Notas utilizadas para dar un Curso básico de Teología Espiritual (Tema 10)
Hasta aquí hemos hablado del organismo de vida natural de nuestra alma, ahora veamos como la gracia de Dios que se nos dio en el bautismo y nos ha hecho renacer a la vida en Cristo, obra en ella dotándola de un organismo de vida sobrenatural.
“Las dos facultades superiores, inteligencia y voluntad, pueden desarrollarse grandemente, como sucede en los hombres de genio y en los que se ocupan en actividades superiores; pero podrían esos hombres no llegar nunca a conocer ni amar la vida íntima de Dios, que es de otro orden, de un orden absolutamente sobrenatural, lo mismo en el ángel que en el hombre. El hombre y el ángel pueden conocer a Dios naturalmente, desde afuera, por el reflejo de sus perfecciones en las criaturas; pero ninguna inteligencia creada puede, por sus fuerzas naturales, llegar, aún confusa y oscuramente, al objeto propio y formal de la inteligencia divina. El pretenderlo sería sostener que esa inteligencia creada es de la misma naturaleza que Dios, ya que sería especificada por idéntico objeto formal. Como dice san Pablo (1 Cor 2, 11) “¿Quién entre los hombres conoce lo que pasa en el hombre, sino es el espíritu del hombre que está en él? Asimismo, nadie conoce lo que está en Dios, sino el mismo espíritu de Dios” La razón es por ser de un orden esencialmente sobrenatural.
Ahora bien, la gracia santificante, germen de la gloria, semen gloriae, nos introduce en este orden superior de verdad y de vida. Es ella vida esencialmente sobrenatural, participación de la vida íntima de Dios, participación de la naturaleza divina, ya que nos dispone desde ahora a ver un día a Dios como Él se ve a sí mismo y amarle como se ama Él. San Pablo nos lo ha dicho (1 Co 2, 9) “Hay cosas que ni el ojo vio, ni la oreja oyó, ni han llegado al corazón del hombre; las cosas que Dios ha preparado para los que le aman. A nosotros las ha revelado Dios por su Espíritu, porque el Espíritu lo penetra todo, aún las profundidades de Dios”
La gracia santificante, que comienza a hacernos vivir en este orden superior, supra-angélico, de la vida íntima de Dios, es como un injerto divino recibido en la esencia misma de nuestra alma, con el fin de sobrellevar su vitalidad y permitirle, no solamente frutos naturales, sino los sobrenaturales, acciones dignas de vida eterna.[1]
Este injerto divino de la gracia santificante es pues en nosotros algo que está muy sobre la vida natural de nuestra alma espiritual e inmortal, una vida esencialmente sobrenatural…Desde este momento, esta vida de la gracia se desarrolla en nosotros en forma de virtudes infusas y de los dones del Espíritu Santo. Así como en el orden natural, de la esencia misma de nuestra alma derivan nuestras facultades intelectuales y sensitivas, del mismo modo, en el orden sobrenatural, de la gracia santificante, recibida en la esencia del alma, derivan, en nuestras facultades superiores e inferiores, las virtudes infusas y los dones, que constituyen, con la raíz de donde proceden, nuestro organismo espiritual o sobrenatural. Este organismo nos fue dado en el bautismo, y se nos vuelve a dar por la absolución, cuando hemos tenido la desgracia de perderlo.” (Las Tres Edades de la Vida Interior, 57-58)
«El objetivo de una vida virtuosa consiste en llegar a ser semejante a Dios» (San Gregorio de Nisa, De beatitudinibus, oratio 1)
La Iglesia nos enseña que existen ciertas virtudes que se llaman humanas y que su una disposición firme y estable hacia el bien, esas dependen de nosotros el suscitarlas y hacer que crezcan; habitualmente se compendian en torno a cuatro que se han llamado cardinales: prudencia, justicia, fortaleza y templanza. El Catecismo de la Iglesia nos enseña lo siguiente sobre ellas:
“Las virtudes humanas son actitudes firmes, disposiciones estables, perfecciones habituales del entendimiento y de la voluntad que regulan nuestros actos, ordenan nuestras pasiones y guían nuestra conducta según la razón y la fe. Proporcionan facilidad, dominio y gozo para llevar una vida moralmente buena. El hombre virtuoso es el que practica libremente el bien.
Las virtudes morales se adquieren mediante las fuerzas humanas. Son los frutos y los gérmenes de los actos moralmente buenos. Disponen todas las potencias del ser humano para armonizarse con el amor divino.” (Catecismo de la Iglesia Católica 1804)
También nos enseña que existen otras virtudes llamadas “infusas” y que, si bien son también disposiciones firmes y estables, estás nos fueron dadas por la gracia de Dios el día de nuestro Bautismo, fueron un regalo de Él, aunque a nosotros nos toca ponerlas a trabajar, cada virtud moral tiene su correspondiente en las infusas, sin embargo entre estas últimas hay tres que nos ponen en una relación inmediata con Dios ya que le tienen como su fin directo, estas se llaman “teológicas” o “teologales”, son la fe, la esperanza y la caridad, ellas nos hacen participar de la vida divina, de modo que usualmente se reserva el nombre de virtudes morales infusas para referirse a aquellas que tienen razón de medio y virtudes teologales a las que tienen razón de fin El padre Royo Marín nos dice: “…las virtudes morales infusas son hábitos que disponen las potencias del hombre para seguir el dictamen de la razón iluminada por la fe con relación a los medios conducentes al fin sobrenatural. No tienen por objeto inmediato al mismo Dios- y en esto se distinguen de las teologales-sino el bien honesto distinto de Dios; y ordenan rectamente los actos humanos en orden al fin último sobrenatural; y en esto se distinguen de las virtudes adquiridas” (Teología de la Perfección Cristiana p.135).
El Catecismo de la Iglesia nos enseña que:
“Las virtudes humanas adquiridas mediante la educación, mediante actos deliberados, y una perseverancia, mantenida siempre en el esfuerzo, son purificadas y elevadas por la gracia divina. Con la ayuda de Dios forjan el carácter y dan soltura en la práctica del bien. El hombre virtuoso es feliz al practicarlas.
Para el hombre herido por el pecado no es fácil guardar el equilibrio moral. El don de la salvación por Cristo nos otorga la gracia necesaria para perseverar en la búsqueda de las virtudes. Cada cual debe pedir siempre esta gracia de luz y de fortaleza, recurrir a los sacramentos, cooperar con el Espíritu Santo, seguir sus invitaciones a amar el bien y guardarse del mal.
Las virtudes humanas se arraigan en las virtudes teologales que adaptan las facultades del hombre a la participación de la naturaleza divina (cf. 2 P 1, 4). Las virtudes teologales se refieren directamente a Dios. Disponen a los cristianos a vivir en relación con la Santísima Trinidad. Tienen como origen, motivo y objeto a Dios Uno y Trino.
Las virtudes teologales fundan, animan y caracterizan el obrar moral del cristiano. Informan y vivifican todas las virtudes morales. Son infundidas por Dios en el alma de los fieles para hacerlos capaces de obrar como hijos suyos y merecer la vida eterna. Son la garantía de la presencia y la acción del Espíritu Santo en las facultades del ser humano. Tres son las virtudes teologales: la fe, la esperanza y la caridad (cf. 1 Co 13, 13).” (Catecismo de la Iglesia Católica 1810 -1813)
El hombre virtuoso se dispone a recibir un impulso especial de los dones del Espíritu Santo, el Catecismo los define como: “disposiciones permanentes que hacen al hombre dócil para seguir los impulsos del Espíritu Santo” (Catecismo de la Iglesia Católica 1830) ellos completan y llevan a su perfección las virtudes. La tradición de la Iglesia nos refiere siete: sabiduría, inteligencia, consejo, fortaleza, ciencia, piedad y temor de Dios. El Señor nos los dio el día de nuestro Bautismo, los llevó a plenitud en la Confirmación, pero espera que nosotros dispongamos nuestra vida a través de la práctica de las virtudes para que ellos comiencen a activarse plenamente, hasta que lleguen a producir los frutos del Espíritu Santo y nuestra vida se configure según las Bienaventuranzas.
Los frutos son definidos por el Catecismo como “perfecciones que forma en nosotros el Espíritu Santo como primicias de la gloria eterna. La tradición de la Iglesia enumera doce: “caridad, gozo, paz, paciencia, longanimidad, bondad, benignidad, mansedumbre, fidelidad, modestia, continencia, castidad” (Ga 5,22-23, vulg.)” (Catecismo de la Iglesia Católica 1832).
La reflexión teológica del P. Royo Marín nos enseña que “cuando el alma corresponde dócilmente a la moción interior del Espíritu Santo, produce actos de exquisita virtud que pueden compararse a los frutos de un árbol. No todos lo actos que proceden de la gracia tienen razón de frutos, sino únicamente los más sazonados y exquisitos, que llevan consigo cierta suavidad y dulzura. Son sencillamente procedentes de los dones del Espíritu Santo (Aunque no exclusivamente. Pueden proceder también de las virtudes. Según Santo Tomás, son frutos del Espíritu Santo todos aquellos actos virtuosos en los que el alma halla consolación espiritual: Sunt enim fructus quaecumque virtuosa opera, in quibus homo delectatur STh I-II, 70,2). Dice santo Tomás: «Así, pues, nuestras obras, en cuanto son efecto del Espíritu Santo, que obra en nosotros, tienen razón de fruto; pero en cuanto se ordenan al fin de la vida eterna tienen, más bien, razón de flor. Por lo que se dice en la Escritura (Eccli 24, 23): Y mis flores dieron sabrosos y ricos frutos» [STh I-II, 70, I ad I]. Se distinguen de los dones como el fruto se distingue de la rama y el efecto de la causa. Y se distinguen también de las bienaventuranzas en el grado de perfección; estas últimas son más perfectas y acabadas que los frutos. Por eso todas las bienaventuranzas son frutos, pero no todos los frutos son bienaventuranzas [STh I-II, 70, 2].
Los frutos son completamente contrarios a las obras de la carne ya que la carne tiende a los bienes sensibles, que son inferiores al hombre, mientras que el Espíritu Santo nos mueve a lo que está por encima de nosotros [STh I-II, 70, 4].
En cuanto al número de los frutos, la Vulgata enumera doce. Pero en el texto Paulino original sólo se citan nueve: caridad, gozo, paz, longanimidad, afabilidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza. Es que – como dice muy bien santo Tomás, de acuerdo con san Agustín [STh I-II, 70,3 ad 4; cf. a4 c.] el Apóstol no tuvo intención de enumerarlos todos; quiso únicamente mostrar qué género de frutos producen las obras de la carne y cuales otros producen las del Espíritu, y para ello cita unos cuantos por vía de ejemplo. Sin embargo- Añade santo Tomás-todos los actos de los dones y de las virtudes pueden reducirse, de alguna manera, a los frutos que enumera el apóstol.” (Teología de la Perfección Cristiana p.179-180)
Sobre las bienaventuranzas, recordemos lo que nos enseña el Catecismo, “(ellas) dibujan el rostro de Jesucristo y describen su caridad; expresan la vocación de los fieles asociados a la gloria de su Pasión y de su Resurrección; iluminan las acciones y las actitudes características de la vida cristiana; son promesas paradójicas que sostienen la esperanza en las tribulaciones; anuncian a los discípulos las bendiciones y las recompensas ya incoadas; quedan inauguradas en la vida de la Virgen María y de todos los santos” (Catecismo de la Iglesia Católica 1717)
El P. Royo Marín estudiando la STh I-II q.69 nos dirá que: “Más perfectas todavía que los frutos son las bienaventuranzas evangélicas. Ellas señalan el punto culminante y el coronamiento definitivo -acá en la tierra- de toda la vida cristiana. Al igual que los frutos, las bienaventuranzas no son hábitos, sino actos. Como los frutos, proceden de las virtudes y de los dones. Pero son actos tan perfectos, que hay que atribuirlos a los dones más que a las virtudes. En virtud de las recompensas inefables que las acompañan, son ya en esta vida un anticipo de la bienaventuranza eterna. En el Sermón de la Montaña, Nuestro señor las reduce a ocho: pobreza de espíritu, mansedumbre, lágrimas, hambre y sed de justicia, misericordia, pureza de corazón, paz y persecución por causa de la justicia. Pero también podemos decir que se trata de un número simbólico que no reconoce límites…” (Teología de la Perfección Cristiana p.180-181)
Comentemos brevemente un por una las bienaventuranzas que se nos presentan en el Sermón de la Montaña:
“Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos” (Mt 5, 3). La pobreza de espíritu puede indicar dos cosas, tanto el desapego a las riquezas como el menosprecio a los honores vanos, aniquilando el espíritu soberbio, en ambos casos es un vaciarse de sí mismo para llenarse de Dios, es convertirse en alguien que se sabe necesitado, lo cual es una apertura que lo hace apto para recibir el Reino, para gozar del reinado de Dios, pues Él está de su parte.
“Bienaventurados los mansos porque poseerán la tierra” (Mt 5, 4). El hombre manso es feliz porque ha sabido dominarse a sí mismo por la gracia de Dios. Vence la ira y la indignación. Al final ya no hay combate, toda inquietud que disturba es superada y finalmente el triunfo ha sido definitivo, brotan los frutos de la serenidad y la paz interior. Cristo vence, Cristo reina y Cristo impera en todos los aspectos de su vida. Por ello es capaz de gozar de la tierra prometida, aquella tierra que se ha conquistado, en la que se goza de la paz eterna, en donde se entra en el descanso del Señor, donde hay una armonía perenne.
“Bienaventurados los que lloran, porque serán consolados” (Mt 5, 5) La palabra que se traduce por llanto quiere dar a entender la tristeza o aflicción que se experimenta cuando alguien hace luto por otro. La situación de pecado propia o ajena, al contrario, le hace entrar en el luto por la muerte del alma. Se trata del hombre justo que arrepentido llora sus pecados pasados pues descubre cuan mal ha estimado las cosas, cuan erróneamente ha servido a las criaturas en lugar de servir al Creador, lo cual le lleva a volverse al camino del Señor, poniéndolo a Él por primero. Con los ojos lavados por las lágrimas ahora es capaz de ver al hermano que pasa necesidad y no ser indiferente ante su sufrimiento y se hace capaz de llorar con él y por él, hasta lanzarse a su auxilio para encaminarlo a Dios.
“Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia porque serán saciados” (Mt 5, 6). Recordemos que la justicia era entendida por los antiguos como el hecho de entrar en la voluntad de Dios, justo es aquel que cuida en todo momento de secundarla, sea en su relación con el Señor como en su relación con el prójimo. Estamos ante aquellas almas que tienen un deseo insaciable de hacer y de sufrir grandes cosas con tal que Dios sea amado, conocido y servido. Aunque no todos estén llamados a ser mártires todos han de imitar su voluntad. Sus anhelos serán colmados puesto que éste es el fin de todo el universo: dar gloria a Dios.
“Bienaventurados los misericordiosos porque alcanzarán misericordia” (Mt 5, 7) En esta bienaventuranza concurren tres elementos, el involucrarse incluso de modo afectivo (compasión) en la ayuda eficaz a uno que se encuentra una situación de debilidad. La misericordia recordemos estriba no sólo en la tristeza por la ausencia de una perfección o un bien debido, sea propio o ajeno, sino que también busca ponerse en camino para satisfacer esa necesidad. Jesucristo prometió la recompensa de esto también en el capítulo 25, “cuando lo hicisteis con uno de estos más pequeños, conmigo lo hicisteis” (Mt 25, 40)
“Bienaventurados los limpios de corazón porque ellos verán a Dios” (Mt 5, 8). Se dice que hay dos clases de limpieza: aquella por la cual se expelen todos los pecados y afectos desordenados de nuestro interior, lo cual se realiza a través del ejercicio de las virtudes y la acción de los dones del Espíritu Santo; y aquella que se realiza al depurar la mente de la memoria de las cosas pecaminosas del pasado y de los errores contra la fe. En cuanto a la visión de Dios se puede entender de dos maneras: “una perfecta, por la que se ve la misma esencia de Dios, y ésta es propia del cielo; y otra imperfecta, que es propia del don de entendimiento, por la que, aunque no veamos qué cosa sea Dios, vemos qué cosa no es y tanto más perfectamente conocemos a Dios en esta vida cuanto mejor entendemos que excede todo cuanto el entendimiento puede comprender.” (Teología de la Perfección Cristiana p.485) La pureza del corazón previene del fariseísmo pues implica rectitud de intención en todas las cosas. El amor ha purificado su capacidad de conocer y de querer. Dios es su motivación en todo lo que hace, es y siente. Su sola presencia será su saciedad. El puro de corazón busca ver a Dios en todo y todo a la luz de Dios, así como quiere todo por Dios, en Dios y para Dios.
“Bienaventurados los pacíficos porque serán llamados hijos de Dios” (Mt 5, 9) es famosa la definición de san Agustín de que “La paz de todas las cosas es la tranquilidad del orden. Y el orden es la distribución de los seres iguales y diversos, asignándole a cada uno su lugar.” (De Civitate Dei, XIX, XXIII, 1). El hombre pacífico o que busca la paz, busca vivir y hacer vivir el recto orden respecto a Dios, respecto al prójimo y respecto a sí mismo, de alguna manera busca en todo hacer la voluntad de Dios, al ejemplo del Hijo Único del Padre, por eso puede llamarse con Él, hijo de Dios, es el hombre que ha aprendido de Jesús la Sabiduría, el arte de vivir.
“Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos.” (Mt 5, 10) En las bienaventuranzas anteriores se decía lo que el hombre hacía de bueno, aquí se anuncia lo que sufre de los otros por ser bueno. De los hombres se recibe persecución mientras que Dios se recibe pura bondad. Se trata de aquellos que son perseguidos por vivir según la voluntad de Dios a imitación del justo Jesucristo.
Por eso inmediatamente se anuncia “Bienaventurados ustedes cuando los injurien, los persigan y digan cosas falsas de ustedes por causa mía…” (Mt 5, 11) Hay quien descubre en las bienaventuranzas una progresión en la perfección cristiana, es decir como cada una lleva a un momento más alto que la otra, así esta última nos hace reflexionar como la mayor santidad de vida se alcanza cuando nos hemos configurado tan profundamente con Cristo, al punto que somos crucificados con Él, parafraseando a santa Teresita, en este mundo nunca estamos más unidos a Jesús como cuando estamos en la cruz. En el Calvario se dio el acto de amor más grande que alguien ha tenido por el hombre, al unirnos a él amamos con el mismo amor del Corazón de Jesús, con la confianza de que no estaremos al final del camino, sino que aguardamos estar con Él donde Él esté. Como dice san Pablo “sin con Él morimos, viviremos con Él” (2 Tim 2,11)
Examinemos ahora la correspondencia entre virtudes, dones, frutos y bienaventuranzas:
Prudencia: es una virtud que actúa sobre nuestro intelecto para que éste pueda gobernar de manera ordenada nuestras acciones particulares, es hacer la cosa justa en el momento justo. El don del Espíritu Santo que la potencia para llevarla a su plenitud es el don de consejo, por el cual se recibe un auxilio especial del Espíritu Santo para juzgar rectamente aquello que más agrada a Dios y ponernos en camino hacia Él. Fruto: la bondad y benignidad. Le corresponde la bienaventuranza que dice “bienaventurados los misericordiosos porque obtendrán misericordia”, en cuanto que el don de consejo recae sobre las cosas útiles o convenientes a nuestro fin, y nada tan útil como la misericordia.
La justicia, es una disposición firme y estable que inclina nuestra voluntad a dar a cada uno aquello que es suyo, pone en orden todas las cosas y trae consigo la paz y el bienestar, de modo especial nos lleva a dar a Dios lo que se le debe a través de la virtud de la religión, que nos mueve a la devoción, a la oración, al sacrificio y a la adoración. Es potenciada por el don de piedad, con el cual el Espíritu Santo, nos inspira un afecto filial hacia Dios considerado como Padre y un sentimiento de fraternidad universal para con todos los hombres en cuanto que son hermanos nuestros e hijos del mismo Padre, que está en los cielos. Frutos: bondad, benignidad y mansedumbre. Su bienaventuranza dice “Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia porque ellos serán saciados” (también bienaventurados los mansos y los misericordiosos), ya que la piedad perfecciona las obras de la justicia.
Fortaleza: es la disposición firme y estable que empuja a la voluntad a perseverar en la búsqueda del bien, aunque sea difícil, por ella nos lanzamos valientemente por las cosas buenas y resistimos en la adversidad. A ella se oponen los vicios del temor o cobardía, el de la indiferencia (no evita los peligros pudiéndolo hacer) y la temeridad (que desprecia aquello que es prudente). Se trabaja abrazando con generosidad las pequeñas molestias cotidianas para fortalecer el espíritu contra toda contrariedad e sufrimiento. Le corresponde el don de fortaleza, con el cual el Espíritu Santo robustece al alma para practicar toda clase de virtudes heroicas con invencible confianza en superar los mayores peligros o dificultades que puedan surgir. Frutos: paciencia y longanimidad. La bienaventuranza que le corresponde es la de “Bienaventurados los mansos de corazón porque heredarán la tierra”, puesto que no hay nada más arduo que la educación de la propia voluntad para que no ceda ante la tibieza y la dificultad, “Más vale hombre paciente que valiente, mejor dominarse a sí mismo que conquistar ciudades” Prov. 16, 32.
Templanza: es la virtud que modera la inclinación a los placeres sensibles, especialmente del gusto y el tacto, no es sinónimo de frialdad, rigidez o insensibilidad sino de armonía, orden y creatividad, lo primero que busca es la paz en el ánimo. Le corresponde el don de temor, ya que a consecuencia del gran respeto a la majestad divina que el don inspira, procura no incurrir en los pecados a los que se siente mayormente inclinado, como son los que tienen por objeto los placeres de la carne. Frutos: Modestia, castidad y continencia. Su bienaventuranza es la de “Bienaventurados los pobres de espíritu porque de ellos es el Reino de los cielos” ya que en virtud de la reverencia filial que nos hace sentir ante Dios, nos impulsa a no buscar nuestro engrandecimiento ni en la exaltación de nosotros mismos (soberbia) ni en los bienes exteriores (honores, riquezas y placeres carnales).
La fe es la virtud teologal que Dios infunde en nuestro intelecto, por la cual creemos en todo lo que Dios nos ha revelado y que la santa madre Iglesia nos propone como tal. Es potenciada por el don de entendimiento por el cual la inteligencia del hombre, bajo la acción iluminadora del Espíritu Santo, se hace capaz de penetrar fácilmente las verdades que Dios nos ha revelado; y por el don de ciencia que el Señor nos da para que, bajo la acción iluminadora del Espíritu Santo, juzguemos rectamente de las cosas creadas según nos llevan a Él. Los frutos que produce son la fidelidad (fides) y gozo. Las bienaventuranzas que le corresponden es la de “bienaventurados los puros de corazón porque ellos verán a Dios” y “bienaventurados los que lloran porque serán consolados” respectivamente. Implica la limpieza del corazón ya que hay que purificarlo de todos los pecados y afectos desordenados hacia las criaturas y la limpieza de la mente, de todo recuerdo malo y de los errores contra la fe. Nuestra mirada es purificada por las lágrimas y nos prepara para contemplar a Dios cara a cara en el cielo.
La esperanza es la virtud teologal por la que aspiramos al Reino de los Cielos y la vida eterna como nuestra felicidad y confiamos en que Dios nos concederá los medios para alcanzarla. Es impulsada por el don de Temor de Dios, por el cual el hombre, bajo el instinto del Espíritu Santo, adquiere docilidad especial para someterse totalmente a la divina voluntad por reverencia a la excelencia y majestad de Dios. Los frutos que produce son la modestia, la castidad y la continencia. Le corresponde la bienaventuranza que dice “Bienaventurados los pobres de espíritu porque de ellos es el Reino de los Cielos” porque gracias a ellas nos despojamos del apego desordenado a las riquezas y bienes terrenos.
La caridad es la virtud teologal por la cual amamos a Dios por sobre todas las cosas y a nuestro prójimo como a nosotros mismos por amor a Dios. Él es el máximo bien que quiere nuestra voluntad. Le corresponde el don de sabiduría, gracias a éste el Espíritu Santo nos lleva no sólo a conocer sino a gustar del conocimiento de Dios puesto que este don nos lleva a ver todas las cosas y a juzgarlas como Dios lo hace y en la medida en que nos conducen a Él. Sus frutos son paz y caridad. Le corresponde la bienaventuranza que dice “Bienaventurados los que obran por la paz porque será llamados hijos de Dios”, porque la paz no es otra cosa que la tranquilidad del orden; y establecer el orden para con Dios, para con nosotros mismos y para con el prójimo pertenece precisamente a la sabiduría; y porque precisamente somos hijos adoptivos de Dios por nuestra participación y semejanza con el Hijo unigénito del Padre, que es la Sabiduría eterna.
| Potencia | Virtudes | Dones (Frutos) | Bienaventuranzas |
| Entendimiento | Fe | Entendimiento (fidelidad y gozo) | Los puros de corazón |
| Ciencia (fidelidad y gozo) | Los que lloran | ||
| Prudencia | Consejo (bondad y benignidad) | Los Misericordiosos | |
| Voluntad | Esperanza | Temor (modestia, continencia y castidad) | Pobre de espíritu |
| Caridad | Sabiduría (caridad, gozo y paz) | Los pacíficos | |
| Justicia | Piedad (bondad, benignidad, mansedumbre) | Los mansos | |
| Fortaleza | Fortaleza (paciencia y longanimidad) | Hambre y sed | |
| Templanza | Temor (secundariamente) | Pobres de espíritu |
“En el cuadro no figura la octava bienaventuranza (persecución por causa de la justicia), porque siendo la más perfecta de todas, contiene y abarca todas las demás en medio de los mayores obstáculos y dificultades” (Teología de la Perfección Cristiana p.181)
[1] Ver Catecismo de la Iglesia Católica n.1996ss