Notas utilizadas para dar un Curso básico de Teología Espiritual (Tema 12.13)
(Tarea personal Leer la IV parte del Catecismo)
La Iglesia nos enseña que: «La oración es la vida del corazón nuevo. Debe animarnos en todo momento. Nosotros, sin embargo, olvidamos al que es nuestra Vida y nuestro Todo. Por eso, los Padres espirituales, en la tradición del Deuteronomio y de los profetas, insisten en la oración como un «recuerdo de Dios», un frecuente despertar la «memoria del corazón»: «Es necesario acordarse de Dios más a menudo que de respirar» (San Gregorio Nacianceno, or. theol. 1, 4). Pero no se puede orar «en todo tiempo» si no se ora, con particular dedicación, en algunos momentos: son los tiempos fuertes de la oración cristiana, en intensidad y en duración.»[1]
Dedicar tiempo a la oración sumamente provechoso para nosotros: “practicamos con ella un acto excelente de religión; damos gracias a Dios por sus inmensos beneficios; ejercitamos la humildad, reconociendo nuestra pobreza y demandando una limosna; ejercitamos la confianza en Dios al pedirle cosas que esperamos obtener de su bondad; nos lleva a una respetuosa familiaridad con Dios, que es nuestro amantísimo Padre; entramos en los designios de Dios, que nos concederá las gracias que tiene desde toda la eternidad vinculadas a nuestra oración; eleva y engrandece nuestra dignidad humana”[2]
La Sagrada Escritura nos invita numerosas veces a ella “Vigilad y orad” (Mt 26, 41) “Es precioso orar en todo tiempo y no desfallecer” (Lc 18, 1) “Pidan y se les dará” (Mt 7,7) “Oren sin cesar” (1 Tes 5, 17) “Permanezcan vigilantes en la oración” (Col 4, 2) etc. de hecho hay un libro entero dedicada sólo a ella, el libro de los Salmos, con ellos oramos con la misma palabra de Dios.
La oración para el cristiano es un constante entrar en relación con el Señor, un diálogo, un trato, un comunicarse con el Amor de su vida. Y existen diferentes formas o expresiones de la misma, puede ser pública o privada, comunitaria o personal, vocal o silenciosa, de acción de gracias, reparación, petición, expiación, adoración, alabanza, etc.
Los santos han dado diferentes definiciones:
San Gregorio Niceno: “La oración es una conversación o coloquio con Dios”
San Juan Crisóstomo: “La oración es hablar con Dios”
San Agustín: “La oración es la conversión de la mente a Dios con piadoso y humilde afecto”
San Juan Damasceno: “La oración es la elevación de la mente a Dios” o también “la petición a Dios de cosas conveniente”
San Buenaventura: “Oración es el piadoso afecto de la mente dirigido a Dios”
Santa Teresa: “Es tratar de Amistad con quien sabemos nos ama”
El Catecismo de la Iglesia toma como base la definición de santa Teresa de Lisieux:
“Para mí, la oración es un impulso del corazón, una sencilla mirada lanzada hacia el cielo, un grito de reconocimiento y de amor tanto desde dentro de la prueba como en la alegría” (Manuscrit C, 25r)”. De hecho, llega a definirla en términos de alianza y nos muestra a la vez su carácter trinitario “La oración cristiana es una relación de Alianza entre Dios y el hombre en Cristo. Es acción de Dios y del hombre; brota del Espíritu Santo y de nosotros, dirigida por completo al Padre, en unión con la voluntad humana del Hijo de Dios hecho hombre.” (Catecismo de la Iglesia Católica 2564)
Tipos de oración
El Catecismo de la Iglesia hace una clasificación de los diferentes tipos de oración:
Bendición: “La bendición expresa el movimiento de fondo de la oración cristiana: es encuentro de Dios con el hombre; en ella, el don de Dios y la acogida del hombre se convocan y se unen. La oración de bendición es la respuesta del hombre a los dones de Dios: porque Dios bendice, el corazón del hombre puede bendecir a su vez a Aquel que es la fuente de toda bendición.” (Catecismo de la Iglesia Católica 2626)
Adoración “La adoración es la primera actitud del hombre que se reconoce criatura ante su Creador. Exalta la grandeza del Señor que nos ha hecho (cf. Sal 95, 1-6) y la omnipotencia del Salvador que nos libera del mal. Es la acción de humillar el espíritu ante el “Rey de la gloria” (Sal 14, 9-10) y el silencio respetuoso en presencia de Dios “siempre […] mayor” (San Agustín, Enarratio in Psalmum 62, 16). La adoración de Dios tres veces santo y soberanamente amable nos llena de humildad y da seguridad a nuestras súplicas.” (Catecismo de la Iglesia Católica 2628)
Petición “La petición cristiana está centrada en el deseo y en la búsqueda del Reino que viene, conforme a las enseñanzas de Jesús (cf. Mt 6, 10. 33; Lc 11, 2. 13). Hay una jerarquía en las peticiones: primero el Reino, a continuación, lo que es necesario para acogerlo y para cooperar a su venida. Esta cooperación con la misión de Cristo y del Espíritu Santo, que es ahora la de la Iglesia, es objeto de la oración de la comunidad apostólica (cf. Hch 6, 6; 13, 3). Es la oración de Pablo, el apóstol por excelencia, que nos revela cómo la solicitud divina por todas las Iglesias debe animar la oración cristiana (cf. Rm 10, 1; Ef 1, 16-23; Flp 1, 9-11; Col1, 3-6; 4, 3-4. 12). Al orar, todo bautizado trabaja en la Venida del Reino.” (Catecismo de la Iglesia Católica 2632)
Intercesión “Interceder, pedir en favor de otro, es, desde Abraham, lo propio de un corazón conforme a la misericordia de Dios. En el tiempo de la Iglesia, la intercesión cristiana participa de la de Cristo: es la expresión de la comunión de los santos. En la intercesión, el que ora busca “no su propio interés sino […] el de los demás” (Flp 2, 4), hasta rogar por los que le hacen mal (cf. San Esteban rogando por sus verdugos, como Jesús: cf. Hch 7, 60; Lc23, 28. 34).” (Catecismo de la Iglesia Católica 2635)
Acción de gracias: “La acción de gracias caracteriza la oración de la Iglesia que, al celebrar la Eucaristía, manifiesta y se convierte cada vez más en lo que ella es. En efecto, en la obra de salvación, Cristo libera a la creación del pecado y de la muerte para consagrarla de nuevo y devolverla al Padre, para su gloria. La acción de gracias de los miembros del Cuerpo participa de la de su Cabeza.” (CCE 2637)
Alabanza “La alabanza es la forma de orar que reconoce de la manera más directa que Dios es Dios. Le canta por Él mismo, le da gloria no por lo que hace, sino por lo que Él es. Participa en la bienaventuranza de los corazones puros que le aman en la fe antes de verle en la gloria. Mediante ella, el Espíritu se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios (cf. Rm 8, 16), da testimonio del Hijo único en quien somos adoptados y por quien glorificamos al Padre. La alabanza integra las otras formas de oración y las lleva hacia Aquel que es su fuente y su término: “un solo Dios, el Padre, del cual proceden todas las cosas y por el cual somos nosotros” (1 Co 8, 6).” (CCE 2639)
Dificultades de la oración
El Catecismo nos enseña que:
“En el combate de la oración, tenemos que hacer frente en nosotros mismos y en torno a nosotros a conceptos erróneos sobre la oración. Unos ven en ella una simple operación psicológica, otros un esfuerzo de concentración para llegar a un vacío mental. Otros la reducen a actitudes y palabras rituales. En el inconsciente de muchos cristianos, orar es una ocupación incompatible con todo lo que tienen que hacer: no tienen tiempo. Hay quienes buscan a Dios por medio de la oración, pero se desalientan pronto porque ignoran que la oración viene también del Espíritu Santo y no solamente de ellos.
También tenemos que hacer frente a mentalidades de “este mundo” que nos invaden si no estamos vigilantes. Por ejemplo: lo verdadero sería sólo aquello que se puede verificar por la razón y la ciencia (ahora bien, orar es un misterio que desborda nuestra conciencia y nuestro inconsciente); es valioso aquello que produce y da rendimiento (luego, la oración es inútil, pues es improductiva); el sensualismo y el confort adoptados como criterios de verdad, de bien y de belleza (y he aquí que la oración es “amor de la Belleza absoluta” [philocalía], y sólo se deja cautivar por la gloria del Dios vivo y verdadero); y por reacción contra el activismo, se da otra mentalidad según la cual la oración es vista como posibilidad de huir de este mundo (pero la oración cristiana no puede escaparse de la historia ni divorciarse de la vida).
Por último, en este combate hay que hacer frente a lo que es sentido como fracasos en la oración: desaliento ante la sequedad, tristeza de no entregarnos totalmente al Señor, porque tenemos “muchos bienes” (cf Mc 10, 22), decepción por no ser escuchados según nuestra propia voluntad; herida de nuestro orgullo que se endurece en nuestra indignidad de pecadores, difícil aceptación de la gratuidad de la oración, etc. La conclusión es siempre la misma: ¿Para qué orar? Es necesario luchar con humildad, confianza y perseverancia, si se quieren vencer estos obstáculos.” CCE 2726-2728
El Padre Royo Marín no explica los principales escollos y dificultades a enfrentar (Teología de la Perfección Cristiana p.638-641):
“La oración en todas sus formas es un ejercicio de alta eficacia santificadora, pero su práctica asidua y perfecta envuelve no pocas dificultades para el pobre espíritu humano, de suyo tan flaco y enfermizo. Las principales son dos: las distracciones y las sequedades o arideces.
a) LAS DISTRACCIONES- Las distracciones en general son pensamientos o imaginaciones extrañas que nos impiden la atención a lo que estamos haciendo. Pueden afectar a la imaginación sola, en cuyo caso el entendimiento puede seguir pensando en lo que hacía, aunque con dificultad; o al entendimiento mismo, en cuyo caso la atención a lo que se hacía desaparece totalmente. Sus causas son muy varias. Las expone muy bien el P. De Guibert, cuyas sabias distinciones trasladamos aquí:
A. Causas independientes de la voluntad. a)La índoles y temperamento: imaginación viva e inestable; efusión hacia las cosas exteriores; incapacidad de fijar la atención o de prorrumpir en afectos. Pasiones vivas, no bien dominadas, que atraen continuamente la atención hacia los objetos amados, temidos u odiados…
b) poca salud y fatiga mental, que impide fijar la atención o abstraer de las cosas o circunstancias exteriores
c) La dirección poco acertada del padre espiritual, que quiere imponer artificialmente sus propias ideas al alma, sin tener en cuenta el influjo de la gracia, la índole, el estado y las necesidades de la misma, empeñándose, v.gr. en hacer continuar la meditación discursiva cuando Dios le mueve a una oración más sencilla y profunda o apartándola demasiado pronto del discurso cuando lo necesita todavía.
d) El demonio, a veces directamente, otras muchas indirectamente, utilizando otras causas y aumentado su eficacia perturbadora.
B. Causas voluntarias.- a) Falta de la debida preparación próxima: en cuanto al tiempo, lugar, postura, tránsito demasiado brusco a la oración después de una ocupación absorbente…
b) Falta de preparación remota; poco recogimiento, disipación habitual, tibieza de la vida, vana curiosidad, ansia de leerlo todo…
C. Remedios prácticos. No hay una receta infalible para suprimir en absoluto las distracciones. Sólo en los estados contemplativos muy elevados o por un especial don de Dios se puede orar sin distracción alguna. Pero mucho se puede hacer con humildad, oración y perseverancia.
a) Puede disminuirse el influjo pernicioso de las casusas independientes de la voluntad con varias industrias: leyendo, fijando la vista en el sagrario o una imagen expresiva, eligiendo materias más concretas, entregándose a una oración más afectiva, con frecuentes coloquios (incluso vocales, si es preciso) etc.
Cuando a pesar de todo, nos sintamos distraídos con frecuencia no nos impacientemos. Volvamos a traer suavemente nuestro espíritu al recogimiento -aunque sea mil veces, si es preciso- humillémonos en la presencia de Dios, pidámosle su ayuda y no examinemos por entonces la causas que han motivado la distracción. Dejemos este examen para el fin de la oración, con el fin de prevenirnos mejor en adelante. Y téngase bien presente que toda distracción combatida (aunque no se le venza del todo) en nada compromete el fruto de la oración ni disminuye el mérito del alma.
b) En cuanto a las causas que dependen de nuestra voluntad, se las combatirá con energía hasta destruirlas por completo. No omitiremos jamás la preparación próxima, recordando siempre que lo contrario sería tentar a Dios, como dice la Sagrada Escritura. Y cuidemos, además de una seria preparación remota, que abarca principalmente los puntos siguientes: silencio, huida de la vana curiosidad, custodia de los sentidos, de la imaginación y del corazón y acostumbrarnos a estar en lo que se está haciendo (age quod agis), sin dejar divagar voluntariamente la imaginación hacia otra parte.
b) LAS SEQUEDADES Y ARIDECES. – Otra de las grandes dificultades que se encuentran con frecuencia en el ejercicio de la oración – mental sobre todo- es la sequedad o aridez de espíritu. Consiste en cierta impotencia o desgana para producir en la oración actos intelectivos o afectivos. Esta impotencia a veces es tan grande, que vuelve penosísima la permanencia en la oración. Unas veces afecta al espíritu, otras sólo al corazón. La forma más desoladora es aquella en la que Dios parece haberse retirado del alma.
Sus causas son muy varias. El mal estado de la salud, la fatiga corporal, las ocupaciones excesivas o absorbentes, tentaciones molestas, que atormentan y fatigan al alma; deficiente formación para orar de modo conveniente, empleo de métodos inadecuados, etc. A veces son el resultado natural de la tibieza en el servicio de Dios, de la infidelidad a la gracia, de los pecados veniales cometidos en abundancia y sin escrúpulo, de la sensualidad que sumerge al alma en la materia: de la disipación y vana curiosidad, de la ligereza y superficialidad de espíritu.
Otras veces son una prueba de Dios, que suele sustraer el consuelo y devoción sensible que el alma experimentaba en la oración para purificarla del apego a esos consuelos, humillarla viendo lo poco que vale cuando Dios le retira esa ayuda, aumentar su mérito con sus redoblados esfuerzos impulsados por la caridad y prepararla a nuevos avances en la vida espiritual. Cuando estas arideces permitidas por Dios se prolongan largo tiempo puede pensarse que el alma ha entrado en la noche del sentido o en alguna otra purificación pasiva….
Los remedios contra las sequedades o arideces consisten, ante todo, en suprimir sus causas voluntarias, principalmente la tibieza y flojedad en el servicio de Dios. Cuando son involuntarias, lo mejor es resignarse a los designios de Dios por todo el tiempo que Él quiera; convencerse de que la devoción sensible no es esencial al verdadero amor de Dios; que basta querer amar a Dios para amarle ya en realidad; humillarse profundamente, reconociéndose indigno de toda consolación; perseverar, a pesar de todo, en la oración, haciendo lo que aún entonces se puede hacer (fiat, miserere mei…) etc. Y a fin de aumentar el mérito y las energías del alma, procurar unirse al divino agonizante de Getsemaní que “Puesto en agonía oraba con más insistencia” (Lc 22, 44) y llevar la generosidad y el heroísmo a aumentar incluso el tiempo destinado a la oración como aconseja san Ignacio (EE13) .
¿No será lícito pedir a Nuestro Señor el cese de la prueba o el retorno de la devoción sensible? Sí, con tal de hacerlo con plena subordinación a su voluntad adorable y se intente con ello redoblar las fuerzas del alma para servirle con más generosidad, no por el goce sensible que aquellos consuelos nos hayan de producir. La Iglesia pide en su oración litúrgica de Pentecostés “gozar siempre de las consolaciones del Espíritu Santo” y todos los maestros de la vida espiritual hablan largamente de la “importancia y necesidad de los divinos consuelos” Pero ténganse en cuenta que el mejor procedimiento -presupuestas la oración y la humildad- para atraerse nuevamente los consuelos de Dios es una gran generosidad en su divino servicio y una fidelidad exquisita a las menores inspiraciones del Espíritu Santo. Las sequedades se deben con frecuencia a la resistencia a estas delicadas insinuaciones del divino Espíritu; una generosa inmolación de nosotros mismos nos las volverá a traer con facilidad. Pero sea que vuelvan en seguida o que se hagan esperar, cuide sobretodo el alma de no abandonar la oración ni disminuirla a pesar de todas las arideces y repugnancia que pueda experimentar.
Escollos que se han de evitar. En la vida de oración surgen no pocas dificultades y obstáculos que el alma, ayudada de la gracia, debe superar; pero no se requiere menos tino ni menos ayuda para no dar en alguno de sus escollos o peligros. He aquí los principales:
a) La rutina en la oración vocal, que la convierte en un ejercicio puramente mecánico, sin valor y sin vida; o la fuerza de la costumbre en la mental metodizada, que lleva a cierto automatismo seminconsciente, que la priva totalmente su eficacia santificadora.
b) El exceso de actividad natural, que quiere conseguirlo todo como a fuerza de brazos, adelantándose a la acción de Dios en el alma; o la excesiva pasividad e inercia, que, so pretexto de no adelantarse a la divina acción, no hace ni siquiera lo que con la gracia ordinaria podría y debería hacerse.
c) El desaliento, que se apodera de las almas débiles y enfermizas al no comprobar progresos sensibles en su larga vida de oración; o el excesivo optimismo de otras muchas que se creen más adelantadas de lo que en realidad están.
d) El apego a los consuelos sensibles, que engendra en el alma una especie de “gula espiritual” que la impulsa a buscar los consuelos de Dios en vez de al Dios de los consuelos.
e) El apego excesivo a un determinado método, como si fuera el único posible para el ejercicio de la oración; o la excesiva ligereza, que nos mueve a prescindir de él o abandonarlo antes de tiempo.
Otras muchas ilusiones que padecen las almas en su vida de oración habrán de ser corregidas por la mirada vigilante de un experto y competente director espiritual. Sin esta ayuda exterior es casi imposible no incurrir en algunas de ellas, a pesar, tal vez, de la buena voluntad y excelentes disposiciones del alma que las sufre.”
[1] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2697
[2] A. Royo Marín, Teología de la perfección cristiana, BAC, Madrid – 2015, n. 477