Notas utilizadas para dar un Curso básico de Teología Espiritual (Tema 12.2)
Habiendo profundizado en la dinámica que se establece entre pecado y gracia del Señor, ahora damos un paso ulterior a reconocer nuestra vida espiritual como un verdadero combate, y para salir victorioso hace falta también conocer a los enemigos de nuestra vida en Cristo, la tradición de la Iglesia los ha clasificado en tres: mundo, demonio y la carne.
Lucha contra el mundo
¿Cuántas veces la gran variedad de opiniones que rondan los medios de comunicación o las redes sociales nos hacen sentirnos agobiados? ¿Cuántas veces incluso en nuestras comunidades o familias escuchamos o vemos actitudes de un Evangelio vivido a medias? ¿Cuántas veces escuchamos la famosa frase: “yo soy cristiano o yo soy católico, pero no estoy de acuerdo con la Iglesia en esto” haciendo parecer como si la fe fuese una cosa enteramente subjetiva? El Papa Francisco lo resumirá diciendo que el mundo “nos engaña, nos atonta y nos vuelve mediocres sin compromiso y sin gozo” (Gaudete et Exultate 159)
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Seguimos al P. Royo Marín en su obra “Teología de la perfección cristiana” (p. 297ss)
¿Qué es el mundo? Es difícil definirle por su misma complejidad. Es, en último análisis, el ambiente anticristiano que se respira entre las gentes que viven totalmente olvidadas de Dios y entregadas por completo a las cosas de la tierra.
Este ambiente malsano se constituye y manifiesta en cuatro formas principales:
- FALSAS MÁXIMAS, en directa oposición a las del Evangelio. El mundo exalta las riquezas, los placeres, la violencia, el fraude y el engaño puestos al servicio del propio egoísmo, la libertad omnímoda para entregarse a toda clase de excesos y pecados: “Somos jóvenes, hay que disfrutar de la vida”, “Dios es muy bueno y comprensivo; no por divertirnos un poco nos vamos a condenar” “Hay que ganar dinero, sea como sea”, “lo principal de todo es la salud y la vida larga” “Comer bien, vestir bien, divertirse mucho, he ahí lo que hay procurar”, etc. Estas son las máximas consagradas por el mundo y a las cuales rinde culto y vasallaje. No concibe nada más noble y elevado y le cansan y aburren las máximas contrarias que son cabalmente las del Evangelio. Y va tan lejos el mundo en la subversión de la realidad de las cosas, que un vulgar ladrón es “un hombre hábil en sus negocios”; un seductor, un “hombre alegre”; un impío y librepensador, un “un hombre de criterio independiente”; una mujer con trajes indecentes y provocativos una que “viste al día” y así sucesivamente.
- BURLAS Y PERSECUCIONES contra la vida de piedad, contra los vestidos decentes y honestos, contra los espectáculos morales que falsifica de ridículos y aburridos; contra la delicadeza de conciencia en los negocios; contra las leyes santas del matrimonio, que juzgan anticuadas e imposibles de practicar; contra la vida cristiana del hogar; contra la sumisión y obediencia de la juventud, a la que proclama omnímodamente libre para saltar por encima de todos los frenos y barreras, etc.
- PLACERES Y DIVERSIONES cada vez más abundantes, refinados e inmorales, teatros, cines bailes y centros de perversión, playas y piscinas con inmoral promiscuidad de sexos, revistas, periódicos, novelas, escaparates, modas indecentes, conversaciones torpes, chistes procaces, frases de doble sentido etc. No se piensa ni se vive que para el placer y la diversión, al que se sacrifica muchas veces el descanso y el mismo jornal indispensable para las necesidad más apremiantes de la vida.
- ESCÁNDALOS Y MALOS EJEMPLOS casi continuos, hasta el punto de apenas poder salir a la calle, abrir un periódico y contemplar un escaparate, oír una conversación sin que aparezca en toda su crudeza una incitación al pecado en alguna de sus formas. Con razón decía san Juan que el mundo esta como sumergido en el mal y bajo el poder de satanás “el mundo está bajo el maligno” (1 Jn 5, 19), y el divino Maestro nos puso en guardia contra las seducciones del mundo, “Ay del mundo por los escándalos” (Mt 18, 7) anunciándonos el espantoso destino que aguarda a los escandalosos (Mt 18, 6-9)
Modo de combatirlo:
El remedio más eficaz contra el mundo sería huir materialmente de él. Pero como no todos los cristianos tienen vocación de cartujos o ermitaños y la inmensa mayoría han de vivir en medio del mundo, sin renunciar, no obstante, a la perfección cristiana, es preciso que adquieran el verdadero espíritu de Jesucristo, que es diametralmente opuesto al espíritu del mundo.
Para ello procurarán con toda decisión y empeño:
- LA HUIDA DE LAS OCASIONES PELIGROSAS. En el mundo las hay abundantísimas. Sobre todo, el alma que aspira a santificarse ha de renunciar de buen grado a espectáculos que pueden convertirse en ocasión de pecado, tristemente en muchos de ellos el mundo inocula su veneno, siembra sus errores y excita las bajas pasiones, es necesario discernir entre un sano entretenimiento y aquello que podría ser ocasión de pecado. Deberíamos considerar las palabras del sabio cuando dice “El que ama el peligro, perecerá en él” (Eccli 3, 27). Es aleccionador el ejemplo de Alipio, amigo de san Agustín (Cf. Confesiones 6, 8), que arrastrado por sus amigos asistió a un espectáculo peligroso con la intención de demostrar que tenía sobrada fuerza de voluntad para permanecer todo el tiempo con los ojos cerrados para no contemplar el vergonzoso torneo, y acabó abriéndolos más que nadie y aplaudiendo y vociferando como ninguno.
Aparte de esta razón, existe todavía la necesidad de mortificarse plenamente para alcanzar la perfecta unión con Dios. Ni le parezca a nadie demasiada renuncia la de privarse para siempre de la mayor parte de los espectáculos y diversiones. En realidad, a nada renuncia quien deja todas las cosas por Dios, ya que todas las criaturas son como si no fueran delante de Él. Solo a nuestra ceguera y obcecación debemos atribuir el que nos parezca demasiado caro comprar la santidad- que se traducirá en una felicidad eterna de magnitud inconmensurable- a cambio de unos cuantos céntimos; que eso y menos que eso son todas las criaturas juntas, como dice san Juan de la Cruz.
- AVIVAR LA FE, que nos da la victoria contra el mundo: “Esta es la victoria que ha vencido el mundo, nuestra fe” (1 Jn 5,4). Guiados por ella, hemos de oponer a las falsas apariencias del mundo la firme adhesión del espíritu a las cosas divinas invisibles; a sus máximas perversas, las palabras de Jesucristo; a sus halagos y seducciones, las promesas eternas; a sus placeres y diversiones, la paz de nuestra alma y la serenidad de una buena conciencia a sus burlas y menosprecios, la entereza de los hijos de Dios; a sus escándalos y malos ejemplos, la conducta de los santos y la afirmación constante de una vida irreprochable ante Dios y ante los hombres.
- CONSIDERAR LA VANIDAD DEL MUNDO. – El mundo pasa velozmente “porque pasa la forma de este mundo” (1 Cor 7, 31) y con él pasan sus placeres y concupiscencias: “el mundo pasa y también sus concupiscencias” (1 Jn 2, 17). Nada hay estable bajo el cielo, todo se mueve y agita como el mar azotado por la tempestad. El mundo – además- cambia continuamente sus juicios, sus afirmaciones, sus gustos y caprichos; reniega a veces de lo que antes había aplaudido con frenesí, yendo de un extremo a otro sin el menor escrúpulo o pudor, permaneciendo constante únicamente en la facilidad de la mentira y en la obstinación en el mal. Todo pasa y se desvanece como el humo. Únicamente “Dios no se muda”, como decía santa Teresa. Y justamente con Él permanecen para siempre su verdad “et veritas Domini manet in aeternum” (Ps 116, 2); su palabra “verbum autem Domini manet in aeternum” (1 Pe 1, 25) su justicia: “iustitia eius manet in saeculum saeculi” (Ps 110, 3) y el que cumple su divina voluntad “qui autem facit voluntatem Dei manet in aeternum” (1 Jn 2, 17)
- PISOTEAR EL RESPETO HUMANO. – La atención al “qué dirán” es una de las actitudes más viles e indignas de un cristiano y una de las más injuriosas contra Dios. Para no “disgustar” a cuatro gusanillos indecentes que viven en pecado mortal, se conculca la ley de Dios y se siente rubor de mostrarse discípulo de Jesucristo. El divino Maestro nos advierte claramente en el Evangelio que negará delante de su Padre celestial a todo aquel que le hubiera negado delante de los hombres (Mt 10, 33) Es preciso tomar una actitud franca y decidida ante Él: “el que no está conmigo, está contra mí” (Mt 12, 30). Y san Pablo afirma de sí mismo que no sería discípulo de Jesucristo si buscase agradar a los hombres (Ga 1, 10) El cristiano que quiera santificarse ha de prescindir en absoluto de lo que el mundo pueda decir o pensar. Aunque le chille el mundo entero y le llene de burlas y menosprecios, ha de seguir adelante con inquebrantable energía y decisión. Es mejor adoptar desde el primer momento una actitud del todo clara e inequívoca para que a nadie le quepa la menor duda sobre nuestro verdaderos propósitos e intenciones. El mundo nos odiará y perseguirá- nos lo advirtió el divino Maestro (Jn 15, 18-20)- Pero si encuentra en nosotros una actitud decidida e inquebrantable, acabará dejándonos en paz, dando por perdida la partida. Sólo contra los cobardes que vacilan vuelve una y otra vez a la carga para arrastrarlos nuevamente a sus filas. El mejor medio de vencer al mundo es no ceder un solo paso afirmando con fuerza nuestra personalidad en una actitud decidida, clara e inquebrantable de renunciar para siempre a sus máximas y vanidades.
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El Papa Francisco nos da una estrategia para combatir la mundanidad espiritual:
“¿Y qué se puede hacer para no caer y salir de esa situación? Con vigilancia, sin asustarse, con calma. Vigilar significa saber qué pasa en mi corazón, significa pararme un poco y examinar mi vida. ¿soy cristiano? ¿educo más o menos bien a mis hijos? ¿mi vida es cristiana o es mundana? ¿Y cómo puedo saberlo? La misma receta de Pablo: mirando a Cristo crucificado. La mundanidad solo se descubre y se destruye ante la cruz del Señor. Y ese es el fin del Crucificado delante de nosotros: no es un adorno; es precisamente lo que nos salva de esos encantamientos, de esas seducciones que te llevan a la mundanidad. ¿Miramos a Cristo crucificado, hacemos el Vía Crucis para ver el precio de la salvación, no solo de los pecados sino también de la mundanidad? Y, como he dicho, examen de conciencia: ver qué pasa. Pero siempre delante de Cristo crucificado. ¡La oración! Además, nos vendrá bien tener una “fractura”, pero no de huesos: una fractura de las actitudes cómodas, mediante las obras de caridad: soy cómodo, pero haré esto que me cuesta: visitar un enfermo, ayudar a alguien que lo necesite…; no sé, una obra de caridad” (Homilía, Casa Santa Mara, 13 de octubre de 2017)
San Juan de la Cruz dedicará en su breve escrito “la Cautelas” las siguientes normas para poder cuidarse de dejarse llevar por el mundo.
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Primera cautela.
5. La primera es que acerca de todas las personas tengas igualdad de amor e igualdad de olvido, ahora sean deudos ahora no, quitando el corazón de éstos tanto como de aquéllos y aun en alguna manera más de parientes, por el temor de que la carne y sangre no se avive con el amor natural que entre los deudos siempre vive, el cual conviene mortificar para la perfección espiritual. Tenlos todos como por extraños, y de esa manera cumples mejor con ellos que poniendo la afición que debes a Dios en ellos.
6. No ames a una persona más que a otra, que errarás; porque aquel es digno de más amor que Dios ama más, y no sabes tú a cuál ama Dios más. Pero olvidándolos tú igualmente a todos, según te conviene para el santo recogimiento, te librarás del yerro de más y menos en ellos.
No pienses nada de ellos, no trates nada de ellos, ni bienes ni males, y huye de ellos cuanto buenamente pudieres, y si esto no guardas, no sabrás ser religioso, ni podrás llegar al santo recogimiento ni librarte de las imperfecciones. Y si en esto te quisieres dar alguna licencia, o en uno o en otro te engañará el demonio, o tú a ti mismo, con algún color de bien o de mal.
En hacer esto hay seguridad, y de otra manera no te podrás librar de las imperfecciones y daños que saca el alma de las criaturas.
Segunda cautela.
7. La segunda cautela contra el mundo es acerca de los bienes temporales; en lo cual es menester, para librarse de veras de los daños de este género y templar la demasía del apetito, aborrecer toda manera de poseer y ningún cuidado le dejes tener acerca de ello: no de comida, no de vestido ni de otra cosa criada, ni del día de mañana, empleando ese cuidado en otra cosa más alta, que es en buscar el reino de Dios, esto es, en no faltar a Dios; que lo demás, como Su Majestad dice, nos será añadido (Mt. 6, 33), pues no ha de olvidarse de ti el que tiene cuidado de las bestias. Con esto adquirirás silencio y paz en los sentidos.
Tercera cautela.
8. La tercera cautela es muy necesaria para que te sepas guardar en el convento de todo daño acerca de los religiosos; la cual, por no la tener muchos, no solamente perdieron la paz y bien de su alma, pero vinieron y vienen ordinariamente a dar en grandes males y pecados. Esta es que guardes con toda guarda de poner el pensamiento y menos la palabra en lo que pasa en la comunidad; qué sea o haya sido ni de algún religioso en particular, no de su condición, no de su trato, no de sus cosas, aunque más graves sean, ni con color de celo ni de remedio, sino a quien de derecho conviene, decirlo a su tiempo; y jamás te escandalices ni maravilles de cosas que veas ni entiendas, procurando tú guardar tu alma en el olvido de todo aquello.
9. Porque si quieres mirar en algo, aunque vivas entre ángeles, te parecerán muchas cosas no bien, por no entender tú la sustancia de ellas. Para lo cual toma ejemplo en la mujer de Lot (Gn. 19, 26), que porque se alteró en la perdición de los sodomitas volviendo la cabeza a mirar atrás, la castigó el Señor volviéndola en estatua y piedra de sal. Para que entiendas que, aunque vivas entre demonios, quiere Dios que de tal manera vivas entre ellos que ni vuelvas la cabeza del pensamiento a sus cosas, sino que las dejes totalmente, procúranlo tú traer tu alma pura y entera en Dios, sin que un pensamiento de eso ni de esotro te lo estorbe.
Y para esto ten por averiguado que en los conventos y comunidades nunca ha de faltar algo en qué tropezar, pues nunca faltan demonios que procuren derribar los santos, y Dios lo permite para ejercitarlos y probarlos.
Y, si tú no te guardas, como está dicho, como si no estuvieses en casa, no sabrás ser religioso, aunque más hagas, ni llegar a la santa desnudez y recogimiento, ni librarte de lo daños que hay en esto; porque no lo haciendo así, aunque más buen fin y celo lleves, en uno en otro te cogerá el demonio y harto cogido estás cuando ya das lugar a distraer el alma en algo de ello; y acuérdate de lo que dice el apóstol Santiago: Si alguno piensa que es religioso no refrenando su lengua, la religión de éste vana es (1, 26). Lo cual se entiende no menos de la lengua interior que de la exterior.
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Lucha contra el demonio (Tentación)
No debemos simplificar demasiado la figura del mal en términos generales, existe el maligno “un ser personal que nos acosa” (Gaudete et Exultate 160), “Él no necesita poseernos. Nos envenena con el odio, con la tristeza, con la envidia, con los vicios. Y así, mientras nosotros bajamos la guardia, él aprovecha para destruir” (Gaudete et Exultate 161)
Seguimos para esto la “Teología de la perfección cristiana” del P. Royo Marín p. 301ss
Según el Doctor Angélico, el oficio propio del demonio es tentar. Sin embargo, añade enseguida que no todas las tentaciones que el hombre padece proceden del demonio; las hay que traen su origen de la propia concupiscencia, como dice el apóstol Santiago: “Cada uno es tentado por sus propias concupiscencias, que le atraen y seducen” (Sant 1, 14). Con todo, es cierto que muchas tentaciones proceden del demonio, llevado de su envidia contra el hombre y de su soberbia contra Dios. Consta expresamente en la divina revelación “Revístanse de la armadura de Dios para que puedan resistir a las insidias del diablo; que no es nuestra lucha contra la carne y la sangre, sino contra los principados, contra las potestades, contra los dominadores de este mundo tenebroso, contra los espíritus malos de los aires”. (Ef 6, 11-12). Y san Pedro compara al demonio a un león enfurecido que anda dando vueltas en torno nuestro deseando devorarnos (1 Pe 5, 8).
No hay una norma fija o clara señal para distinguir cuando la tentación procede del demonio o de otras causas. Sin embargo, cuando la tentación es repentina, violenta y tenaz; cuando no se ha puesto ninguna causa próxima ni remota que pueda producirla; cuando pone profunda turbación en el alma o sugiere el deseo de cosas maravillosas o espectaculares, o incita a desconfiar en un religioso de los superiores o a no comunicar nada de cuanto ocurre al director espiritual, bien puede verse en todo una intervención más o menos directa del demonio.
Dios no tienta jamás a nadie incitándole al mal (cf. Sant 1, 13) Cuando la Sagrada Escritura habla de las tentaciones de Dios, usa la palabra “tentación” en su sentido amplio, como simple experimento de una cosa – tentare, id est, experimentum sumere de aliquo– y no con relación a la ciencia divina (que nada ignora), sino con relación al conocimiento y provecho del hombre mismo. Pero Dios permite que seamos incitados al mal por nuestros enemigos espirituales para darnos ocasión de mayores merecimientos. Jamás permitirá que seamos tentados por encima de nuestras fuerzas: “Dios es fiel, y no permitirá que sean tentados sobre sus fuerzas; antes dispondrá con la tentación el éxito para que puedan resistirla” (1 Cor 10, 13). Son innumerables las ventajas de la tentación vencida con la gracia y ayuda de Dios. Porque humilla a Satanás, hace resplandecer la gloria de Dios, purifica nuestra alma, llenándonos de humildad, arrepentimiento y confianza en el auxilio divino; nos obliga a estar siempre vigilantes y alertas, a desconfiar de nosotros mismos, esperándolo todo de Dios; a mortificar nuestros gustos y caprichos; excita a la oración; aumenta nuestra experiencia, y nos hace más circunspectos y cautos en la lucha contra nuestros enemigos. Con razón afirma Santiago que es “bienaventurado el varón que soporta la tentación, porque probado recibirá la corona de la vida que Dios prometió a los que le aman” (Sant 1, 12)
Pero para obtener todas estas ventajas es menester adiestrarse en la lucha con el fin de obtener la victoria mediante el auxilio de Dios. Para ello nos ayudará mucho conocer la estrategia del diablo y la forma de reaccionar contra ella.
Psicología de la tentación.
Acaso en ninguna otra página inspirada aparece con tanta transparencia y claridad la estrategia solapada del demonio en su oficio de tentador como en el relato impresionante de la tentación de la primera mujer, que ocasiona la ruina de toda la humanidad. Examinemos el relato bíblico deduciendo sus enseñanzas más importantes.
- SE ACERCA EL TENTADOR – No siempre lo tenemos a nuestro lado…Parece que la presencia del demonio junto a nosotros no es operante y continua, sino circunscrita a los momentos de la tentación. Esto parece desprenderse de ciertos relatos bíblicos, sobre todo de las tentaciones del Señor en el desierto, terminadas las cuales dice expresamente el sagrado texto que el demonio se retiró de Él por cierto tiempo (Lc 4, 13). Pero aunque a veces se aleje de nosotros, lo cierto es que otras muchas veces el demonio nos tienta. Y aunque en ciertas ocasiones se lanza repentinamente al ataque sin previa preparación – con el fin de sorprender al alma- otras muchas, sin embargo, se insinúa cautelosamente, no proponiendo en seguida el objeto de la tentación, sino entablando diálogo con el alma.
- PRIMERA INSINUACIÓN. “¿Con que les ha mandado Dios que no coman de los árboles todos del paraíso?”. El demonio todavía no tienta, pero lleva ya la conversación al terreno que le conviene. Su táctica continúa siendo la misma hoy como siempre. A personas particularmente inclinadas a la sensualidad o a las dudas contra la fe les planteará en términos generales, y sin incitarlas todavía al mal el problema de la religión o de la pureza “¿De verdad que Dios exige el asentimiento ciego de su inteligencia o la omnímoda inmolación de sus apetitos naturales (represión)?”
- LA RESPUESTA DEL ALMA. Si el alma, al advertir que el simple planteamiento del problema representa para ella un peligro, se niega a dialogar con el tentador- derivando, por ejemplo, su pensamiento e imaginación en asuntos completamente ajenos-, la tentación queda estrangulada en su misma preparación y la victoria obtenida es tan fácil como rotunda: el tentador se retira avergonzado ante el olímpico desprecio. Pero si el alma, imprudentemente, acepta el diálogo con el tentador, se expone a grandísimo peligro de sucumbir:
“Y respondió la mujer a la serpiente: Del fruto de los árboles del paraíso comemos, pero del fruto del que está en medio del paraíso nos ha dicho Dios: No coman de él, ni siquiera lo toquen, no vayan a morir”
El alma se da cuenta de que Dios le prohíbe terminantemente realizar aquella acción, entretenerse en aquella duda, fomentar aquel pensamiento o alimentar aquel deseo. No quiere desobedecer a Dios, pero está perdiendo el tiempo recordando que no debe hacer eso. ¡Cuánto más sencillo sería no haber llegado siquiera a tener que recordar sus deberes morales, estrangulando la tentación en sus comienzos y no molestándose siquiera en ponderar las razones por las que debe hacerlo así!
- PROPOSICIÓN DIRECTA DEL PECADO. El alma ha cedido terreno al enemigo, y éste cobra fuerzas y audacia para intentar directamente el asalto: “Y dijo la serpiente a la mujer: no, no morirán, es que sabe Dios que el día que de él coman se les abrirán los ojos y serán como Dios, conocedores del bien y del mal”
El demonio presenta un panorama deslumbrador. Detrás del pecado se oculta una inefable felicidad. Ya no sugiere al alma el pensamiento que “será como Dios”. Esa utopía sólo pudo presentarla una vez- pero le dice que será feliz si se entrega una vez más al pecado “En todo caso-añade-Dios es infinitamente misericordioso y te perdonará fácilmente. Goza una vez más del fruto prohibido. Nada malo te sucederá. ¿No tienes experiencia de otras veces? ¡Cuánto gozas y qué fácil cosa te es salir del pecado por el inmediato arrepentimiento!”.
Si el alma abre sus oídos a estas insinuaciones diabólicas, está perdida. En absoluto está todavía a tiempo de retroceder-la voluntad no ha dado todavía su consentimiento-; pero si no corta en el acto y con energía, está en gravísimo peligro de sucumbir. Sus fuerzas se van debilitando, las gracias de Dios son menos intensas y el pecado se le presenta cada vez más sugestivo y fascinador.
- LA VACILACIÓN – Escuchemos el relato bíblico: “Vio, pues, la mujer que el árbol era bueno para comerse, hermoso a la vista y deseable para alcanzar la sabiduría…” El alma empieza a vacilar y a turbarse profundamente. El corazón late con violencia dentro del pecho. Un extraño nerviosismo se apodera de todo su ser. No quisiera ofender a Dios. Pero, por otra parte, ¡es tan seductor el panorama que se le pone delante! Se entabla una lucha demasiado violenta para que pueda prolongarse mucho tiempo. Si el alma, en un supremo esfuerzo y bajo la influencia de una gracia eficaz, de la que se ha hecho indigna por su imprudencia, se decide a permanecer fiel a su deber, quedará fundamentalmente vencedora, pero con sus fuerzas maltrechas y con un pecado venial en su conciencia (negligencia, semiconsentimiento, vacilación ante el mal) pero las más de las veces dará el paso fatal hacia el abismo.
- EL CONSENTIMIENTO VOLUNTARIO “Y cogió de su fruto y comió, y dio también de él a su marido, que también comió”. El alma ha sucumbido plenamente a la tentación. Ha cometido el pecado, y muchas veces- por el escándalo y la complicidad- lo hace cometer a los demás.
- LA DESILUSIÓN – ¡Cuan distinto encuentra la pobre alma el pecado de como se lo había pintado la sugestión diabólica! Inmediatamente de hacerlo consumado experimenta una gran decepción, que la sumerge en la mayor desventura y en el más negro vacío: “Abriéronse los ojos de ambos, y, viendo que estaban desnudos, cosieron unas hojas de higuera y se hicieron unos cinturones”.
La pobre alma se da cuenta de que lo ha perdido todo. Se ha quedado completamente desnuda delante de Dios…se ha producido un derrumbamiento instantáneo de toda su vida sobrenatural y sólo queda, en medio de aquel montón de ruinas, su amarga decepción y la carcajada sarcástica del tentador.
- LA VERGÜENZA Y EL REMORDIMIENTO. Inmediatamente se deja oír inflexible y terrible, la voz de la conciencia, que reprocha el crimen cometido. “Oyeron a Dios, que se paseaba por el jardín al fresco del día y se escondieron de Dios Adán y su mujer en medio de la arboleda del jardín. Pero Dios llamó a Adán diciendo, Adán ¿dónde estas?”
Esta misma pregunta que formula al pecador su propia conciencia, no tiene contestación posible. Sólo cabe ante ella caer de rodillas y pedir perdón a Dios por la infidelidad cometida y aprender de la dolorosa experiencia a resistir en adelante al tentador desde el primer momento, o sea, desde el simple planteo de la cuestión, cuando la victoria es fácil y el triunfo seguro bajo la mirada amorosa de Dios.
Conducta práctica ante las tentaciones.
Pero precisemos un poco más de lo que el alma debe hacer antes de la tentación, durante ella y después de ella. Esto acabará de completar la doctrina teórica y el adiestramiento práctico del alma en su lucha contra el enemigo infernal.
- Antes de la tentación- la estrategia fundamental para prevenir las tentaciones las sugirió N. S. Jesucristo a los discípulos de Getsemaní en la noche de la cena “Velen y oren para no caer en la tentación” (Mt 26, 41). Se impone la vigilancia y la oración.
- Vigilancia. – El demonio no renuncia a la posesión de nuestra alma. Si a veces parece que nos deja en paz y no nos tienta, es tan sólo para volver al asalto en el momento menos pensado. En las épocas de calma y sosiego hemos de estar convencidos de que volverá la guerra acaso con mayor intensidad que antes. Es preciso vigilar alerta para no dejarnos sorprender.
Esta vigilancia se ha de manifestar en la huida de todas las ocasiones más o menos peligrosas, en la previsión de asaltos inesperados, en el dominio de nosotros mismos, particularmente del sentido de la vista y de la imaginación; el examen preventivo, en la frecuente renovación del propósito firme de nunca más pecar, en combatir la ociosidad, madre de todos los vicios, y en otras ocasiones semejantes. Estamos en estado de guerra con el demonio y no podemos abandonar nuestro puesto de guardia y centinela, si no queremos que se apodere por sorpresa, en el momento menos pensado, de la fortaleza de nuestra alma.
- Oración. – Pero no basta nuestra vigilancia y nuestros esfuerzos. La permanencia en el estado de gracia, y, por consiguiente, el triunfo contra la tentación requiere una gracia eficaz de Dios, que sólo puede obtenerse por vía de oración. La vigilancia más exquisita y el esfuerzo más tenaz resultarían del todo ineficaces sin la ayuda de la gracia de Dios. Con ella, en cambio, el triunfo es infalible. Esa gracia eficaz escapa al mérito de justicia y a nadie se le debe estrictamente, ni siquiera a los mayores santos. Pero Dios ha empeñado su palabra, y nos la concederá infaliblemente si se la pedimos con la oración revestida de las debidas condiciones: Ello pone de manifiesto la importancia excepcional de la oración de súplica. Con razón decía san Alfonso María de Ligorio, refiriéndose a la necesidad absoluta de esta gracia. “El que ora se salva y el que no ora se condena”. Ya para decidir ante la duda de un alma si había sucumbido a la tentación solía preguntarle simplemente “Hiciste oración pidiéndole a Dios la gracia de no caer”. Por eso Cristo nos enseñó en el Padre Nuestro a pedirle a Dios que “no nos deje caer en tentación”. Y es muy bueno y razonable que en esta oración preventiva invoquemos también a María, nuestra buena Madre, que aplastó con sus plantas virginales la cabeza de la serpiente infernal, y a nuestro ángel de la guarda, uno de los cuyos principales oficios es precisamente el de defendernos contra los asaltos del enemigo infernal.
- Durante la tentación. – La conducta práctica durante la tentación puede resumirse en una solo palabra: resistir. No basta tener una actitud meramente pasiva (ni consentir ni dejar de consentir), sino que es menester una resistencia positiva. Pero esta resistencia positiva puede ser directa o indirecta.
- RESISTENCIA DIRECTA es la que se enfrenta con la tentación misma y la supera haciendo precisamente lo contrario de lo que ella sugiere. Por ejemplo: empezar a hablar bien de una persona cuando nos sentíamos tentados a criticarla, dar una limosna espléndida cuando la tacañería trataba de cerrarnos la mano para una limosna corriente, prolongar la oración cuando el enemigo nos sugería acortarla o suprimirla, hacer un acto de pública manifestación de fe cuando el respeto humano trataba de atemorizarnos, etc. Esta resistencia directa conviene emplearla en toda clase de tentaciones, a excepción de las que se refieren a la fe o a la pureza, como vamos a decir en seguida.
- RESISTENCIA INDIRECTA es la que no se enfrenta con la tentación, sino que se aparta de ella distribuyendo la mente a otro objeto completamente distinto. Está particularmente indicada en las tentaciones contra la fe o la castidad, en las que no conviene la lucha directa, que quizá aumentaría la tentación por lo peligroso o resbaladizo de la materia. Lo mejor en estos casos es practicar rápida y enérgicamente, pero también con gran serenidad y calma, un ejercicio mental que absorba nuestras facultades internas, sobre todo la memoria y la imaginación, y las aparte indirectamente, con suavidad y sin esfuerzo, del objeto de la tentación. Por ejemplo: recorrer mentalmente la lista de nuestras amistades en tal población…el título de los libros que hemos leído sobre tal o cual asunto, los quince mejores monumentos que conocemos, etc. Son variadísimos los procedimientos que podemos emplear para esta clase de resistencia indirecta, que da en la práctica positivos y excelentes resultados, sobre todo si se la practica en el momento mismo de comenzar la tentación y antes de permitir que eche raíces en el alma.
A veces la tentación no desaparece en seguida de haberla rechazado, y el demonio vuelve a la carga una y otra vez con incansable tenacidad y pertinacia. No hay que desanimarse por ello. Esa insistencia diabólica es la mejor prueba de que el alma no ha sucumbido a la tentación. Repita su repulsa una y mil veces si es preciso con gran serenidad y paz, evitando cuidadosamente el nerviosismo y la turbación. Cada nuevo asalto rechazado es un nuevo mérito contraído ante Dios y un nuevo fortalecimiento del alma. Lejos de enflaquecerse el alma con esos asaltos continuamente rechazados, adquiere nuevas fuerzas y energía. El demonio, viendo su pérdida, acabará por dejarnos en paz, sobre todo si advierte que ni siquiera logra turbar la paz de nuestro espíritu, que acaso era la única finalidad intentada por él con esos reiterados asaltos.
Conviene siempre, sobre todo si se trata de tentaciones muy tenaces y repetidas manifestar lo que nos pasa al director espiritual. El Señor suele recompensar con nuevo y poderosos auxilios ese acto de humildad y sencillez, del que trata de apartarnos el demonio. Por eso hemos de tener la valentía y el coraje de manifestarlo sin rodeos, sobre todo cuando nos sintamos fuertemente inclinados a callarlo. No olvidemos que, como enseñan los maestros de la vida espiritual, tentación declarada está ya medio vencida.
- Después de la tentación. – Ha podido ocurrir únicamente una de estas tres cosas: que hayamos vencido, o sucumbido, o tengamos duda e incertidumbre sobre ello.
- SI HEMOS VENCIDO y estamos seguros de ello, ha sido únicamente por la ayuda eficaz de la gracia de Dios. Se impone, pues, un acto de agradecimiento sencillo y breve, acompañado de una nueva petición del auxilio divino para otras ocasiones. Todo puede reducirse a esta o parecida invocación “Gracias, Señor, te lo debo todo a ti, sígueme ayudando en todas las ocasiones peligrosas y ten piedad de mí”.
- SI HEMOS CAÍDO y no nos cabe la menor duda de ello, no nos desanimemos jamás. Acordémonos de la infinita misericordia de Dios y del recibimiento que hizo al hijo pródigo, y arrojémonos llenos de humildad y arrepentimiento en sus brazos de Padre, pidiéndole entrañablemente perdón y prometiendo con su ayuda nunca más volver a pecar. Si la caída hubiera sido grave, no nos contentemos con el simple acto de contrición; acudamos cuanto antes al tribunal de la penitencia y tomemos ocasión de nuestra triste experiencia para redoblar nuestra vigilancia e intensificar nuestro fervor con el fin de que nunca se vuelva a repetir.
- SI QUEDAMOS CON DUDA sobre si hemos o no consentido, no nos examinemos minuciosamente y con angustia, porque tamaña imprudencia provocaría otra vez la tentación y aumentaría el peligro. Dejemos pasar un cierto tiempo, y cuando estemos del todo tranquilos, el testimonio de la propia conciencia nos dirá con suficiente claridad si hemos caído o no. En todo caso conviene hacer un acto de perfecta contrición y manifestar al confesor, llegada su hora, lo ocurrido en la forma que esté en nuestra conciencia, o mejor aún, en la presencia misma de Dios.
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Siguiendo a san Juan de la Cruz, meditemos en las normas que nos da en la lucha contra el demonio.
10. De otras tres cautelas debe usar el que aspira a la perfección para librarse del demonio, su segundo enemigo. Para lo cual has de advertir que, entre las muchas astucias de que el demonio usa para engañar a los espírituales, la más ordinaria es engañarlos debajo de especie de bien y no debajo de especie de mal; porque sabe que el mal conocido apenas lo tomarán. Y así siempre te has de recelar de lo que parece bueno, mayormente cuando no interviene obediencia. La sanidad de esto es el consejo de quien le debes tomar.
Primera cautela.
11. Sea la primera cautela que jamás, fuera de lo que de orden estás obligado, te muevas a cosa, por buena que parezca y llena de caridad, ahora para ti, ahora para otro cualquiera de dentro y fuera de casa, sin orden, de obediencia. Ganarás en esto mérito y seguridad: excúsaste de propiedad y huyes el daño y daños que no sabes, que te pedirá Dios en su tiempo, y si esto no guardas en lo poco y en lo mucho, aunque más te parezca que aciertas, no podrás dejar de ser engañado del demonio o en poco o en mucho. Aunque no sea más que no regirte en todo por obediencia, ya yerras culpablemente, pues Dios más quiere obediencia que sacrificios (1 Re. 15, 22), y las acciones del religioso no son suyas, sino de la obediencia, y si las sacare de ella, se las pedirán como perdidas.
Segunda cautela.
12. La segunda cautela sea que jamás mires al prelado con menos ojos que a Dios, sea el prelado que fuere, pues le tienes en su lugar; y advierte que el demonio mete mucho aquí la mano. Mirando así al prelado es grande la ganancia y aprovechamiento, y sin esto grande la pérdida y el daño. Y así con grande vigilancia vela en que no mires en su condición, ni en su modo, ni en su traza, ni en otras maneras de proceder suyas; porque te harás tanto daño que vendrás a trocar la obediencia de divina en humana, moviéndote no te moviendo sólo por los modos que ves visibles en el prelado, y no por Dios invisible, a quien sirves en él. Y será tu obediencia vana o tanto más infructuosa cuanto más tú, por la adversa condición del prelado, te agravas o por la buena condición te aligeras. Porque dígote que mirar en estos modos a grande multitud de religiosos tiene arruinados en la perfección, y sus obediencias son de muy poco valor delante de los ojos de Dios, por haberlos ellos puesto en estas cosas acerca de la obediencia.
Si esto no haces con fuerza, de manera que vengas a que no se te dé más que sea prelado uno que otro, por lo que a tu particular sentimiento toca, en ninguna manera podrás ser espiritual ni guardar bien tus votos.
Tercera cautela.
13. La tercera cautela, derechamente contra el demonio, es que de corazón procures siempre humillarte en la palabra y en la obra, holgándote del bien de los otros como del de ti mismo y queriendo que los antepongan a ti en todas las cosas, y esto con verdadero corazón. Y de esta manera vencerás en el bien el mal (Rm. 12, 21), y echarás lejos el demonio y traerás alegría de corazón Y esto procura ejercitar más en los que menos te caen en gracia. Y sábete que si así no lo ejercitas, no llegarás a la verdadera caridad ni aprovecharás en ella.
Y seas siempre más amigo de ser enseñado de todos que querer enseñar aun al que es menos que todos.
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La lucha contra la carne (Concupiscencia)
Como diría el P. Royo Marín, “El mundo y el demonio son nuestros principales enemigos externos. Pero llevamos todos un enemigo interno mil veces más terrible que los otros dos: nuestra propia carne…de dos modos muy distintos-aunque se expliquen y complementen mutuamente- nos hace guerra nuestra propia carne, convirtiéndose en el mayor enemigo de nuestra alma: a) por su horror instintivo al sufrimiento b) por su afán insaciable de gozar. El primero es un gran obstáculo- acaso el mayor de todos- para la propia santificación, que supone indispensablemente la perfecta renuncia de sí mismo y una abnegación heroica; el segundo puede comprometer incluso nuestra salvación eterna…la sed insaciable de gozar es la tendencia propia y característica de nuestra sensualidad. El horror al sufrimiento no es más que una consecuencia lógica y el aspecto negativo de esta sed. Huimos del dolor porque amamos el placer. Esta tendencia al placer es lo que se conoce con el nombre de concupiscencia” (Teología de la Perfección Cristiana p. 324)
El Papa Francisco nos dice en pocas palabras que se trata de “la propia fragilidad y las propias inclinaciones (cada uno tiene la suya: la pereza, la lujuria, la envidia, los celos, y demás)” (Gaudete et Exultate 159)
El Catecismo de la Iglesia nos enseña que:
“En sentido etimológico, la “concupiscencia” puede designar toda forma vehemente de deseo humano. La teología cristiana le ha dado el sentido particular de un movimiento del apetito sensible que contraría la obra de la razón humana. El apóstol san Pablo la identifica con la lucha que la “carne” sostiene contra el “espíritu” (cf. Ga 5, 16.17.24; Ef 2, 3). Procede de la desobediencia del primer pecado (Gn 3, 11). Desordena las facultades morales del hombre y, sin ser una falta en sí misma, le inclina a cometer pecados (cf. Concilio de Trento: DS 1515).
En el hombre, porque es un ser compuesto de espíritu y cuerpo, existe cierta tensión, y se desarrolla una lucha de tendencias entre el “espíritu” y la “carne”. Pero, en realidad, esta lucha pertenece a la herencia del pecado. Es una consecuencia de él, y, al mismo tiempo, confirma su existencia. Forma parte de la experiencia cotidiana del combate espiritual:
«Para el apóstol no se trata de discriminar o condenar el cuerpo, que con el alma espiritual constituye la naturaleza del hombre y su subjetividad personal, sino que trata de las obras —mejor dicho, de las disposiciones estables, virtudes y vicios, moralmente buenas o malas, que son fruto de sumisión (en el primer caso) o bien de resistencia (en el segundo caso) a la acción salvífica del Espíritu Santo. Por ello el apóstol escribe: “Si vivimos según el Espíritu, obremos también según el Espíritu” (Ga 5, 25) (Juan Pablo II, Carta enc. Dominum et vivificantem, 55).” (Catecismo de la Iglesia Católica 2515-2516)
La primera carta de San Juan (1 Jn 2, 16) la clasifica entres tipos:
- La concupiscencia de la carne: santo Tomás de Aquino dirá que esta puede llamarse natural en cuanto que se relaciones a las “cosas que con se sustenta la naturaleza del cuerpo, ya en cuanto a la conservación del individuo por ej, la comida y la bebida y cosas semejantes, ya en cuanto a la conservación de la especie como ocurre en las cosas venéreas” (Sth I-II, q. 77 a.5) Es decir, que se trata de esa tendencia a dejarnos llevar por el deseo desordenado de placer sensible y el horror sufrimiento, en un primer momento es claro que se refiere a todo aquello que deriva de la sensualidad, pero también tiene que ver con la búsqueda por obtener siempre lo más cómodo que viene de la pereza;
- La concupiscencia de los ojos: ésta es sobre todo una concupiscencia anímica ya que va sobre “aquellas cosas que no procuran sustento o delectación por los sentidos de la carne, sino que son deleitables por la aprehensión de la imaginación o por una percepción similar, como son el dinero, el ornato de los vestidos y cosas semejantes” (Sth I-II, q. 77 a.5) es frecuentemente asociada a esa tendencia a dejarse llevar solo por la superficialidad, sólo por aquello que se ve como por ej. Las riquezas. Si vemos en el fondo lo que hay es un desorden en el modo de conocer, por ello aquí también se ha incluido lo que en espiritualidad se llama la vana curiosidad, todo hombre lleva en su interior ciertamente un deseo de conocer la verdad, y esto que es muy loable y puede ser ocasión de la sana virtud de la estudiosidad si no se ordena adecuadamente puede degenerarse en este vicio, santo Tomás de Aquino dice que hay cuatro modos en que esto ocurre: cuando por estudiar lo menos útil se retrae uno de estudiar lo que es necesario; cuando uno se afana por aprender de quien no debe (por ej. La adivinación), deseando conocer las criaturas sin ordenarlo al Creador y cuando nos queremos aplicar al conocimiento de la verdad por encima de la vanidad de nuestro ingenio lo cual conduce al error (cf. Sth II-II, q. 167 a.2)
- La soberbia de la vida, ésta se refiere al apetito desordenado por el bien arduo, pues la soberbia es el afán desordenado de propia excelencia, se trata de un anhelo malsano de búsqueda de honores, cayendo en la vanidad y vanagloria. Es la jactancia de los bienes terrenos, de las riquezas y de la fortuna, la idolatría del propio yo, la autosuficiencia o como diría el Papa Francisco la “autorreferencialidad”. La persecución del fasto, el lujo excesivo y exaltación de sí mismo.
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Nos advierte san Juan de la Cruz lo siguiente para luchar contra la carne en Las Cautelas:
14. De otras tres cautelas ha de usar el que se ha de vencer a si mismo y su sensualidad, su tercer enemigo.
Primera cautela.
15. La primera cautela sea que entiendas que no has venido al convento sino a que todos te labren y ejerciten. Y así, para librarte de todas las turbaciones e imperfecciones se te pueden ofrecer acerca de las condiciones y trato de los religiosos y sacar provecho de todo acaecimiento, conviene que pienses que todos son oficiales que están en el convento para ejercitarte, como a la verdad lo son, y que unos te han de labrar de palabra, otros de obra, otros de pensamientos contra ti, y que en todo esto tú has de estar sujeto, como la imagen lo está ya al que la labra, ya al que la pinta, ya al que la dora.
Y si esto no guardas, no sabrás vencer tu sensualidad y sentimientos, ni sabrás haberte bien en el convento con los religiosos, ni alcanzarás la santa paz, ni te librarás de muchos tropiezos y males.
Segunda cautela.
16. La segunda cautela es que jamás dejes de hacer las obras por la falta de gusto o sabor que en ellas hallares, si conviene al servicio de Dios que ellas se hagan. Ni las hagas por solo el sabor y gusto que te dieren sino conviene hacerlas tanto como las desabridas, porque sin esto es imposible que ganes constancia y que venzas tu flaqueza.
Tercera cautela.
17. La tercera cautela sea que nunca en los ejercicios el varón espiritual ha de poner los ojos en lo sabroso de ellos para asirse de ello y por sólo aquello hacer los tales ejercicios, ni ha de huir lo amargo de ellos, antes ha de buscar lo desabrido y trabajoso de ellos y abrazarlo, con lo cual se pone freno a la sensualidad. Porque de otra manera, ni perderás el amor propio ni ganarás amor de Dios.