La Virtud de la Prudencia

Notas utilizadas para dar un Curso básico de Teología Espiritual (Tema 12.8)

“La prudencia es la virtud que dispone la razón práctica a discernir en toda circunstancia nuestro verdadero bien y a elegir los medios rectos para realizarlo. “El hombre cauto medita sus pasos” (Pr 14, 15). “Sed sensatos y sobrios para daros a la oración” (1 P 4, 7). La prudencia es la “regla recta de la acción”, escribe santo Tomás (Summa theologiae, 2-2, q. 47, a. 2, sed contra), siguiendo a Aristóteles. No se confunde ni con la timidez o el temor, ni con la doblez o la disimulación. Es llamada auriga virtutum: conduce las otras virtudes indicándoles regla y medida. Es la prudencia quien guía directamente el juicio de conciencia. El hombre prudente decide y ordena su conducta según este juicio. Gracias a esta virtud aplicamos sin error los principios morales a los casos particulares y superamos las dudas sobre el bien que debemos hacer y el mal que debemos evitar.” (Catecismo de la Iglesia Católica 1806)

“La importancia y necesidad de la prudencia queda de manifiesto en multitud de pasajes de la Sagrada Escritura. El mismo Jesucristo nos advierte que es menester ser “prudentes como serpientes y sencillos como palomas” (Mt 10, 16) Sin ella, ninguna virtud puede ser perfecta. A pesar de ser una virtud intelectual, es a la vez, eminentemente práctica. Es la encargada de decirnos en cada caso particular lo que conviene hacer u omitir para alcanzar la vida eterna. Por eso se llama a la prudencia auriga virtutum, porque dirige y gobierna las demás virtudes.

La prudencia es absolutamente necesaria para la vida humana. Sobre todo, en el orden sobrenatural o cristiano nos es indispensable:

  1. Para evitar el pecado, dándonos a conocer -adoctrinados por la experiencia- las causas y ocasiones de este y señalándonos los remedios oportunos. ¡Cuántos pecados cometeríamos sin ella y cuántos cometeremos de hecho si no seguimos sus dictámenes!
  2. Para adelantar en la virtud, dictándonos en cada caso particular lo que hay que hacer o rechazar en orden a nuestra santificación. A veces es difícil encontrar la manera de conciliar en la práctica dos virtudes aparentemente opuestas, como la humildad y la magnanimidad, la justicia y la misericordia, la fortaleza y la suavidad, el recogimiento y el celo apostólico, etc. Es la prudencia quien nos ha de sacar del apuro, señalando el procedimiento concreto para conciliar ambas tendencias sin destruirlas mutuamente.

Pascal escribió estas profundas palabras: no admiro el heroísmo de una virtud como la del valor si al mismo tiempo no veo el heroísmo de la virtud opuesta, como en Epaminondas, que poseía el extremo valor y la extrema benignidad; pues lo contario no sería ascender sino descender. No se demuestra grandeza por estar a un extremo, sino reuniendo los dos y cumpliéndolo todo entre los dos. Es la prudencia quien nos ha de señalar el modo de conciliar esos dos extremos” (Teología de la Perfección Cristiana p. 541)

  • Para la práctica del apostolado: nos ayudará a conciliar que compete según nuestra vocación particular, como vivir el servicio prestado en la parroquia o cualquier otro centro de ayuda los más necesitados, como conciliar el tiempo dedicado a la familia, al trabajo, al estudio, al adiestramiento profesional o los hobbies que podamos tener, como vivir una vida intensa de oración cuando a lo largo del día hay diversas actividades que atender.

El hombre prudente sabe tener memoria histórica de los acontecimientos del pasado generando verdaderas experiencias de vida que le permitan discernir el modo de actuar más adecuado en cada ocasión. Busca discernir no sólo entre lo bueno y lo malo, sino en lo que conviene o no, lo lícito y lo ilícito según el tiempo que corresponde. Sabe pedir y aceptar consejo de los sabios y experimentados ponderando con suficiente tiempo las cosas no urgentes, así como decidir por sí mismo en los casos urgentes. Sabe distinguir entre medios y fines, ordenando las cosas rectamente de modo que pueda alcanzar la meta de la patria celeste, de igual modo sabe ser cauto evitando aquellas cosas que podrían devenir en un mal posible.

Los vicios contrarios a la prudencia son dos:

  1. La imprudencia: que se puede manifestar en la precipitación, actuando por el ímpetu de la pasión o por capricho; en la inconsideración, no juzgando las cosas suficientemente; en la inconstancia, abandonando fácilmente los proyectos planteados y los propósitos fijados. Ésta puede ser suscitada habitualmente por tres razones: la lujuria, que entenebrece el juicio dejándose llevar por la sensualidad; la envidia, que nubla la mente dejándose llevar por la tristeza del soberbio; y, por la ira, que embota la mente dejándose llevar por la pasión desordenada.
  2. La negligencia, es aquel que no es solícito o diligente para actuar en lo que hay que hacer o en el modo de hacerlo, a diferencia del inconstante que comienza y no termina, este ni siquiera se plantea en comenzar la buena obra.

Existen también otros vicios que son parecidos a la prudencia:

  1. Lo que san Pablo llamaba la prudencia de la carne (Rm 8, 5-13) que es aquella habilidad del que busca encontrar los medios oportunos para satisfacer las pasiones desordenadas
  2. La astucia, que es una capacidad desarrollada de alcanzar un fin sea bueno o malo pero por vías erróneas (el fin no justifica los medios)
  3. La solicitud excesiva por las cosas temporales

Algunos medios para crecer en la virtud de la prudencia:

“A. Los principiantes- cuya principal preocupación, como vimos ha de ser conservar la gracia y no volver atrás-procurarán ante todo evitar los pecados contrarios a la prudencia:

  1. Reflexionando siempre antes de hacer cualquier cosa o de tomar alguna determinación importante, no dejándose llevar del ímpetu de la pasión o del capricho, sino de las luces serenas de la razón iluminada por la fe.
  2. Considerando despacio el pro y el contra y las consecuencias buenas o funestas que se puede seguir de tal o cual acción.
  3. Perseverando en los buenos propósitos, sin dejarse llevar de la inconstancia o negligencia, a la que tan inclinada está la naturaleza viciada por el pecado.
  4. Vigilando alerta contra la prudencia de la carne, que busca pretextos y sutilezas para eximirse del cumplimiento del deber y satisfacer sus pasiones desordenadas
  5. Procediendo siempre con sencillez y transparencia, evitando toda simulación, astucia o engaño, que es indicio seguro de un alma ruin y despreciable
  6. Viviendo al día -como nos aconseja el Señor en el Evangelio- sin preocuparnos demasiado de un mañana que no sabemos si amanecerá para nosotros, y que en todo caso estará regido y controlado por la providencia amorosísima de Dios, que viste hermosamente a los lirios del campo y alimenta a las aves del cielo (Mt 6, 25-34)

Pero no se han de contentar los principiantes con este primer aspecto puramente negativo de evitar los pecados. Han de comenzar a orientar positivamente su vida por las vías de la prudencia, al menos en sus primeras y fundamentales manifestaciones. Y así:
1) Referirán al último fin todas sus acciones, recordando el principio y fundamento que pone san Ignacio al frente de los Ejercicios: “El hombre es criado para alabar, hacer reverencia y servir a Dios nuestro Señor, y mediante esto salvar su ánima; y las otras cosas sobre la haz de la tierra son criadas para el hombre y para que le ayuden en la prosecución del fin para que es criado. De donde se sigue que el hombre tanto ha de usar dellas, quanto le ayuden para su fin y tanto debe quitarse dellas, cuanto para ello le impiden”

  1. Procurarán plasmar en una máxima impresionante, de fácil recordación, esta necesidad imprescindible de orientarlo y subordinarlo todo al magno problema de nuestra salvación “¿Qué le aprovecha al hombre ganar el mundo entero si pierde su alma?” (Mt 16, 26) “¿De qué me aprovechará esto para la vida eterna?”

B. Las almas adelantadas- que han de preocuparse ante todo de perfeccionarse más y más en la virtud-sin desatender, antes, al contrario, intensificando los medios anteriores, procurarán elevar de plano los motivos de su prudencia. Más que de su salvación, se preocuparán de la gloria de Dios, y esta será finalidad suprema a que orientarán todos sus esfuerzos. No se contentarán simplemente con evitar las manifestaciones de la prudencia de la carne, sino que la aplastarán definitivamente practicando con seriedad la verdadera mortificación cristiana, que es diametralmente contraria. Sobre todo, procurarán secundar con exquisita docilidad las inspiraciones interiores del Espíritu Santo hacia una vida más perfecta, renunciado en absoluto a todo lo que distraiga y disipe y entregándose de lleno a la magna empresa de su propia santificación como el medio más apto y oportuno de procurar la gloria de Dios y la salvación de las almas.”  (Teología de la perfección cristiana P. 546-647)

San Juan Pablo II (Catequesis 25 de octubre de 1978) nos recuerda que:

“El hombre prudente, que se afana por todo lo que es verdaderamente bueno, se esfuerza por medirlo todo, cualquier situación y todo su obrar, según el metro del bien moral.

Prudente no es, por tanto —como frecuentemente se cree— el que sabe arreglárselas en la vida y sacar de ella el mayor provecho; sino quien acierta a edificar la vida toda según la voz de la conciencia recta y según las exigencias de la moral justa. 

De este modo la prudencia viene a ser la clave para que cada uno realice la tarea fundamental que ha recibido de Dios. Esta tarea es la perfección del hombre mismo. Dios ha dado a cada uno su humanidad. Es necesario que nosotros respondamos a esta tarea programándola como se debe. Pero el cristiano tiene el derecho y el deber de contemplar la virtud de la prudencia también con otra visual. Esta virtud es como una imagen y semejanza de la Providencia de Dios mismo en las dimensiones del hombre concreto. Porque el hombre —lo sabemos por el libro del Génesis— ha sido creado a imagen y semejanza de Dios. Y Dios realiza su plan en la historia de lo creado y, sobre todo, en la historia de la humanidad.

El objetivo de este designio es el bien último del universo, como enseña Santo Tomás. Dicho designio se hace sencillamente designio de salvación en la historia de la humanidad, designio que nos abarca a todos nosotros. En el punto central de su realización se encuentra Jesucristo, en el que se ha manifestado el amor eterno y la solicitud de Dios mismo, Padre, por la salvación del hombre. Esta es a la vez la expresión plena de la Divina Providencia. 

Por consiguiente, el hombre que es imagen de Dios debe ser —como otra vez nos enseña Santo Tomás—, en cierto modo, la providencia. Pero en la medida de su propia vida. El hombre puede tomar parte en este gran caminar de todas las criaturas hacia el objetivo, que es el bien de la creación. Y, expresándonos aún más con el lenguaje de la fe, el hombre debe tomar parte en este designio divino de salvación; debe caminar hacia la salvación y ayudar a los otros a que se salven. Ayudando a los demás, se salva a sí mismo. 

Ruego que quien me escucha piense ahora bajo esta luz en su propia vida. ¿Soy prudente? ¿Vivo consecuente y responsablemente? El programa que estoy cumpliendo, ¿sirve para el bien auténtico? ¿Sirve para la salvación que quieren para nosotros Cristo y la Iglesia? 

Si hoy me escucha un estudiante o una estudiante, un hijo o una hija, que contemplen a esta luz los propios deberes de estudio, las lecturas, los intereses, las diversiones, el ambiente de los amigos.

Si me oye un padre o una madre de familia, piensen un momento en sus deberes conyugales o de padres. 

Si me escucha un ministro o un estadista, mire el conjunto de sus deberes y responsabilidades. ¿Persigue el verdadero bien de la sociedad, de la nación, de la humanidad? ¿O sólo intereses particulares y parciales? 

Si me escucha un periodista o un publicista, un hombre que ejerce influencia en la opinión pública, que reflexione sobre el valor y la finalidad de esta influencia.”

La virtud de la prudencia es potenciada por el don de consejo que “es un hábito sobrenatural por el cual el alma en gracia, bajo la inspiración del Espíritu Santo, juzga rectamente, en los casos particulares, lo que conviene hacer en orden al fin último sobrenatural” (Teología de la Perfección Cristiana p. 547)