Tratado de la Prudencia

En el capítulo anterior contemplamos la grandeza y la exigencia del amor teologal, esa caridad que desborda toda lógica humana y que nos configura con el modo mismo en que Dios ama. Pero ese amor que el cristiano recibe no puede permanecer desordenado ni meramente afectivo; necesita encarnarse en actos concretos, en decisiones reales, en elecciones que construyen la vida según la verdad del bien. Aquí es donde la ética tomista revela toda su fuerza: para amar como Dios quiere, hay que obrar bien; y para obrar bien, es absolutamente indispensable la virtud de la prudencia, aquella que Santo Tomás llama “madre de las virtudes” porque guía, ordena y hace posible que las demás virtudes alcancen su perfección. Sin prudencia no hay caridad operativa, no hay justicia eficaz, no hay fortaleza equilibrada ni templanza verdadera. Por eso, al adentrarnos en este capítulo, avanzamos desde las virtudes teologales hacia el corazón de la vida moral, donde la prudencia aparece como la virtud que ayuda al ser humano a discernir, elegir y ejecutar lo que conviene para alcanzar su fin último: la felicidad o beatitud. Con ella aprendemos a actuar según recta razón, discerniendo los medios concretos, particulares y singulares que cada situación requiere para realizar el bien.


I. NATURALEZA, NECESIDAD Y FORMALIDAD DE LA PRUDENCIA

Santo Tomás, siguiendo a Aristóteles y a la tradición previa, define la prudencia como recta ratio agibilium, es decir, la recta razón aplicada a las acciones que debemos realizar. Esto significa que la prudencia no consiste en mera especulación ni en acumular conocimientos, sino en dirigir la razón hacia lo que hay que hacer. Su sede principal es la razón práctica, aquella que discierne y orienta la acción, a diferencia de la razón especulativa que se dedica al simple conocimiento. Como toda virtud, la prudencia perfecciona una facultad, y en este caso perfecciona el entendimiento práctico del ser humano, haciéndolo capaz de juzgar rectamente sobre lo que es necesario hacer aquí y ahora. La prudencia ayuda a sopesar los medios, evaluar las circunstancias, elegir el momento oportuno y ejecutar lo que conviene para alcanzar el bien. Por eso Santo Tomás insiste en que la prudencia es una virtud intelectual en su formalidad, porque se sitúa en el campo del conocimiento que dirige la acción. Sin embargo, participa también del ámbito moral, pues su objeto son las elecciones libres, y esas elecciones ponen en juego la voluntad. La prudencia, por tanto, tiene un carácter híbrido: intelectual en su esencia, moral en su materia.

La prudencia es absolutamente imprescindible para la vida cotidiana del ser humano. Cada día tomamos decisiones de diversa índole: desde las más triviales —como elegir qué comer o qué ruta tomar— hasta las más trascendentales —como escoger una vocación, resolver un conflicto familiar o determinar un avance profesional. En todos estos casos necesitamos una virtud que nos ayude a leer la realidad, reconocer los factores presentes, evaluar las opciones disponibles y orientarnos hacia el bien. Esa virtud es la prudencia. Santo Tomás la considera fundamental porque dirige todas las demás virtudes: sin ella la justicia se vuelve ciega, la fortaleza temeraria y la templanza rígida. La prudencia es la que indica los medios adecuados para alcanzar los fines buenos que la razón natural inscribe en el corazón humano, como “hacer el bien y evitar el mal”. Además, la prudencia no se limita a un análisis teórico; se inclina siempre a la acción recta y concreta. Por eso Tomás subraya que la prudencia opera en el terreno de lo agible, es decir, en aquello que no solo se hace hacia fuera, sino que permanece en el sujeto y lo forma interiormente. La prudencia construye al hombre prudente, lo hace capaz de configurar su vida con la verdad del bien.

Aunque la prudencia pertenece a la razón práctica, Santo Tomás enseña que esta razón debe servirse también de la razón especulativa. La prudencia utiliza los conocimientos universales obtenidos por la inteligencia, pero se aplica primordialmente a lo particular, aquello que ocurre “aquí y ahora”, en situaciones concretas, contingentes e irrepetibles. La prudencia se alimenta de ambos niveles de conocimiento, pero Tomás enfatiza que, si faltara uno, es preferible que falte lo universal y no lo particular, porque la acción humana siempre ocurre en lo concreto. La prudencia requiere conocer lo que ha ocurrido (memoria), lo que ocurre ahora (inteligencia) y lo que puede ocurrir (previsión), integrando así el pasado, el presente y el futuro. Se trata de un conocimiento operativo, ordenado a obrar bien y que perfecciona la razón práctica. En este sentido, Santo Tomás considera que la prudencia pertenece formalmente al entendimiento, pero necesita de la voluntad y de su rectitud para ejecutarse plenamente. No es una virtud pasiva ni meramente contemplativa; es una virtud dinámica que impera, ordena y concreta. Así, al ejercer la prudencia, el ser humano actúa no según impulsos o intuiciones aisladas, sino de acuerdo con un juicio recto que armoniza su conocimiento con su obrar y que lo conduce hacia el bien.


II. PARTES POTENCIALES: HÁBITOS PREVIOS PARA OBRAR PRUDENTEMENTE

Las partes potenciales de la prudencia son hábitos previos que preparan el acto prudencial. La primera de ellas es la eubulia, o el hábito del consejo. Consiste en la capacidad de deliberar, sopesar opciones, analizar los pros y los contras de una acción concreta y llegar a una conclusión razonable. El acto de aconsejar no es improvisación; es una deliberación ordenada que busca el mayor bien posible en una situación determinada. Santo Tomás explica que el consejo prepara la razón para perfeccionar su juicio, ayudándola a considerar distintos caminos y a evitar decisiones precipitadas. La eubulia no garantiza por sí sola la prudencia, pero sí es indispensable para ella, pues sin deliberación adecuada no puede haber juicio recto ni mandato prudencial. Para el Aquinate, la eubulia es un hábito intelectual práctico que orienta la razón a consultar, evaluar y ponderar. Permite que la prudencia tenga un fundamento objetivo en la realidad de los hechos y no en impulsos subjetivos o emociones desordenadas. Por eso, en cualquier decisión relevante —sea personal, familiar, profesional o comunitaria— el buen consejo es siempre un primer paso. La eubulia, por lo tanto, dispone el corazón y la mente hacia el discernimiento.

La segunda parte potencial es la synesis, que podemos traducir como sensatez o juicio recto sobre las acciones concretas y habituales de la vida humana. Mientras la eubulia se ocupa de deliberar, la synesis se ocupa de juzgar. No es un juicio especulativo —no juzga teorías ni conceptos abstractos— sino un juicio práctico, concreto y orientado a la acción. La synesis ayuda a juzgar correctamente situaciones reales, extramentales, que exigen una respuesta adecuada. Santo Tomás explica que la synesis tiene como objeto aquello que ocurre cotidianamente, aquello que el ser humano enfrenta con frecuencia. Juzgar bien en lo particular es difícil, pues lo particular está lleno de matices, circunstancias y factores cambiantes. La synesis permite evaluar la realidad con claridad, sin dejarse llevar por prejuicios, pasiones o intereses personales. Gracias a ella, el prudente puede juzgar si una acción es apropiada, si conviene realizarla, si es momento oportuno o si podría causar daño. Sin synesis, aun con buena intención, se corre el riesgo de actuar con torpeza o imprudencia. Por eso Santo Tomás la considera una disposición necesaria para que la prudencia pueda luego imperar correctamente. Donde hay synesis hay equilibrio, claridad y rectitud en el juicio.

La tercera parte potencial es la gnome, que corresponde al juicio recto en situaciones extraordinarias, aquellas que no ocurren con frecuencia y que exigen una aplicación más profunda de los principios morales. Si la synesis mira lo cotidiano, la gnome mira lo excepcional. En ciertos momentos de la vida aparecen circunstancias nuevas, inesperadas, complejas, sin precedentes. Allí no basta la experiencia pasada ni los criterios ordinarios. Se requiere un juicio superior, capaz de discernir desde principios más altos, a veces incluso interpretando correctamente la ley en casos límites. Santo Tomás explica que la gnome permite reconocer si en una situación extraordinaria se debe actuar de modo distinto al habitual para salvaguardar el bien. Es un juicio delicado, que a menudo exige valentía, profundidad moral y una mirada amplia. La gnome no es creatividad moral ni relativismo, sino la capacidad de aplicar la ley del bien con sabiduría ante circunstancias difíciles. Es lo que permite al prudente no quedar paralizado frente a lo inesperado. Así, la gnome complementa a la eubulia y a la synesis, y juntas preparan el terreno para el acto prudencial completo, que culminará en el mandato de la prudencia.


III. PARTES CUASI INTEGRALES Y SUBJETIVAS: CONOCER, ORDENAR, EJECUTAR

Para que se dé un acto prudencial perfecto, Santo Tomás describe una serie de requisitos que llama partes cuasi integrales. En el ámbito cognitivo se encuentran la memoria, la inteligencia, la docilidad, la sagacidad y la razón. La memoria aporta la experiencia: los éxitos y fracasos del pasado iluminan la acción presente. Sin memoria no hay prudencia, porque la acción humana se inscribe en el tiempo. La inteligencia permite captar la realidad presente y entender qué se debe hacer ahora. La docilidad recuerda al ser humano que no sabe todo, que debe aprender de quienes tienen más experiencia; el prudente no es autosuficiente. La sagacidad o eustochia aporta rapidez de juicio para captar relaciones entre hechos y orientarse con agilidad, especialmente cuando las circunstancias cambian. Finalmente, la razón organiza todos estos conocimientos, los integra y ayuda a proyectar nuevos caminos. Con estas cinco partes cognitivas, la prudencia adquiere una base sólida: aprende del pasado, comprende el presente, se deja enseñar, discierne con rapidez y organiza con claridad. Este conjunto cognitivo permite que la prudencia no sea impulsiva ni improvisada, sino fundada en un conocimiento profundo y ordenado de la realidad.

El acto prudencial no se queda en el conocimiento. La prudencia culmina en el mandato, en ordenar lo que debe hacerse. Para ello se requieren tres partes imperativas: la previsión, la circunspección y la precaución. La previsión permite mirar hacia el futuro y ordenar los medios adecuados para alcanzar el fin, anticipando posibles desarrollos de la situación. No se trata de adivinar, sino de evaluar razonablemente lo que puede ocurrir. La circunspección ayuda a examinar las circunstancias que rodean la acción, todo aquello que está en el entorno y que puede favorecer o dificultar la decisión. La prudencia debe tener los ojos abiertos a lo que está alrededor. Finalmente, la precaución permite evitar los obstáculos externos que pueden hacer tropezar al actuar; muestra lo que podría dañar, desviar o impedir el bien. Estas tres partes imperativas conducen la prudencia hacia la ejecución concreta. Sin previsión, la acción sería ingenua; sin circunspección, torpe; sin precaución, imprudente y peligrosa. Gracias a ellas, la prudencia no se queda en el análisis, sino que manda, actúa y ordena con firmeza.

Las partes subjetivas de la prudencia dependen del sujeto sobre el cual recaen sus actos. Así, hablamos de prudencia personal cuando se refiere al propio obrar; prudencia económica cuando se trata de la vida familiar; prudencia militar en decisiones de guerra; prudencia gubernamental en asuntos de gobierno; y así sucesivamente. No se trata de virtudes distintas, sino de la misma prudencia aplicada a sujetos diversos. Santo Tomás también distingue la imprudencia, que puede darse por privación o por contrariedad. La imprudencia por privación ocurre cuando alguien, por limitaciones naturales o formativas, no puede ejercer plenamente la prudencia. La imprudencia por contrariedad ocurre cuando el sujeto desprecia deliberadamente los elementos de la prudencia: ignora la experiencia, desprecia la enseñanza ajena, actúa sin deliberación, olvida las circunstancias o se precipita sin evaluar los medios. En ambos casos, la acción humana se desordena, y el sujeto se aleja del bien. La imprudencia no consiste en callar ni en evitar actuar; consiste en actuar mal, sin recta razón, siguiendo el impulso o el capricho. Por eso, la prudencia es la virtud que más directamente construye la vida moral: de ella depende la rectitud del obrar.


Conclusión

La prudencia es la virtud que hace posible que la vida moral tenga forma, dirección y finalidad. En ella convergen el conocimiento, la experiencia, la rectitud de la voluntad y la capacidad de elegir los medios adecuados para alcanzar el bien. Santo Tomás la considera “madre de las virtudes” porque gobierna, perfecciona y completa a las demás, integrando razón, voluntad y circunstancias concretas. No es una virtud pasiva ni meramente cautelosa; es una virtud activa, imperativa, profundamente realista, que mira el pasado, discierne el presente y ordena el futuro. Sin prudencia no hay verdadera justicia, ni fortaleza equilibrada, ni templanza moderada. La prudencia convierte la verdad del bien en acción concreta y transforma al sujeto, haciéndolo capaz de actuar rectamente en todas las dimensiones de su vida. Por eso, quien desea vivir según Dios, y alcanzar la felicidad última, debe cultivar esta virtud que ilumina cada decisión, cada elección y cada paso del camino moral. La prudencia, en definitiva, es el arte de obrar bien.


Basado en un curso elaborado por la Academia Dominicana. Las presentes notas han sido preparadas con apoyo de herramientas de Inteligencia Artificial y revisadas para su coherencia.