(Del libro de la Teología de la Perfección Cristiana de Fray Antonio Royo Marín O.P.)
La inhabitación de la Santísima Trinidad en el alma del justo es una de las verdades más claramente manifestadas en el NT. Con insistencia que muestra bien a las claras la importancia soberana de este misterio, vuelve una y otra vez el sagrado texto a inculcarnos esta sublime verdad. Recordemos algunos de los testimonios más insignes:
“Si alguno me ama, guardará mis palabra y mi Padre le amará y vendremos a él y en él haremos nuestra morada” (Jn 14, 23)
“Dios es caridad, y el que vive en caridad permanece en Dios y Dios en él” (1 Jn 4, 16)
“¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros? Si alguno profana el templo de Dios, Dios le destruirá. Porque el templo de Dios es santo, y ese templo sois vosotros” (1 Cor 3, 16-17)
“¿O no sabéis que vuestro cuerpo es templod el Espíritu Santo, que está en vosotros y habéis recibido de Dios, y que, por tanto, no os pertenecéis?” (1 Cor 6, 19)
“Pues vosotros sois templod e Dios vivo” (2 Cor 6, 16)
“Guarda el buen depósito por la virtud del Espíritu Santo, que mora en nosotros” (2 Tim 1, 14)
Como se ve, la Sagrada Escritura emplea diversas fórmulas para expresar la misma verdad: Dios habita dentro del alma en gracia.
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Exponiendo la espiritualidad eminentemente trinitaria de sor Isabel de la Trinidad, señala con mucho acierto el P. Philipon la manera con que vivía este misterio la célebre carmelita de Dijo (Cf. P. Philipon, La doctrina espiritual de sor Isabel de la Trinidad, c. 3) Sus rasgos esenciales pueden reducirse a estos cuatro: fe viva, caridad ardiente, recogimiento profundo y actos fervientes de adoración. Vamos a examinarlos brevemente uno por uno.
- Fe viva
Escuchemos al P. Philipon en el lugar citado:
“Para avanzar con seguridad en “esta ruta magnífica de la Presencia de Dios”, la fe es el acto esencial, el único que nos da acceso al Dios vivo pero oculto. “Para acercarse a Dios es preciso creer” (Hb 11, 6); es san Pablo quien habla así. Y añade todavía: “La fe es la firme seguridad d elo que esperamos, la convicción de lo que no vemos” (Hb 11, 1). Es decir que la fe nos hace de tal manera ciertos y prsentes los bienes futuros, que por ella cobran realidad en nuestra alma y subsisten en ella antes de que los gocemos. San Juan de la Cruz dice que ella “nos sirve de pie para ir a Dios” y que es “la posesión en estado oscuro”. Únicamente ella puede darnos luces verdaderas sobre Aquel a quien amamos, y nuestra alma debe escogerla como medio para llegar a la unión bienaventurada. Ella es la que vierte a raudales en nuestro inteiror todos los bienes espirituales”
Esta fe viva nos ha de empujar incesamente a recordar el gran misterio permanente en nuestras almas. El ejercicio de la presencia de Dios– cuya gran eficacia nos parece ocioso ponderar- cobra aquí toda su fuerza y su razón de ser. Es preciso recordar, con la mayor frecuencia que la debilidad humana nos permita, que “somos templos de Dios” y que “el Espíritu de Dios habita dento de nosotros mismos” En realidad, éste debería ser el pensamiento único, la idea fija y obsesionante de toda alma que aspire de verdad a santificarse. Este es el punto de vista verdaderamente básico y esencial. Todo lo que nos distraiga o aparte de este ejercicio fundamental representa para nosotros la disipación y el extravío de la ruta directa que conduce a Dios.
No es preciso, para ello, sentir a Dios. La fe es enteramente suprasensible e incluso suprarracional. En el mejor de los casos nos deja entrever a Dios en un misterioso claroscuro y, con frecuencia, no es otra cosa que un cara a cara en las tinieblas. El alma que quiera santificarse de veras ha de presecindir en absoluto de su sensibilidad y caminar hacia Dios, valiente y esforzada, en medio de todas las soledades y tinieblas. Así lo practicaba la carmelita de Dijon
“Soy la pequeña reclusa de Dios, y cuando entro en mi querida celda para continuar con Él el coloquio comenzado, una aelgría divina se apodera de mí. ¡Amo tanto la soledad con sólo El! Llevo una pequeña vida de ermitaña verdaderamente deliciosa. Estoy muy lejos de sentirme exenta de impotencias; también yo tengo necesdiad de buscar a mi Maestro que se oculta muy bien. Pero entnces despierto mi fe y estoy muy contenta de no gozar de su presencia, para hacerlo gozar de mi amor” (Sor Isabel de la Trinidad, Carta a su hermana, del 15 de julio de 1906; cf. Philipon, 1.c.)
Este espíritu de fe viva es el mejor procedimiento y el camino más rápido y seguro para llevarnos a una vida de ardiente amor a Dios, que vale todavía mucho más.
- Caridad ardiente
La caridad, en efecto, es mejor y vale más que la fe. En absoluto es posible tener fe sin caridad, aunque se trataría de una fe informe, sin valor santificante alguno. La caridad, en cambio, es la reina de todas las virtudes y va unida siempre, inseparablemente, a la divina gracia y a la presencia inhabitante de Dios.
La caridad nos une más íntimamente a Dios que ninguna otra virtud. Es ella la única que tiene por objeto directo e inmediato al mismo Dios como fin último sobrenatural. Y como Dios es la santidad por esencia y no hay ni puede haber otra santidad posible que la que de Él recibamos, síguese que el alma será tanto más santa cuanto más de cerca se allega a Dios por el impulso de su caridad. La fórumula tan conocida: la santidad es amor, expresa una auténtica y profunda realidad. Por eso el primero y el más grande de los preceptos de Dios tenía que ser forzosamente éste: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón , con toda tu alma y con todas tus fuerzas” (Dt 6, 4; Mc 12, 30).
La Sagrada Escritura y la tradición cristiana universal a través de los Padres de la Iglesia, los doctores y los satnso están de acuerdo unánimente en conceder a la caridad la primacía sobre todas las virtudes. Ella es “la plenitud de la ley” en frase lapidaria de san Pablo (Rm 13, 10). San Agustín pudo escribir, sin que nadie le desmitiera, aquella frase simplificadora: “Ama y haz lo que quieras”. San Bernardo decía que “la medida del amor a Dios es amar sin medida”. Y el gran teólogo de la Iglesia, santo Tomás de Aquino, escribió rotundamente “El amor es formalmente la vida del alma, como el alma es la vida del cuerpo” (Caritas est formaliter vita animae, sicut et anima corporis – STh. II-II 23, 2 ad 2).
San Juan de la Cruz expresó en un pensamiento sublime la primacía del amor: “A la tarde de la vida te examinarán en el amor. Aprende a amar a Dios como Dios quiere ser amado y deja tu condición” (Avisos y sentencias n.57).
He aquí una breve exégesis del espléndido pensamiento:
- A la tarde de la vida, esto es, al declinar el día de nuestra vida mortal.
- Te examinarán en el amor: la caridad consituirá la asignatura única – o, al menos la más importante- de la que habremos de responder ante el supremo examinador (Cf. Mt 25, 34-40)
- Aprende a Amar a Dios como Dios quiere ser amado, esto es, “con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas” (Dt 6, 4)
- Y deja tu condición: Deja ya tu condición humana, tus miras egoístas, tu manera de conducir puramente antural. Deja ya tu vida de hijo de los hombres, para empezar a vivir de veras tu vida de hijo de Dios.
Lo cual no quiere decir que para santficarse deba el cristiano ingresar en una orden religiosa de vida contemplativa para vivir lejos de las cosas de la tierra. Sería un gran error. La santidad es para todos, y en todos los estados y modos de vida se puede de hecho alcanzar. La clave del secreto esta en hacer todas las cosas por amor– “ora comáis, ora bebáis…”, decía san Pablo (1 Cor 10, 31)- Aunque se trate de un vivir sin brillo y sin apariencia alguna. Este fue el último pensamiento que sor Isabel de la Trinidad ofreció a sus hermanas que reciban junto a ella las oraciones de los agonizantes: “A la tarde de la vida todo pasa; sólo peramence el amor. Es preciso hacer todo por amor”. Y santa Teresita de Lisieux, la víspera de su muerte, dijo a su hermana Celina que le pedía una palabra de adiós: Ya lo he dicho todo: lo único que vale es el amor.
“Aquí comienza- escribe a este propósito el P. Philipon– la diferencia entre los santos y nosotros. En sus acciones los santos buscan la gloria de su Dios “ya sea que coman, ya que beban”, mientras que muchas almas cristianas no saben encontrar a Dios ni siquiera en la oración, porque imaginan que la vida espiritual es cierta cosa inaccesible, reservada a un pequeño número de almas privilegiadas, llamadas “místicas” y lo complican todo. La verdadera mística es la del bautismo, en vistas a la Trinidad y bajo el sello del Crucificado, esto es, en la trivialidad de todos los renunciamientos cotidianos”. (L.c. p.107)
- Recogimiento profundo
Es preciso, sin embargo, evitar la disipación del alma y el derramarse al exterior inútilmente. En cualquier género de vida en la que la divina Providencia haya qeurido colocarnos, se impone siempre la necesidad de recogerse al interior de nuestra alma para entrar en contacto y conversación íntima con nuestros divinos huéspedes. Es inútil tratar de santificarse en medio del bullicio del mundo, sin renunciar a la mayor parte de sus placeres y diversiones, por muy honestos e inocentes que sean. Ni la espiritualidad monástica, ni la llamada “espiritualidad seglar”, podrán conducir jamás a nadie a la cima de la perfección cristiana si el alma no renuncia, al precio que sea, a todo lo que pueda disiparla o derramarla al exterior. Sin recogimiento, sin vida de oración, sin trato íntimo con la Santísima Trinidad presente en el fondo de nuestras almas, nadie se santificará jamás, ni en el claustro ni en el mundo. Deberían tener presente este principio indiscutible los que propugnan con tanto entusiasmo una espiritualidad perfectamente compatible con todas las disipaciones de la vida mundana, so pretexto de que “hay que santificarlo todo” y de que el seglar “no puede santificarse a la manera de los monjes” y de que “no puede ni debe renunciar a nada de lo que lleva consigo la vida ordinaria en el mundo”, a excepción, naturalmente, del pecado. Los que así piensan pueden tener la seguridad de que no llegarán jamás a la cumbre de la perfección cristiana. Cristo se dirigió a todos los cristianos, y no solamente a los monjes, cuando pronuncio aquellas palabras que no perderán jamás su actualidad “si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome cada día su cruz y sígame” (Lc 9, 23)
- Actos fervientes de adoración
El recogimiento hacia el interior de nuestra al ma ha de impulsarnoa practicar con frecuencia fervientes actos de adoración a nuestros divinos huéspedes. Como es sabido, el mérito sobrenatural no consiste en la mera posesión de los hábitos infusos, sino en su ejercicio o actualización (Cf. I-II 71, 5ad 1; II-II 79, 3 ad 4 etc.) Y cada nuevo aumento de gracia santificante lleva consigo una nueva presencia de la Santísima Trinidad, o sea, una radicación más profunda en lo más hondo de neustras almas (Cf. I 43, 6 ad 2).
Para ello, practiquemos con ferviente espíritu, llenándolas de sentido, nuestras devociones trinitarias:
- El « Gloria Patri et Filio»…, que tantas veces recitamos distráidos, es un excelente acto de adoración y de alabanza de gloria de la Trinidad beatísima. Dom Columba Marmión tenía adquirida la costubre de asociar a cada Gloria Patri del final de los salmos la petición de sentirse y vivir cada vez más intensamente su filiación adoptivia. Es una excelente práctica, altamente santificadora.
- El “Gloria en excelsis Deo” de la misa es una manífica plegaria trinitaria, impregnada de alabanza y de amor. Muchas almas inteirores hacen consistir su oración mental en irlo recorriendo lentamente, empapando su alma de los sublimes pensamientos que encierra, y dejando arder suavemente su corazón en el fuego del amor.
- El “Sanctus, Sanctus, Sanctus”, que oyeron cantar en el cielo a los bienaventurados el profeta Isaías (Is 6, 3) y el vidente del Apocalipsis (Ap 4, 8), debería consituir para el cristiano, ya desde esta vida, su himno predilecto de alabanza y de gloria de la Trinidad Beatísima.
- El símbolo “Quicumque” es otro motivo bellísimo de santa y fecunda meditación del misterio trinitario.
- La Misa votiva de la Santísima Trinidad era celebrada con frecuencia por san Juan de la Cruz “porque estoy firmemente persuadido-decía con gracia- que la Santísima Trinidad es el santo más grande del cielo”.
En fin, hay otros muchos medios de fomentar en nosotros los actos de adoración a la Trinidad Beatísima. A muchas almas les va muy bien la meditación sosegada y afectiva de la sublime “elevación” de sor Isabel de la Trinidad: “Oh Dios mío, Trinidad que adoro!…” Otras se preocupan de multiplicar los actos de adoración, reparación, petición y acción de gracias que son los propios y específicos del sacrificio como supremo acto de culto y veneración a Dios. Otras siguen otros procedimientos y emplean otros métdos que el Espíritu Santo les sugiere. Lo importante es intensificar, como quiera que sea, nuesto contacto íntimo con las divinas personas uqe stán inhabitado con entrañas de amor lo más hondo de nuestras almas.
Nota: «Adoración de la Santísima Trinidad» de Albrecht Dürer (1511)