En el capítulo anterior, profundizamos en las virtudes sociales según Santo Tomás: amistad, veracidad y afabilidad, reconociendo cómo estas disposiciones hacen posible una convivencia humana fundada en el bien y la benevolencia. Ahora damos un paso más en la estructura de las virtudes cardinales: la fortaleza, virtud que se sitúa en estrecha colaboración con la prudencia y la justicia —ya estudiadas en capítulos previos— y que permite al ser humano sostenerse en el bien frente al miedo, al dolor y a las dificultades. Si la prudencia discierne el bien y la justicia lo aplica en relación con los demás, la fortaleza ofrece la firmeza interior para perseverar en ese bien incluso en medio de pruebas, peligros o sufrimientos prolongados. En el pensamiento de Santo Tomás, la fortaleza ocupa un lugar estratégico dentro de la Secunda Secundae de la Suma Teológica, pues modera los impulsos del apetito irascible y fortalece las virtudes morales y teologales, impidiendo que cedan ante la presión de la adversidad. Este capítulo busca iluminar, desde la claridad tomista, la esencia, los actos, las partes potenciales y los vicios contrarios a la fortaleza, mostrando su actualidad para la vida cristiana y para el camino de perfeccionamiento moral
I. Ubicación, naturaleza y función moral de la fortaleza
La virtud de la fortaleza es tratada por Santo Tomás en la Secunda Secundae, cuestiones 123-140, dentro del gran panorama moral en el que expone cada virtud cardinal y su relación con el obrar humano. Ubicar la fortaleza en esta sección no es casual: la Prima Pars presenta al Dios creador; la Prima Secundae desarrolla la moralidad humana, la ley y la gracia; y la Secunda Secundae estudia detalladamente las virtudes y los vicios que permiten o impiden la rectitud moral. La fortaleza aparece después de la prudencia y la justicia porque depende de ellas para su ejercicio adecuado: requiere de la prudencia para discernir cuándo conviene resistir o atacar, y requiere de la justicia para garantizar que los actos firmes y valerosos se ordenen al bien común y no a la temeridad o al orgullo. Esta ubicación, por tanto, es tanto lógica como pedagógica: la fortaleza no es una virtud aislada que se mide por actos heroicos externos, sino una disposición que integradamente sostiene toda la vida moral. Además, Tomás muestra que la fortaleza perfecciona el apetito irascible, es decir, aquella facultad que nos mueve frente a lo arduo y difícil. En un mundo donde la inconstancia, el miedo y la evasión parecen normas, situar la fortaleza como virtud que estructura y eleva las pasiones más intensas demuestra su vigencia para la vida cristiana y para el equilibrio integral del alma.
Para Santo Tomás, la fortaleza cumple una función indispensable: sostener el acto bueno cuando se vuelve difícil. La prudencia puede discernir lo correcto, la justicia puede señalar a quién corresponde cada bien y la templanza puede ordenar los deseos; pero en situaciones de dolor, presión social, miedo, injusticia o persecución, estas virtudes pueden tambalear si falta fortaleza. Tomás explica que la fortaleza permite enfrentar los peligros sin ser vencidos por el miedo y, al mismo tiempo, evita caer en una audacia imprudente que confunde valor con temeridad. Por eso insiste en que esta virtud no consiste únicamente en actos excepcionales, sino también en la perseverancia silenciosa del bien cotidiano. De este modo, la fortaleza sostiene la justicia ante la presión; sostiene la templanza ante el sufrimiento; sostiene la fe, la esperanza y la caridad cuando parecen humanamente imposibles. Esta interdependencia explica por qué las virtudes cardinales se ordenan mutuamente: sin fortaleza, la vida moral queda incompleta y frágil. En tiempos de incertidumbre y desánimo, la fortaleza se vuelve una virtud eminentemente actual: enseña que la grandeza moral no está solo en resistir peligros externos, sino en perseverar, día tras día, en aquello que sabemos que es bueno.
Santo Tomás afirma que las virtudes perfeccionan las facultades del alma, guiando la conducta moral hacia el bien y formando un carácter recto y estable. La fortaleza, en particular, perfecciona la capacidad humana para mantenerse firme ante el sufrimiento, la dificultad o la pérdida. No se trata únicamente de una reacción momentánea ante un peligro, sino de un hábito que configura el modo de ser: de ahí que la fortaleza forme personas íntegras, capaces de soportar contrariedades sin renunciar al bien ni a la verdad. Esta virtud, al ordenar las pasiones del miedo y la audacia, libera al alma de sus extremos: ni paraliza por temor, ni precipita por imprudencia. La fortaleza moldea, por tanto, un corazón equilibrado, resistente, perseverante y fiel. Además, al integrarse con las demás virtudes, contribuye a que la vida moral sea sólida en todas sus dimensiones: no hay justicia estable sin fortaleza, ni templanza duradera sin ella, ni actos prudentes cuando el miedo domina las decisiones. En un lenguaje actual diríamos que la fortaleza construye resiliencia, estabilidad emocional y coherencia interior, pero Tomás va más allá: para él, fortalece al hombre en su orientación hacia Dios, haciendo de la vida moral un camino constante hacia la plenitud que el Creador desea.
II. Las partes del tratado: esencia, actos y partes potenciales
Tomás inicia el tratado preguntándose si la fortaleza es una virtud y dónde reside. En el artículo primero afirma que sí lo es, porque modera los impulsos del miedo y de la audacia, dos pasiones que pueden fácilmente desequilibrar al alma. En el artículo segundo, explica que esta virtud reside en el apetito irascible, facultad que se activa frente a lo arduo. Allí se decide si el alma retrocede por temor o se lanza temerariamente sin discernimiento. La fortaleza permite que la razón gobierne estas pasiones, haciendo capaz al hombre de enfrentar lo difícil y de sostener el bien frente a peligros que podrían llevarlo a abandonar su rectitud moral. Lo notable del análisis tomista es que no entiende la fortaleza como ausencia de miedo, sino como dominio del mismo: quien no siente miedo no es valiente, sino imprudente; quien lo siente y aun así obra el bien, es verdaderamente fuerte. Esta distinción muestra la profundidad de la visión tomista, que ve la fortaleza como un equilibrio racional frente a la debilidad natural del ser humano. Así entendida, la fortaleza no es una virtud rara o excepcional, sino un componente necesario para todo cristiano que desee perseverar en su vocación, en su trabajo, en su compromiso familiar y en la vida espiritual.
En la cuestión 124, Tomás analiza los actos propios de la fortaleza: soportar y atacar. Ambos pertenecen a la virtud, pero no tienen el mismo peso. En su análisis, el Aquinate sostiene que atacar puede ser necesario cuando la razón manda enfrentar el mal para defender el bien, pero considera que soportar requiere mayor fortaleza. ¿Por qué? Porque implica una resistencia prolongada, una continuidad en el bien a pesar del sufrimiento o del desgaste que producen las pruebas. El soportar es más arduo que el atacar porque el ataque se concentra en un acto concreto, mientras que la resistencia puede implicar días, meses o incluso años de fidelidad. De este modo, la fortaleza alcanza su máxima expresión cuando el alma permanece firme en el bien en medio de adversidades persistentes, enfermedades, incomprensiones, injusticias o presiones externas. Para Tomás, los mártires son el ejemplo supremo de fortaleza precisamente porque soportaron en fidelidad hasta el final. Sin embargo, el modelo también se aplica a la vida ordinaria: la madre que cuida a un hijo enfermo, el profesional que permanece honesto bajo corrupción, el cristiano que persevera en la fe en tiempos adversos. En todos ellos, la fortaleza brilla más por la resistencia paciente que por actos heroicos puntuales.
Santo Tomás identifica dentro de la fortaleza varias partes potenciales, es decir, virtudes que dependen de ella y la desarrollan en campos específicos. La primera es la magnanimidad, que impulsa a aspirar a grandes obras con grandeza de alma. Esta virtud orienta al hombre hacia metas elevadas, dignas de su condición de criatura hecha a imagen de Dios, sin caer en la vanidad, sino reconociendo los dones recibidos y poniéndolos al servicio del bien. La magnanimidad sueña lo grande; la fortaleza lo sostiene. La segunda es la magnificencia, que se encarga de la realización concreta de esas grandes obras, especialmente cuando exigen recursos, esfuerzo prolongado y valentía para emprender empresas dignas y nobles. La magnificencia se apoya en la prudencia para planificar y en la fortaleza para perseverar. A estas se suman la paciencia y la perseverancia, virtudes que pertenecen al campo de soportar el mal con firmeza. La paciencia permite sobrellevar las contrariedades sin perder la paz interior; la perseverancia sostiene en el bien durante largo tiempo a pesar del cansancio o la repetición de dificultades. Con este conjunto, Tomás muestra que la fortaleza no se limita al enfrentamiento de peligros externos, sino que abarca todo el ámbito de las pruebas interiores y de la continuidad cotidiana del bien.
III. Los vicios contrarios y la importancia espiritual de la fortaleza
En la cuestión 126, Tomás analiza los vicios contrarios a la fortaleza. El primero es la cobardía, es decir, el miedo desordenado que paraliza al hombre y le impide enfrentar sus deberes o defender la verdad. Este vicio debilita el alma porque la priva de la fuerza para actuar conforme a la razón. El segundo vicio es la temeridad, que es el exceso contrario: una falsa fortaleza que lleva a actuar sin prudencia, exponiéndose a peligros innecesarios o dañando a otros. Así, los extremos —huir por miedo o precipitarse por osadía— corrompen la virtud. Para Tomás, la fortaleza verdadera se sitúa en el justo medio: sentir el miedo sin dejarse dominar por él, y actuar con firmeza sin caer en la imprudencia. Esta visión, profundamente equilibrada, ilumina también la vida espiritual contemporánea: muchos pecan por falta de fortaleza cuando renuncian al bien ante la presión social, y otros pecan por exceso cuando confunden entusiasmo con valentía. El análisis tomista ayuda a reconocer estos desórdenes para sanarlos y orientar la vida hacia el bien.
Tomás enseña que los vicios son hábitos malos adquiridos por la repetición de actos desordenados que corrompen las facultades del alma. Así como la virtud se consolida mediante actos buenos, el vicio se establece mediante actos malos repetidos, dificultando la vida moral y el dominio de las pasiones. En el ámbito de la fortaleza, la cobardía y la temeridad representan un desorden interior que afecta la razón, la voluntad y el apetito irascible. La cobardía impide realizar el bien por miedo al sufrimiento; la temeridad expone la justicia y la prudencia a peligros injustificados. Tomás señala que estudiar los vicios es importante por tres razones: permiten reconocer las fallas propias, facilitan el crecimiento en las virtudes opuestas y ayudan a mantener el orden moral. En el examen de conciencia, identificar los propios miedos desordenados o impulsos temerarios permite pedir y cultivar la fortaleza necesaria para vivir según la razón. Así, la virtud se convierte en medicina espiritual frente al desorden interior, y la fortaleza toma un papel esencial en la vida cristiana: sostener al alma para que permanezca en la verdad, en la justicia y en la caridad.
Finalmente, Tomás muestra que la fortaleza sostiene no solo las virtudes cardinales, sino también las teologales. La fe necesita fortaleza para perseverar en medio de dudas o persecuciones; la esperanza necesita fortaleza para no ceder al desaliento; la caridad necesita fortaleza para amar en circunstancias dolorosas o ingratas. Esta visión revela que la fortaleza tiene un lugar discreto pero decisivo en la vida espiritual: posibilita la fidelidad. Por eso, Tomás concluye señalando que la fortaleza ayuda a soportar la dificultad sin resignación pasiva, inspirando acciones valientes para superar aquello que impide el bien. Guiados por la prudencia y sostenidos por la gracia, el cristiano aprende a resistir el mal y a emprender obras grandes, con magnanimidad y magnificencia, sabiendo que la fortaleza es un don que Dios concede para que podamos cumplir nuestro fin último: vivir en Él y para Él. Así, la fortaleza no es un acto esporádico, sino un camino interior de madurez, un hábito que permite al corazón permanecer en el bien aun cuando la vida se vuelve ardua.
Conclusión
El tratado de la fortaleza en Santo Tomás ofrece una visión amplia y profunda de esta virtud cardinal, mostrando cómo sostiene la vida moral, modera las pasiones más intensas y hace posible la perseverancia en el bien. A través de su análisis de la esencia, los actos, las partes potenciales y los vicios contrarios, Tomás revela que la fortaleza no se reduce a valentía ocasional, sino que es firmeza continua, resistencia en el sufrimiento, moderación en el peligro y fidelidad en la adversidad. Integrada con la prudencia, la justicia y la templanza, la fortaleza permite superar pruebas, moderar impulsos y mantener el orden interior del alma. Sin ella, las demás virtudes se debilitan; con ella, la vida moral adquiere estabilidad y profundidad. En el camino cristiano, la fortaleza es indispensable para sostener la fe, avivar la esperanza y custodiar la caridad. Este capítulo invita, por tanto, a reconocer la fortaleza como virtud necesaria tanto para el heroísmo visible como para la santidad humilde y cotidiana.
*Este capítulo forma parte del Curso de Santo Tomás de Aquino de Academia Dominicana. Las notas han sido elaboradas con el apoyo de herramientas de inteligencia artificial y revisadas para garantizar fidelidad doctrinal y coherencia académica.