Sb 9, 13-18; Sal 89; Fil 9-10.12-17; +Lc 14, 25-33
Todo aquel que se llame cristiano revela como clave de su identidad que es un discípulo de Cristo, que le tiene a Él por Maestro, por Modelo y por Guía. Jesús, con sus palabras y obras, le muestra al hombre lo que Dios ha pensado para él desde toda la eternidad. En este Divino Maestro el hombre encuentra lo que significa el vivir como un hijo amado del Padre, como un hombre que se deja conducir por la acción del Espíritu Santo. Es Jesús la luz que ilumina nuestro camino hacia el cielo.
La Palabra que nos ha sido anunciada en este día, nos revela que todo discipulado es una entrega total a Dios, una entrega de todo nuestro ser y hacer, y esta entrega implica: una renuncia “niéguese a sí mismo”, una disposición “tome su cruz” y una acción “sígame”. Y ¿hacia dónde lo seguimos? Al cielo, a la comunión plena y perfecta con Dios Uno y Trino, a la vida bienaventurada, al gozo del amor eterno que nos creó y nos redimió.
El premio es precioso y todos lo anhelan, pero Jesús nos advierte, con la parábola de la torre y de un rey en combate, que para vivir en esta dimensión de abnegación, de cargar con la cruz y de seguirle, es necesario que nos esforcemos.
Escribía ya un maestro de vida espiritual llamado Juan Taulero:
… vemos que muchos siguen los caminos de este mundo para obtener honores irrisorios, y para esto renuncian a la comodidad física, a su hogar, a sus amigos, exponiéndose a los peligros de la guerra ¡todo esto para adquirir bienes exteriores! Resulta lógico y plenamente justo que nosotros hagamos una renuncia total para adquirir el bien puro que es Dios, y que de este modo sigamos a nuestro Maestro… No es raro encontrar hombres que desean ser testigos del Señor en la paz, es decir, que todo resulte según sus deseos.
De buena gana quieren llegar a ser santos, pero sin cansancio, sin aburrimiento, sin dificultad, sin que les cueste nada. Desean conocer a Dios, gustarlo, sentirlo, pero sin que haya amargura. Entonces, ocurre que en cuanto hay que trabajar, en cuanto aparece la amargura, las tinieblas y las tentaciones, en cuanto no sienten a Dios y se sienten abandonados interna y externamente, sus bellas resoluciones se desvanecen. Estos no son verdaderos testigos, testigos como los que necesita el Salvador… ¡Ojalá podamos librarnos de este tipo de búsqueda que carece de trabajos, amarguras y tinieblas y encontremos la paz en todo tiempo, incluso en la desgracia! Es ahí solamente donde nace la verdadera paz, la que permanece.
El libro de la sabiduría nos anunciaba que difícil era para el hombre conocer lo que Dios piensa, sus designios, los misterios que envuelven sus planes, sin embargo, en Jesús, nos fue revelado el plan divino de amor y salvación para el hombre, lo que Dios había pensado hacer con él, Dios quiso hacernos gozar de su amor e incorporarnos a su familia, al punto de llamarnos hijos, esa es nuestra dignidad.
Por ello decía san Basilio en su Regla:
Renunciarse es, pues, desatar los lazos que nos atan a esta vida terrestre y pasajera, liberarse de las contingencias humanas, a fin de hacernos más aptos para caminar por el camino que conduce a Dios. Es liberarse de los impedimentos a fin de poseer y usar los bienes que son “mucho más preciosos que el oro y la plata” (Sl 18,11). Y para decirlo del todo, renunciarse es transportar el corazón humano a la vida del cielo, de tal manera que se pueda decir: “Nuestra patria está en el cielo” (Flp 3,20). Y, sobre todo, es empezar a ser semejante a Cristo, que por nosotros se hizo pobre, él que era rico (2C 8,9). Debemos asemejarnos a Él si queremos vivir según el Evangelio.
Que el Señor nos conceda la gracia en este día de saber hacer vida esta palabra, y así obtener la verdadera libertad y la herencia eterna que nos ha sido prometida.
IMG: «Flagleación del Señor» de Caravaggio