Sobre las virtudes sociales

En el capítulo anterior profundizamos en la virtud de la justicia como fundamento de la vida comunitaria y como hábito que ordena nuestras relaciones con los otros desde la igualdad, la equidad y el bien común. Ahora avanzamos hacia un terreno naturalmente vinculado con la justicia: las virtudes sociales, aquellas disposiciones estables que permiten que la convivencia humana sea buena, armónica y orientada a la perfección común. Tomás de Aquino reconoce en ellas un conjunto variado —amistad, veracidad, afabilidad, obediencia, gratitud, piedad filial, patriotismo, corrección fraterna—, pero en esta exposición nos concentraremos en tres de las más significativas para la vida contemporánea: la amistadla veracidad y la afabilidad. Estas virtudes, profundamente humanas, reflejan la dimensión relacional de la persona y muestran cómo la vida social florece cuando está animada por la búsqueda del bien del otro. A partir del material proporcionado, recorreremos la visión tomista sobre cada una, su origen filosófico, sus características esenciales y su relevancia para la sociedad actual.


I. La amistad: estructura, sentido y perfección

La reflexión de Santo Tomás sobre la amistad hunde sus raíces en la antigüedad clásica, cuyos autores intentaron comprender el origen y la naturaleza de este vínculo humano. Homero y Empédocles sostenían que la amistad nace de una cierta similitud: “lo similar ama a lo similar”. Esta idea, interpretada positivamente, señala que la afinidad ayuda a la cercanía, aunque también puede generar celos o rivalidades. Otros pensadores, como Heráclito y Esiodo, afirmaban que los contrarios se atraen, de modo que el pobre encuentra apoyo en el rico, el enfermo en el médico y el ignorante en el sabio. Aristóteles, al iniciar su tratado de la amistad en la Ética a Nicómaco, recoge ambas líneas, pero las ordena mediante su habitual método: reconocer lo valioso, descartar lo contradictorio y discernir lo esencial. Para él, la amistad requiere semejanza porque favorece la reciprocidad, sin la cual no puede existir amistad verdadera. También aclara que la amistad propia se da solo entre personas con virtud y libertad, no con animales, con objetos ni con los dioses del mundo griego. En el horizonte aristotélico, la amistad surge en la comunidad de vida: entre familiares, compañeros de trabajo, marineros que se acompañan en largas travesías o estudiantes que comparten escuela. Allí la convivencia constante forja una unión que busca el bien mutuo y la perfección compartida.

Tomás de Aquino asume la herencia aristotélica, pero la transforma desde la fe cristiana. Para él, el punto de partida ya no es una abstracción sobre la semejanza o la oposición, sino la búsqueda que todo ser tiene de su propia perfección. Esta visión jerárquica de la vida —donde la planta más perfecta se acerca al animal, el animal más perfecto se aproxima al hombre y el hombre más perfecto se asemeja al ángel— permite entender la amistad como un camino hacia la plenitud humana. Tomás distingue dos amores: el amor de concupiscencia, que es utilitarista y busca al otro por conveniencia, y el amor de benevolencia, que desea el bien del otro por sí mismo. La verdadera amistad se funda en este segundo amor, donde hay reciprocidad libre, comunicación efectiva y unión de corazones. En Tomás, el cristianismo introduce un elemento decisivo: el Verbo se hizo carne y se hizo amigo del hombre. Por eso, a diferencia del mundo griego, la amistad con Dios es posible y fundamenta la amistad entre los hombres. Además, Tomás reconoce varios niveles de amistad: con los cercanos, con quienes comparten profesión, con los compañeros de viaje y con aquellos con quienes existe comunión de vida. En todos los casos, la amistad consiste en una superabundancia de amor que se dirige a alguien concreto, elegido en libertad y querido con perseverancia.

Para Tomás, la amistad no es un accesorio de la vida social, sino su fundamento más alto. En la Suma contra Gentiles afirma que una sociedad necesita muchos amigos, pues donde hay verdaderos amigos hay ayuda mutua, reconocimiento de cualidades, fortalecimiento de virtudes y crecimiento comunitario. La amistad no es complicidad egoísta ni alianza basada en intereses oscuros; es un vínculo que promueve el bien, eleva el espíritu y sostiene la convivencia. Cuando una comunidad está formada por amigos y no por competidores o rivales, desarrolla un “alto valor cualitativo”, pues cada uno colabora con el otro para alcanzar la plenitud humana. Tomás resume magistralmente esta realidad en la Suma Teológica (II-II, q. 25, a. 7): el verdadero amigo quiere que su amigo exista, viva y viva bien; desea para él todos los bienes; se alegra con su compañía; comparte sus alegrías y tristezas; y vive con él “en un solo corazón”. Con esta visión, Tomás transforma la vieja sentencia “el hombre es un lobo para el hombre” y afirma con fuerza: el hombre es, por naturaleza, social y amigo. La amistad, entendida como hábito y estado permanente, ordena las relaciones humanas y convierte la convivencia en camino de perfección.


II. La veracidad: verdad de la vida, de la justicia y de la doctrina

La virtud de la veracidad ocupa un lugar central en el pensamiento de Tomás, porque la verdad es un bien común que pertenece a todos y no puede ser apropiado por nadie como propiedad privada. La verdad nace para comunicarse y para unir a quienes participan de ella, generando un vínculo misterioso que hace posible la vida racional. Nadie puede poseer por sí solo la totalidad de la verdad ni la razón de todas las cosas; por eso, la vida social es necesaria para que unos ayuden a otros, inventen, profundicen, enseñen y aprendan. En el Régimen de los Príncipes, Tomás afirma que convivir no es simplemente coexistir, sino compartir una vida racional guiada por una sabiduría común. La verdad, al ser incompatible con el egoísmo, exige apertura, humildad y deseo de construcción conjunta. Lo que une verdaderamente a los hombres no es una tierra ni una historia en común, sino la participación en las mismas verdades fundamentales. Sin esta base, no puede haber confianza ni estabilidad social. Hallar, vivir y transmitir la verdad es un trabajo personal, pero también comunitario, que se teje a lo largo de generaciones y cuya riqueza supera siempre el aporte de un solo individuo.

Tomás habla de la verdad en sentido análogo, distinguiendo tres modalidades principales: veritas vitaeveritas justitiaeveritas doctrinae. La verdad de la vida significa vivir según el designio del Creador, realizando la propia existencia conforme al bien para el cual el hombre fue hecho. Se expresa cuando hay coherencia entre lo que se piensa, se dice y se hace. La veracidad se convierte así en un camino de fidelidad al ser, un ejercicio continuo de autenticidad. La verdad de la justicia se refiere a la obligación social de decir la verdad a los otros, porque la convivencia humana depende de la confianza mutua. Donde hay mentira permanente no se puede vivir humanamente. La verdad, por tanto, es un derecho que toda persona tiene ante los demás. Finalmente, la verdad de la doctrina es aquella que se manifiesta en el acto de enseñar. Brota de la naturaleza común del hombre —que es racional—, pero también de su originalidad personal, porque cada individuo expresa la verdad desde su unicidad y desde su contexto histórico y cultural. Esta historicidad significa que la verdad se formula de modos diferentes según los tiempos y las culturas, pero siempre conserva su referencia a lo real. En el ámbito académico, donde se profundiza y se sistematiza la verdad, la veracidad se convierte en una virtud indispensable.

A la virtud de la veracidad se opone el vicio de la mentira, que Tomás describe analíticamente en tres elementos: la enunciación de algo falso —falsedad material—, la voluntad de decir lo falso —intención formal— y el engaño consciente dirigido a otro —perfección de la mentira—. La mentira es “locutio contra mentem”, es decir, hablar contra lo que uno sabe que es verdadero. Tomás reconoce, sin embargo, distinciones que ayudan a comprender su gravedad moral. Existen las bromas, donde quienes participan saben que se está jugando y no hay intención de engaño; existen también las llamadas “mentiras piadosas”, cuando se pretende evitar un mal mayor, aunque lo ideal es preservar siempre la veracidad. Finalmente, está la mentira grave, como la calumnia, que atribuye falsamente delitos o faltas. Para Tomás, la mentira destruye la confianza y corrompe la vida social, pues sin verdad no hay posibilidad de comunicación auténtica. Por eso insiste en que decir la verdad no es solo una obligación moral abstracta, sino un derecho de los otros y una necesidad de la comunidad. La veracidad, en consecuencia, fortalece la convivencia, mientras que la mentira, incluso en sus formas leves, erosiona la integridad de las relaciones humanas.


III. La afabilidad: el arte de hacer amable la convivencia humana

La afabilidad, aunque menos mencionada que otras virtudes, ocupa un lugar significativo en la obra de Santo Tomás. Esta virtud regula los modos de relacionarnos con los demás en palabras y en hechos, configurando la forma cotidiana de la convivencia. Si la amistad es un vínculo profundo y estable, la afabilidad es el conjunto de hábitos que hacen agradable esa convivencia: cortesía, respeto, delicadeza, consideración y buen trato. Tomás, siguiendo la tradición de Agustín y de los autores griegos, reconoce que la vida humana sería insoportable sin cierto grado de amabilidad. Aristóteles mismo decía que el hombre no puede vivir sin verdad, pero tampoco sin delectación: nadie puede convivir todo un día con alguien continuamente triste y desagradable. La afabilidad, por tanto, no es superficial ni cosmética; es expresión de virtud moral. Ordena los gestos, las palabras, los tonos, los detalles, haciendo que la vida común sea llevadera y aun gozosa. Su ausencia genera tensiones inútiles, fatiga emocional y distancias innecesarias. Su presencia, en cambio, edifica ambientes de paz en las familias, en las comunidades religiosas, en las instituciones académicas y en la vida cívica.

Para Santo Tomás, el hombre está obligado por un “deber natural de honestidad” a convivir afablemente con los demás. Esta obligación no es un formalismo social, sino una exigencia de la dignidad humana: la persona tiene derecho a ser tratada con respeto, cordialidad y delicadeza. La afabilidad nace del reconocimiento del otro como semejante, y se expresa en signos simples pero valiosos: un saludo atento, una sonrisa, un gesto oportuno, una palabra de ánimo. Muchas veces basta una pequeña muestra de bondad para cambiar el ánimo de quien sufre, se siente solo o enfrenta dificultades. En este sentido, la afabilidad es hermana de la benevolencia y de la amistad, aunque no requiera la profundidad de esta última. Tomás afirma que los actos de afabilidad hacen posible que la vida social no sea una “selva de tensiones”, sino un espacio de colaboración y mutua edificación. La urbanidad, entendida como un conjunto de normas que facilitan la convivencia, tiene aquí su raíz ética. Pero la verdadera afabilidad no se reduce a modales aprendidos, sino a una disposición interior que busca hacer el bien en las relaciones ordinarias.

La afabilidad contribuye directamente a la paz social. Allí donde se practica, se despierta la confianza, se alivian los conflictos, se disminuyen los roces y se fortalece la comunicación. En los ambientes familiares, la afabilidad crea hogar; en los académicos, crea apertura al diálogo; en los políticos, humaniza el debate; en los religiosos, sostiene la fraternidad. Su ausencia deteriora todos estos ámbitos. Por eso Tomás considera la afabilidad una virtud necesaria para quienes viven en comunidad y para quienes ejercen cualquier forma de autoridad. La afabilidad también tiene una dimensión pedagógica: enseña a las generaciones más jóvenes que la convivencia no se sostiene solo con leyes o argumentos, sino con bondad concreta. Finalmente, la afabilidad nos recuerda que la vida compartida es un don que debemos custodiar. Quien es afable hace amable el mundo, y al hacerlo colabora misteriosamente con el bien común. Esta virtud no exige gestos heroicos, sino constancia en los pequeños detalles que hacen la vida de los otros más ligera.


Conclusión

Las virtudes sociales en Tomás de Aquino —amistad, veracidad y afabilidad— revelan la profundidad con que el Doctor Angélico comprende la naturaleza relacional del ser humano. La amistad muestra la grandeza del amor que busca el bien del otro; la veracidad garantiza la confianza sin la cual no existe sociedad posible; la afabilidad hace amable la convivencia cotidiana. Juntas, estas virtudes sostienen la vida comunitaria y permiten que cada persona alcance su perfección en diálogo y colaboración con los demás. En un mundo que a veces oscila entre el individualismo y la agresividad, la propuesta tomista brilla con una actualidad sorprendente: el hombre, por naturaleza, es social y amigo, y solo en la verdad y la benevolencia encuentra el camino hacia una convivencia verdaderamente humana.


*Este capítulo forma parte del Curso de Santo Tomás de Aquino de Academia Dominicana. Las notas han sido elaboradas con el apoyo de herramientas de inteligencia artificial y revisadas para garantizar fidelidad doctrinal y coherencia académica.