Saliendo de la indiferencia

«Si no oyen a Moisés y a los profetas, tampoco se convencerán aunque un muerto resucite» Lc 16, 31

XXVI Domingo del Tiempo Ordinario – Ciclo C

Am 6, 1.4-7; Sal 145; 1 Tim 6, 11-16; +Lc 16, 19-31

Cuando escuchamos palabras como la que hoy ha sido pronunciada habitualmente tenemos dos reacciones: por un lado la de aquel que atemorizado por el castigo y las consecuencias del pecado siente turbado su corazón, se llena de ansiedad y desesperanza al darse cuenta que no está viviendo según la voluntad de Dios, y por otro la de aquel que movido, irónicamente, por la indiferencia, busca excusarse o mejor dicho justificarse, diciendo “hay que saberlo interpretar” “el Señor no es tan duro” “al final esperaré a mi agonía para pedir perdón al Señor si me equivoco” u otras expresiones por el estilo.

En esta ocasión quiero invitarles a que hagamos un ejercicio de silencio, no sólo exterior, tan necesario para que se escuchen las palabras; sino sobre todo interior, hagamos que callen por un momento tres voces: la voz de la culpabilidad malsana, que se distingue del dolor por el pecado porque nos paraliza y no nos mueve a la conversión; la voz de la autojustificación o autodefensa que enredándonos entre tanto argumento nos cierra el corazón evitando que sea Cristo quien nos justifique; y la voz del ego, del “ya lo sé”, que nos cierra el corazón a las mociones que el Espíritu Santo, Caridad infinita, pueda suscitar en nosotros.

Tanto el profeta Amós como las palabras de Jesús en el Evangelio nos están invitando desde la semana pasada a hacer un examen sobre cómo está nuestra relación con los hermanos que pasan por graves necesidades, aquellos que son tocados por la miseria, miseria que el Papa Francisco tipifica en tres grupos: miseria material, como la de aquel que carece de los medios necesarios de subsistencia; miseria moral como la de aquel que vive sumergido y empecinado en una vida de pecado mortal;  y miseria espiritual, como la de aquel que ha caído en la tibieza espiritual, que vive pensando en que el cristianismo es sólo un buscar evitar el pecado, olvidándose de las alturas para las que fue creado y redimido, de la gran vocación que tiene como hijo amado del Padre de vivir en santidad.

Sabemos que lo que el Señor condena sobre el llamado rico “Epulón” y en el pueblo infiel, no es la posesión de una vivienda especial, comida, o cualquier otro bien, sino la indiferencia frente al hermano que pasa hambre, que está en necesidad frente a sus narices, y que no es capaz de ver. ¿Dónde está la raíz de esta actitud? La encontramos en la idolatría de lo bienes, en el afán desordenado de su posesión, en el afán desordenado de aparecer, en el afán desordenado de llenarse de riquezas.

La gula siempre sale a relucir en ambas ocasiones, se trata de un vicio que se caracteriza por el deseo inmoderado de llenarse de comida y caracteriza muchas veces un estilo de vida licencioso, es un vicio que tiene su raíz más profunda en la insatisfacción propia de aquel que experimenta un vacío dentro de sí, un vacío infinito que debe ser colmado, un vacío que solo puede ser colmado por Aquel que es infinito, un vacío que sólo puede ser llenado por el amor misericordioso del Señor.

Tristemente, en el afán de saciarse el hombre comienza muchas a veces a buscar “sustitutos” que generalmente terminarán por provocarle un embotamiento de su entendimiento y una paralización de su voluntad, su capacidad de conocer la verdad y de actuar en la búsqueda del bien se ven obstaculizadas y entorpecidas. Así como cuando una persona come mucho y no puede ni moverse ni pensar, cayendo presa de una especie de sueño. Así el hombre que busca saciarse por lo que no alimenta termina en última instancia como uno que es incapaz de ver y reconocer al hermano que pasa necesidad, y por ende tampoco procurará ayudarle en aquello que necesita.

Aquí aprovecho, para hacer un paréntesis de profundización sobre el vicio de la gula, de lo anterior también podemos colegir que la gula también se puede manifestar a nivel espiritual de otras maneras, por ej. Aquella persona que busca andar detrás de experiencias puramente sentimentales pero que no constituyen un encuentro real con el Señor, lo cual se evidencia en un no dar frutos de conversión; aquella persona que en principio parece ser muy amistosa pero detrás de la cual se esconde alguien que mendiga afectos, no es estable parece ángel del farolito de visita en visita, que vive reclamando cuando no se le atiende en el momento que ella quiere, y que casi que acosa buscando atención; aquella persona que busca sólo vivir emociones fuertes pero pasajeras, y que ansía cada vez algo más intenso, pero en la cual no se genera ninguna experiencia ni profundidad. Es bueno examinarnos y reflexionar en nuestras vidas, si quizás estamos siendo seducidos por este vicio.

Volviendo a nuestro punto, aunque el afán desordenado de riquezas, bienes, posiciones sociales, etc. nos enceguece nuestra capacidad de ver al hermano, no todo está perdido, es más aquello que puede ser ocasión de vicio, podemos aprovecharlo y transformarlo en ocasión de virtud, cuando nos lanzamos a la ayuda de nuestros hermanos más necesitados. Todo está en como administro aquello que me ha sido dado. Recordemos aquel famoso principio ignaciano del “tanto cuanto”, me he de servir de los bienes tanto cuanto me acerquen al Señor, y me he de privar, alejar u olvidar de ellos tanto cuanto me alejen de Él.

Que resuenen y hagan mella en nuestro corazón las palabras de san Pablo a san Timoteo “Tú como hombre de Dios, lleva una vida de rectitud, piedad, fe amor, paciencia y mansedumbre. Lucha en el noble combate de la fe, conquista la vida eterna a la que has sido llamado y de la que hiciste tan admirable profesión ante numerosos testigos” y tengamos siempre presente cuál es la naturaleza del amor y servicio a los pobres: Cristo siendo rico se hizo pobre, al punto de identificarse con ellos “cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis” y si nosotros hemos hecho experiencia del amor de Dios, como no vamos a corresponderle amando a los que Él ama.

En este domingo cuestionémonos ¿cómo esta mi relación con los bienes? ¿estoy buscando sustitutos para saciar mi sed de Dios? ¿si-no, cuáles? ¿cómo está mi relación el prójimo? ¿cómo se está manifestando en mi vida la indiferencia frente al hermano? ¿de dónde me viene? Que el Señor infunda en nosotros el don de su santo Espíritu para que podamos discernir aquello que muchas veces se nos oculta. Así sea.

IMG: Lázaro y el rico en un Códice del siglo IX, Codex Aureus Epternacensis