservado y transmitido por la Iglesia no es sólo permitir que la propia mente sea iluminada por la verdad sobre Dios y sobre el hombre manifestada en Cristo, sino, a la vez, abrir el propio corazón y la propia alma a la acción del Espíritu, que asiste a la comunidad cristiana en la transmisión del mensaje, y que actúa en quien escucha. Y que lo hace dando la luz y la fuerza para creer, es decir, para adherirse a la palabra con plena conciencia de su verdad salvífica y, en consecuencia, con el deseo de vivir de ella, mejor dicho, de dejarse transformar por ella hasta formar una sola cosa con Cristo, del que esa palabra habla y a quien remite.

Sacramento y desarrollo de la vida espiritual

Ciertamente, la Iglesia, a través de la Sagrada Escritura nos hace recordar acontecimientos del pasado y nos abre una perspectiva de futuro, o mejor dicho de eternidad mientras va transformando nuestro ser, pero incluso en su ser instrumento de salvación va más allá, uniéndonos en ella a Cristo, estamos unidos vitalmente con lo que aquellos acontecimientos implican y contienen, en este punto es que entendemos el rol de los sacramentos.

La acción transformadora que implica la palabra es, en efecto, llevada a culminación por el sacramento. En y a través de los ritos sacramentales, al hacer memoria de Cristo y realizar las acciones que lo evocan, Cristo mismo se hace presente como salvador dotado de gracia y poder incorporando a sí a quienes se abren a Él con actitud de fe, y en consecuencia, apartándolo del dominio del pecado, haciéndoles partícipes de su vida, comunicándoles el Espíritu e introduciéndolos, de esa forma, en la intimidad con el Padre.

La celebración de la Sagrada Liturgia y de modo especial en ella de los sacramentos tiene un rol trascendental en toda la vida del cristiano, dedicaremos un apartado en particular a la oración litúrgica y otro a los sacramentos de la reconciliación y la Eucaristía, de momento quedemos con un breve recorrido acerca de la acción de los siete sacramentos en nuestra vida.

El Bautismo nos abre la puerta a la vida divina, por él nacemos del agua y del Espíritu como cristianos, hijos del Padre. Por la confirmación somos fortalecidos con una efusión especial del Espíritu Santo para vivir en plenitud nuestra fe. En la Eucaristía Jesús nos une a sí mismo con una intimidad particular puesto que nos unimos con su Cuerpo y Sangre, alma y divinidad, de modo que nos vamos haciendo como una sola cosa con Él. Por la penitencia y la unción de los enfermos, las heridas del pecado serán sanadas y uniéndonos a Cristo sufriente nos iremos identificando con Él en su pasión. El matrimonio y el orden siendo conocidos como los sacramentos de servicio tendrán como función extender el Reino evangelizando según su condición particular, haciendo crecer la Iglesia hasta transformar el mundo desde dentro.

Vida espiritual fraternidad y comunión

Si con lo dicho hasta aquí hemos resaltado el rol de la Iglesia, como misterio, en el cual Cristo nos transmite su vida, no hemos de olvidar que también es inseparablemente: comunidad. La Iglesia es en todo momento la cuna de la vida espiritual del cristiano. Nuestra meta: no es un ensimismamiento en Dios de modo que nos olvidemos de los demás como si fuéramos del todo indiferentes a los hermanos, cada quien, en su mundo, sino que nuestra meta es el encuentro vivo y personal con el Dios, uno y Trino, y en Dios y por Dios, con la familia de los hijos de Dios.

La experiencia de enfrentamientos, oposiciones, rupturas y barreras marca profundamente la historia humana, y con ella el deseo de superación. La fe cristiana da a conocer que la raíz de esas rupturas está en el pecado, y a la vez revela que, en Cristo y en el Espíritu, el pecado ha sido vencido y que, con esa victoria, ha sido herida de muerte la fuente de donde provienen las divisiones y rupturas. La Pascua y Pentecostés vienen a destruir el castigo del pecado de Adán y la división de Babel. San Pablo de alguna manera nos recuerda la unidad de nuestra fe que trasciende cualquier división “Ya no hay diferencia entre judío y griego, ni entre esclavo y libre, ni entre varón y mujer, porque todos ustedes son uno solo en Cristo Jesús” (Ga 3, 27-28). Los cristianos pueden llamarse con verdad hermanos, reconocerse hermanos entre sí con una fraternidad que nace no de ellos mismos, ni de lo que unos y otros tengan en común en cuanto hombres, sino que viene de Cristo. La fraternidad cristiana se entiende, en suma, desde la filiación, y precisamente por eso, porque hunde sus raíces en el amor infinito de Dios Padre, puede romper, y rompe de hecho como lo manifiesta la historia- todo tipo de barreras.

La Iglesia es escuela de fraternidad. Comunidad en la que se aprende lo que significa amar con la hondura con la que amó Cristo, y en la que se experimenta el impulso a vivir efectivamente de ese amor. Comunidad en la que el creyente puede encontrar a otros hermanos que le ofrezcan afecto, guía, comprensión y apoyo para orientar la propia vida espiritual y afrontar las incidencias del vivir con la alegría y con el empeño, con la seriedad y con la confianza, que implica la experiencia de la fraternidad y el reconocimiento de la propia condición de hijos de Dios.

La Iglesia es escuela de una fraternidad que no se cierra sobre sí misma, sino que -y en esto el espíritu cristiano se diferencia del espíritu sectario- está llamada a expandirse. En el mensaje y en la experiencia espiritual cristiana, el sentimiento de fraternidad, partiendo de la conciencia del don divino recibido, tiende a abarcar a todo hombre, a cada hombre, bien en él sea quien sea – como lo recalca la parábola del buen samaritano, a alguien que es objeto del amor divino y, por tanto, acreedor a ser amado tal y como Dios lo ama.

La fraternidad que se construye en la Iglesia no sólo radica en aquellos que nos encontramos en este mundo, sino que se extiende a una dimensión más alta y profunda, implica pues también la cercanía y relación con la Iglesia purgante y con la Iglesia celeste, sí la fraternidad se construye en la comunión de los santos, en la que unos y otros se garantizan los auxilios necesarios para llegar a la patria celeste. Pero nuestra unión se extiende no sólo a este nivel sino también en el tiempo, puesto que son hermanos nuestros los cristianos que nos precedieron, así como serán los hermanos nuestros los que vendrán, por eso no podemos negar el rico tesoro de la Tradición, puesto que lo que para ellos era santo para nosotros también lo sigue siendo.

Todo esto incide en el conjunto de la vida de la Iglesia, ella mantiene vivo el anuncio de Cristo como comunidad que habiendo recibido de los apóstoles el depósito de la fe y de los sacramentos lo transmite de generación en generación. Ninguna de esas generaciones es meramente pasiva. Todas y cada una de ellas han acogido el mensaje apostólico y lo han incorporado, con mayor o menor hondura según los casos a sus vidas.

Vida espiritual y participación en la misión de la Iglesia.

La Iglesia ha sido constituida por Cristo como un pueblo en orden a la comunión de vida y de caridad y de verdad, es asumido por Cristo como instrumento de la redención universal y enviado a todo el mundo como luz del mundo y sal de la tierra.

La riqueza insondable de Cristo se refracta en la Iglesia dando origen a una pluralidad de oficios, tareas, ministerios y funciones que configuran la estructura de la comunidad eclesial, a la vez que contribuyen a determinar la vocación de cada cristiano y su modo concreto de participar en la misión conferida por Dios Padre a Cristo y por Cristo a la Iglesia, podríamos decir hay diversidad de ministerios, pero unidad de misión.

De una u otra forma, con unos u otros acentos, todo cristiano, partícipe de la misión profética, real y sacerdotal de Cristo y miembro de la Iglesia, pueblo de Dios que surca la historia, está llamado a hacer presente a Cristo en el mundo y a contribuir, según su peculiar vocación, a que el anuncio del mensaje divino de salvación y los bienes propios del Reino de Dios se extiendan por toda la tierra. Y esta realidad marca- debe marcar- profundamente la vida espiritual.