Notas utilizadas para dar un Curso básico de Teología Espiritual (Tema 3)
“El misterio de la Santísima Trinidad es el misterio central de la fe y de la vida cristiana. Es el misterio de Dios en sí mismo. Es, pues, la fuente de todos los otros misterios de la fe; es la luz que los ilumina. Es la enseñanza más fundamental y esencial en la “jerarquía de las verdades de fe” (DCG 43). “Toda la historia de la salvación no es otra cosa que la historia del camino y los medios por los cuales el Dios verdadero y único, Padre, Hijo y Espíritu Santo, se revela, reconcilia consigo a los hombres, apartados por el pecado, y se une con ellos” (DCG 47).” (Catecismo de la Iglesia Católica 234)
Nuestro amado Jesús, anunció numerosas veces que hay un Padre que nos ama, que hay un Padre que nos ha pensado desde toda la eternidad, que hay un Padre que busca nuestra salvación, que hay un Padre que busca colmar los anhelos más profundos de nuestro corazón, que hay un Padre que busca librarnos de la esclavitud del pecado y de sus consecuencias para que podamos llegar a vivir a la altura de nuestra dignidad de hijos, que hay un Padre que no ha escatimado nada para hacernos gozar de su amor y de una vida de comunión plena y perfecta con Él, que hay un Padre que ofreció a su Hijo Único para que volviéramos a Él.
Jesús nos anuncia también que Él es el enviado por el Padre, Él ha venido no sólo para ser el proclamador de una Buena Nueva, sino Él mismo es la Buena Nueva de salvación de la humanidad. Nuestro Dios tan Santo y Omnipotente, quiso unir nuestra condición humana a su condición divina, y en el Hijo Unigénito del Padre se unió a nuestra carne mortal, “el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros” dice el apóstol san Juan. En Jesús Dios y el hombre entran en nueva relación, en su corazón laten el amor de Dios y el amor del hombre al unísono.
En Jesús, Hijo del Padre, hemos sido salvados y redimidos. En Él el amor de Dios por nosotros llegó al extremo más grande, el amor de Dios se hizo misericordia. Él se entregó a la muerte por nosotros, y resucitando, nos ha hecho renacer a la vida eterna. En Jesús entramos en una nueva relación con Dios, pues hemos sido hechos hijos suyos.
En el Corazón de Cristo también se nos revela el amor con que el Padre le ha amado a Él y el amor con el cual Él ha amado al Padre, con ese mismo Amor ha amado a la humanidad entera, ese amor es la fuerza que viene de lo alto, que todo lo crea y que renueva la faz de la tierra, es el Amor que le consuela, es el Paráclito, el Espíritu Santo, que habría de iluminar y encender el corazón de todos los que gozan de esa vida nueva de la gracia, es Él quien guía y acompaña a la Iglesia recordándole todo lo que Jesús enseñó y llevándole a la verdad plena. Es Él quien santifica y eleva a las alturas para las cuales fue creado el hombre. Él le inspira en los más profundo de su corazón aquella Palabra que transforma todo su ser, toda su historia y todo su obrar.
En el Corazón de Jesús, la nueva relación con Dios, que es Uno y Trino, lleva al hombre ya no a amar y conocer con meras categorías y criterios terrenos, sino que entra en el mismo amor de Dios, amor divino que viendo su miseria tuvo compasión de él, amor que se hizo misericordia.
Este Dios tan grande y poderoso, Padre, Hijo y Espíritu Santo, está en todas sus criaturas por potencia, presencia y esencia; está en el hombre en cuanto su Creador y Soberano, realidad de la que él es a imagen y semejanza, sin embargo mora en cada uno de los cristianos por la acción de su gracia, es lo que en teología se conoce como “la inhabitación de la Santísima Trinidad en el alma del justo”, que no es otra cosa que decir, Dios vive en ti, su presencia en nosotros nos santifica, la gracia santificante no sólo es una cualidad por la cual participamos en la vida divina sino es el mismo Dios que viene a nuestra vida, Él se da a Sí mismo por amor. Por ello toda nuestra vida es eminentemente trinitaria. La Sagrada Escritura los testimonia:
- “Si alguno me ama, guardará mis palabras y mi Padre le amará y vendremos a él y en él haremos nuestra morada” (Jn 14, 23)
- “Dios es caridad, y el que vive en caridad permanece en Dios y Dios en él” (1 Jn 4, 16)
- “¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros? Si alguno profana el templo de Dios, Dios le destruirá. Porque el templo de Dios es santo, y ese templo sois vosotros” (1 Cor 3, 16-17)
- “¿O no sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, que está en vosotros y habéis recibido de Dios, y que, por tanto, no os pertenecéis?” (1 Cor 6, 19)
- “Pues vosotros sois templos de Dios vivo” (2 Cor 6, 16)
- “Guarda el buen depósito por la virtud del Espíritu Santo, que mora en nosotros” (2 Tim 1, 14)
Otro tanto testimonia la Tradición[1]: “Al principio del siglo II, san Ignacio de Antioquía dice en sus cartas que los verdaderos cristianos llevan a Dios en sí y los llama “theophoroi” o “portadores de Dios”. Esta doctrina es común en la Iglesia primitiva; los mártires la proclaman en alta voz delante de sus jueces. Santa Lucía responde a Pascacio, prefecto de Siracusa “Las palabras no pueden faltar a los que llevan en sí al Espíritu Santo”. ¿Entonces el Espíritu Santo en ti?” “Así es, todos los que llevan vida casta y piadosa son templo del Espíritu Santo”.
Entre los Padres griegos, san Atanasio dice que las tres divinas personas están en nosotros (cf. Epist. I ad Serap). San Basilio declara que el Espíritu Santo, por su presencia, nos hace cada vez más espirituales y conformes a la imagen del Unigénito (De Spiritu Sancto), san Cirilo de Alejandría trata igualmente de esta íntima unión del justo con el Espíritu Santo (Diál.) Entre los Padres latinos, san Ambrosio enseña que lo hemos recibido con el bautismo y más aún con la confirmación (De Spiritu Sancto). San Agustín prueba que según el testimonio de los Padres más antiguos no es sólo la gracia lo que se nos da, sino Dios mismo, el Espíritu Santo y sus siete Dones (De fide et symbolo y De Trinitate). Esta doctrina revelada nos es inculcada, en fin, por la enseñanza oficial de la Iglesia. En el símbolo de san Epifanio, que reciban los adultos antes de recibir el bautismo se dice “Spiritus qui…in apostolis locutus est et in sanctis habitat” (DZ 13). El Concilio de Trento dice a su vez: “La causa eficiente de nuestra justificación es Dios, quien, en su misericordia, nos purifica gratuitamente y nos santifica, ungiéndonos y marcándonos con el sello del Espíritu Santo, que nos fue prometido y es la prenda de nuestra herencia” (Dz 799)
León XIII lo diría de la siguiente manera: “Conviene recordar las explicaciones dadas por los Doctores según las enseñanzas de las Santas Escrituras: Dios esta en presente en todas las cosas por su poder, en cuanto todo le está sometido, por su presencia, en cuanto todo está patente a sus ojos; por su esencia, en cuanto que está íntimamente en todos los seres como causa de su existencia. Pero Dios no está en el hombre como está en las cosas; está además en cuanto que es conocido y amado por él, ya que nuestra naturaleza nos lleva a amar, desear y aspirar al bien. Dios, por su gracia, reside en el alma del justo como en templo, de un modo muy íntimo y especial. De ahí ese lazo que tan estrechamente une al alma con Dios más de lo que un amigo puede estarlo con su mejor amigo, y le permite gozar de él con una gran dulzura…
Esta admirable unión, llamada inhabitación y que sólo por su condición difiere del estado bienaventurado de los moradores del cielo, es realizada por la presencia de toda Trinidad: “Vendremos a él y en él haremos nuestra morada” (Jn 14, 23). Sin embargo, se atribuye de un modo especial al Espíritu Santo. En efecto, aún en un hombre perverso existen algunas huellas del poder y de la sabiduría divina; pero sólo el justo participa del amor, que es la característica del Espíritu Santo…Por eso el apóstol, al decir que los justos son templos de Dios, no los llama expresamente templos del Padre y del Hijo, sino del Espíritu Santo…” (Las tres edades de la vida interior, p.112-113)
El Padre Royo Marín hablando de la inhabitación que se da propiamente en razón de la gracia y la caridad, añade a la presencia de Inmensidad (común a todas las criaturas) dos cosas fundamentales:
-La paternidad, que se funda sobre la gracia santificante.
“Para ser padre es preciso transmitir la propia vida, esto es, la propia naturaleza específica, a otros ser viviente de la misma especie. Por eso, si Dios quería ser nuestro Padre, además de nuestro Creador, era preciso que nos transmitiese su propia naturaleza divina en toda su plenitud- éste es el caso de Jesucristo, Hijo de Dios por naturaleza-o, al menos una participación real y verdadera de la misma, y éste es el caso del alma justificada. En virtud de la gracia santificante, que nos da un participación misteriosa, pero muy real y verdadera de la misma naturaleza divina, el alma justificada se hace verdaderamente hija de Dios, por una adopción intrínseca muy superior a las adopciones humanas, puramente jurídicas y extrínsecas [técnicamente hablando la adopción es una ficción jurídica] Y desde ese momento, Dios, que ya residía en el alma por su presencia general de inmensidad, comienza a estar en ella como Padre y a mirarla como verdadera hija suya” (Teología de la Perfección Cristiana p.59)
Tanquerey haría la clarificación no nos convertimos en dioses, sino que pasamos a ser deiformes, se trata la divinización de nuestra alma (Teología ascética y mística p. 63).
-La amistad, que se funda sobre la caridad.
“Pero la gracia santificante no va nunca sola, lleva consigo el maravilloso cortejo de las virtudes infusas, entre las que destaca como la más importante y principal, la caridad sobrenatural. Como explicaremos en su lugar, la caridad establece una verdadera y mutua amistad entre Dios y los hombres, es su esencia misma. Por eso al infundirse en el alma, juntamente con la gracia santificante, la caridad sobrenatural, Dios comienza a estar en ella de una manera enteramente nueva: ya no simplemente como autor, sino también como verdadero amigo. He ahí el segundo entrañable aspecto de la divina inhabitación.” (Teología de la Perfección Cristiana p.59)
Es maravilloso considerar esto, siguiendo al Tanquerey:
“A las relaciones de padre e hijo añade la amistad una cierta razón de igualdad, “amicitia aequales accipit aut facit”, cierta intimidad y reciprocidad que lleva en sí dulcísima comunicación. Pues relaciones de esta clase establece la gracia entre Dios y nosotros: claro está que sería necio el plantear siquiera la cuestión de si hay igualdad verdadera entre Dios y el hombre; mas hay entre los dos cierta semejanza, que basta para fundamento de una verdadera intimidad. Realmente Dios nos da a conocer sus secretos; háblanos, no solamente por boca de su Iglesia, sino también interiormente por el Espíritu Santo: “les enseñará todo y les recordará todo lo que yo les he dicho.” (Jn 14, 26) Además, en la última Cena, declara Jesús a sus Apóstoles, que ya no serán siervos suyos, sino sus amigos, porque ya no tendrá secretos para ellos : «No os llamo ya siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su amo; a vosotros os he llamado amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer» (Jn 15, 15). Suavísima familiaridad ungirá el trato entre los dos, familiaridad de amigos que se juntan a cenar : He aquí que estoy a la puerta y llamo; si alguno escuchare mi voz y me abriere la puerta, entraré a él, y cenaré con él, y él conmigo : “ «Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo.»(Ap 3, 20) ¡Admirable intimidad a la que jamás nos hubiéramos atrevido, de no habernos ganado por la mano el Divino Amigo y cogido la delantera! Y sin embargo tal intimidad se ha realizado y se realiza cada día, no solo en los santos, sino aún en las almas interiores que ceden a tanta instancia y abren la puerta del alma al Huésped divino. Testimonio de ello nos da el autor de la Imitación al describir la visita frecuente del Espíritu Santo a las almas interiores, las dulces pláticas que con ellas trae, los consuelos y caricias que les prodiga, la paz que en ellas pone, la estupenda familiaridad con que las trata : “ frecuente la visita de Cristo que le habla dulcemente, le consuela amablemente, le da paz profunda y con Él mantiene un trato íntimo y familiar” (IC II, I, 1) Por lo demás, la vida de los místicos contemporáneos, de Santa Teresita del Niño Jesús, de sor Isabel de la Trinidad, de Gemma Galgani y de tantos otros son prueba de que, lo que dice la Imitación, se verifica todos los días. Es, pues, mucha verdad que Dios vive en nosotros como un amigo íntimo.”[2]
El P. Royo Marín (Teología de la Perfección Cristiana p. 62-63) también nos aclarará que la Santísima Trinidad inhabita e nuestras almas para darnos la plena posesión de Dios y el goce fruitivo de las divinas personas.
- Para darnos plena posesión de Dios: Decíamos al hablar de la presencia divina de inmensidad, que, en virtud de esta, Dios estaba íntimamente presente en todas las cosas-incluso en los mismos demonios del infierno-por esencia, presencia y potencia. Y, sin embargo, un ser que no tenga con Dios otro contacto que el que proviene únicamente de esta presencia de inmensidad, propiamente hablando no posee a Dios, puesto que este tesoro infinito no le pertenece en modo alguno. Escuchemos de nuevo al P. Ramiére:
“Podemos imaginarnos a un hombre pobrísimo junto a un inmenso tesoro, sin que por estar próximo a él se haga rico, pues lo que hace la riqueza no es la proximidad, sino la posesión del oro. Tal es la diferencia entre el alma justa y el alma del pecador. El pecador, el condenado mismo, tienen a su lado y en sí mismo el bien infinito, y sin embargo, permanecen en su indigencia, porque este tesoro no les pertenece; al paso que el cristiano en estado de gracia tiene en sí el Espíritu Santo, y con Él la plenitud de las gracias celestiales como un tesoro que le pertenece en propiedad y del cual puede usar cuando y como le pareciere.
¡Que grande es la felicidad del cristiano! ¡Que verdad bien entendida por nuestro entendimiento, para ensanchar nuestro corazón! ¡Qué influjo en nuestra vida entera si la tuviéramos constantemente ante los ojos! La persuasión que tenemos de la presencia real del cuerpo de Jesucristo en el copón nos inspira el más profundo horror a la profanación de ese vaso de metal. ¡Qué horror tendríamos también a la menor profanación de nuestro cuerpo, sino perdiéremos de vista este dogma de fe, tan cierto como primero, a saber, la presencia real en nosotros del Espíritu de Jesucristo! ¿Es por ventura el divino Espíritu menos santo que la carne sagrada del Hombre-Dios? ¿O pensamos que da Él a la santidad de esos vasos de oro y templos materiales más importancia que a la de sus templos vivos y tabernáculos espirituales?”
Nada en efecto, debería llenar de tanto horror al cristiano como la posibilidad de perder este tesoro divino por el pecado mortal. Las mayores calamidades y desgracias que podamos imaginar en el plano puramente humano temporal – enfermedades, calumnias, pérdida de todos los bienes materiales, muerte de los seres queridos, etc.- son cosa de juguete y de risa comparadas con la terrible catástrofe que representa para el alma un solo pecado mortal. Aquí la pérdida es absoluta y rigurosamente infinita.
- Para darnos el goce fruitivo de las Divinas Personas. Por más que asombre leerlo, es ésta una de las finalidades más entrañables de la divina inhabitación en nuestras almas. El príncipe de la teología católica, santo Tomás de Aquino, escribió en su Suma Teológica estas sorprendentes palabras:
“No se dice que poseamos sino aquello de que libremente podamos usar y disfrutar. Ahora bien, sólo por la gracia santificante tenemos la potestad de disfrutar de la persona divina (Potestatem fruendi divina persona). Por el don de la gracia santificante es perfeccionada la criatura racional, no sólo para usar libremente de aquel don creado, sino para gozar de la misma persona divina (ut ipsa persona divina fruatur)”
Los místicos experimentales han comprobado en la práctica la profunda realidad de estas palabras. Santa Catalina de Siena, santa Teresa, san Juan de la Cruz, sor Isabel de la Trinidad y otros muchos hablan de experiencias trinitarias inefables…
“Quiere ya nuestro buen Dios quitarle las escamas de los ojos y que vea y entienda algo de la merced que le hace, aunque es por una manera extraña; y metida en aquella morada por visión intelectual, por cierta manera de representación de la verdad, se le muestra la Santísima Trinidad, todas tres personas, con una inflamación que primero viene a su espíritu a manera de una nube de grandísima claridad, y estas personas distintas, y por una noticia admirable que se da al alma, entiende con grande verdad ser todas tres personas una substancia y un poder y un saber y un solo Dios. De manera que lo que tenemos por fe, allí lo tiene el alma, podemos decir, por vista, aunque no es vista con los ojos del cuerpo, ni del alma, porque no es visión imaginaria. Aquí se le comunica todas tres personas, y la hablan y la dan a entender aquellas palabras que dice el Evangelio que dijo el Señor: que vendría Él y el Padre y el Espíritu Santo a morar con el alma que le ama y guarda sus mandamientos. ¡Oh válgame Dios! ¡Cuán diferente cosa es oír estas palabras y creerlas a entender por esta manera cuán verdaderas son! Y cada día se espanta más esta alma, porque nunca más le parece se fueron con ella, sino que notoriamente ve, de la manera que queda dicho, que están en lo interior de su alma; en lo muy muy interior, en una cosa muy honda -que no sabe decir cómo es, porque no tiene letras- siente en sí esta divina compañía” (Santa Teresa de Jesús, Moradas séptimas, I, 6-7)
“De donde la delicadez del deleite que en este toque se siente, es imposible decirse; ni yo querría hablar de ello, porque no se entienda que aquello no es más de lo que se dice, que no hay vocablos para declarar cosas tan subidas de Dios como estas almas pasan, de las cuales el propio lenguaje es entenderlo para sí, y sentirlo para sí, y callarlo y gozarlo el que lo tiene…y así sólo se puede decir, y con verdad, que a vida eterna sabe; que aunque en esta vida no se goza perfectamente como en la gloria, con todo eso, este toque, por ser toque de Dios a vida eterna sabe” (san Juan de la Cruz, Llama de amor viva, canción 2, n.21)
“He aquí como yo entiendo ser la ‘casa de Dios’: viviendo en el seno de la tranquila Trinidad, en mi abismo interior, en esa fortaleza inexpugnable del santo recogimiento, de que habla san Juan de la Cruz. David cantaba “Anhela mi alma y desfallece en los atrios del Señor” (Sal 83, 3). Me parece que esta debe ser la actitud de toda alma que se recoge en sus atrios interiores para contemplar allí a su Dios y ponerse en contacto estrechísimo con Él. Se siente desfallecer en un divino desvanecimiento ante la presencia de este Amor todopoderoso, de esta majestad infinita que mora en ella. No es la vida quien la abandona, es ella quien desprecia esta vida natural y quien se retira, porque siente que no es digna de su esencia tan rica, y que se va a morir y a desaparecer en su Dios”. (Santa Isabel de la Trinidad, Ultimo retiro de “Laudem gloriae” día 16)
Estas alturas del goce de la Trinidad Santísima en nosotros son un anticipo del goce de la bienaventuranza eterna, vivir para gloria de Dios y la consecuente santificación de nuestras almas amándolo, conociéndolo y sirviéndolo con la fuerza de la gracia que viene de lo alto apunta hacia esto. La vocación universal a la santidad apunta a estas alturas.
“Mirad que convida el Señor a todos; pues es la misma verdad, no hay que dudar. Si no fuera general este convite, no nos llamara el Señor a todos, y aunque nos llamara no dijera: “Yo os daré de beber” (Jn 7, 37). Pudiera decir: venid todos que en fin no perderéis nada; y a los que a mí me pareciere, yo los daré de beber. Mas como dijo, sin esta condición, a todos, tengo por cierto que a todos lo que no se quedaren en el camino, no les falta esta agua viva” (Santa Teresa de Jesús, Camino de perfección 19, 15)
Sí, todos están llamados a esto, forma parte del itinerario ordinario de santidad, escuchemos al padre Garrigou Lagrange, dominico, tomista, profundo teólogo, que nos explica la razón
“Si la inhabitación de la augusta Trinidad en nosotros no se concibe sin que el justo pueda tener una “especie de conocimiento experimental” de Dios en sí, síguese que este conocimiento, lejos de ser una cosa extraordinaria, como las visiones, revelaciones y estigmas, está dentro de la vía normal de la santidad.
Esta especie de conocimiento experimental de Dios presente en nosotros deriva de la fe esclarecida por los dones de inteligencia y sabiduría, que están en conexión íntima con la caridad. De ahí se sigue que normalmente irá aumentando según se vaya progresando en caridad tanto en el aspecto de la contemplación como en el de la acción…cuando la caridad aumenta notablemente en nosotros, las divinas Personas son enviadas de nuevo, dice santo Tomas (I q.43, a.6, ad 2), porque se hacen más íntimamente presentes en nosotros en un nuevo grado o modo de intimidad….Residen, finalmente, en nosotros, no solamente como objetos de conocimiento y amor sobrenaturales, sino como principios de operaciones de esa misma naturaleza. Jesús dijo “Mi Padre opera siempre y yo con Él” sobre todo en la intimidad del corazón, en el fondo del alma. Mas importan prácticamente no olvidar una cosa: que Dios no se comunica de ordinario a la criatura sino en la medida de sus disposiciones. Cuando éstas se hacen más puras, las divinas personas se hacen también más íntimamente presentes y operantes. En tal caso Dios nos pertenece y nosotros a Él, y deseamos ardientemente progresar en su amor.
‘Esta doctrina de las Misiones invisibles de las divinas personas a nosotros es uno de los más poderosos motivos de adelanto espiritual’ escribe el P. Chardon, porque mantiene al alma en constante aspiración a su adelantamiento y siempre en vela para realizar incesantes actos de fortaleza y fervor en todas las virtudes, a fin de que, progresando en la gracia, este nuevo adelantamiento atraiga a Dios de nuevo a ella…en una unión más íntima pura y vigorosa”
(Las tres edades de la vida interior p.118-119)
“¡Oh almas criadas para estas grandezas y para ellas llamadas! ¿qué hacéis? ¿En qué os entretenéis? Vuestras pretensiones son bajezas y vuestras posesiones miserias. ¡Oh miserable ceguera de los ojos de vuestra alma, pues para tanta luz estáis ciegos y para tan grandes voces sordos, no viendo que en tanto que buscáis grandezas y gloria os quedáis miserables y bajos de tantos bienes hechos ignorantes e indignos!” (San Juan de la Cruz, Cantico Espiritual, c.39, n.7)
La presencia del Divino Huésped nos lleva a la adoración, a la acción de gracias, a la humildad, nos hace crecer en afectos de amor por Él y nos lleva a apartarnos de todo aquello que suponga un ofensa a su Divina Majestad, nos hace buscar tratar con Él con la intimidad de un amigo y ser generoso en la búsqueda de todo aquello que le honre y dé gloria, nos mueve a buscar vivir el ideal de perfección imitando al que nos dijo “Sean santos por que yo soy santo” y de ahí que la comunión de la trinidad fundamente realmente nuestra caridad fraterna por lo que decimos que la espiritualidad trinitaria es espiritualidad de comunión, con las Personas Divinas, ciertamente, pero también con aquellos que unen a ella, es decir con nuestro prójimo, queremos vivir el ideal que Jesús anhelaba “Ut unum sint” (Jn 17, 21) lo cual iremos viendo más en detalle conforme vayamos avanzando en el desarrollo de las virtudes, sin embargo, basten de momento unas palabras del santo Padre con ocasión de la solemnidad de la Santísima Trinidad:
“Celebramos la solemnidad de la santísima Trinidad, que presenta a nuestra contemplación y adoración la vida divina del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo: una vida de comunión y de amor perfecto, origen y meta de todo el universo y de cada criatura, Dios. En la Trinidad reconocemos también el modelo de la Iglesia, en la que estamos llamados a amarnos como Jesús nos amó. Es el amor el signo concreto que manifiesta la fe en Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo. Es el amor el distintivo del cristiano, como nos dijo Jesús: «En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os amáis unos a otros» ( Jn 13, 35). Es una contradicción pensar en cristianos que se odian. Es una contradicción. Y el diablo busca siempre esto: hacernos odiar, porque él siembra siempre la cizaña del odio; él no conoce el amor, el amor es de Dios.” (Papa Francisco, 15 de junio de 2014)
[1] Seguimos aquí “Las tres edades de la vida interior” del P. Garrigou Lagrange P.112-114
[2] Tanquerey, Teología ascética y mística, p.64-65