Ciudadanos del infinito

IV Domingo de Cuaresma – B

II Crónicas 36:14-17, 19-23; Salmo 137:1-6; Efesios 2:4-10; + san Juan 3:14-21

El hombre lleva en sí inscrita en su corazón un ansia de plenitud, de felicidad, de gozo, etc. Y se manifiesta a través del deseo de bienestar, éxitos personales, logros profesionales en otros. Todo esto revela en él una conciencia de que su existencia esta proyectada para algo grande.

Los cristianos encontramos en Jesucristo la respuesta a esta sed que llevamos en el corazón, pues de el manan fuentes de agua viva, de hecho, afirmamos que sólo Él puede saciar al hombre, pues al asumir nuestra naturaleza humana, la ha llevado a plenitud, e incluso la eleva a gozar de su divinidad, esto lo recuerda el sacerdote cuando durante el ofertorio en la Santa Misa dice en secreto al mezclar el agua y el vino «por medio del misterio de esta agua y este vino seamos hechos partícipes de la divinidad de aquel que quiso compartir nuestra humanidad».

En otras palabras, el hombre ha sido creado para el cielo, y cuando en la Sagrada Escritura hemos escuchado hoy como el Pueblo de Israel habiéndose hecho sordo a la voz del Señor y olvidandole cayó presa de las naciones enemigas y fue llevado al destierro, hemos de recordar las veces en que, a pesar de las advertencias del Señor que busca unirnos a Él para gozar de una vida plena de ciudadanos del cielo, hemos decidido alejarnos de Él para hacer nuestros caprichos cayendo en el pecado.

Los mandamientos de Dios, entendidos en el contexto en que fueron dados, es decir tras la liberación del Pueblo de la esclavitud de Egipto, nos revelan que antes que ser una camisa de fuerza, son las cuestiones que habrían de observar para vivir la libertad que el Señor les había donado. Pues les guardaban de caer en la idolatría de las criaturas, en los conflictos fraticidas y en los atentados contra sí mismos.

Los cristianos vamos por esta vida como peregrinos hacia la Patria celeste, en esta cuaresma recordamos que la penitencia y la conversión son actitudes permanentes que hemos de mantener en el continuo recuerdo que nuestras vidas tienen un sentido más amplio que esta existencia terrena, el camino comienza aquí y la vida eterna también pero se extiende hasta la Jerusalén celeste, la Iglesia triunfante, donde con los ángeles y santos un día esperamos con total alegría llegar a la profunda alabanza de Dios unidos a Él y en Él por el amor.

Los judíos en el destierro recordaban el esplendor de una Jerusalén del pasado, los cristianos peregrinos en esta tierra anhelamos la Jerusalén de la eternidad.

Y para poder gozar de todo esto es que el Padre envió a Jesús, para esto vino Jesús al mundo, para esto se encarnó por obra del Espíritu Santo en el seno de nuestra Buena Madre. Vino para salvarnos, para abrirnos las puertas del cielo, para enseñarnos a vivir como ciudadanos de la Patria eterna, para darnos la gracia que necesitamos para vivir como hijos de Dios y enseñarnos como hacerla crecer, para realizar las obras de la luz.

Roguemos al Padre en este día nos conceda la gracia de reconocer en su Hijo Bendito la fuerza y el esplendor de su amor, para que viviendo y desarrollando por el Espíritu Santo la gracia que fue derramada en nuestros corazones podamos un día contemplarle cara a cara en el cielo.

Nota: la imagen es la fotografia de un tapiz del siglo XIV que muestra a san Juan contemplando la Jerusalén celeste