Martes – IV semana del tiempo ordinario – Año par
Nuevamente la grandeza de Dios se manifiesta en el corazón de David, porque prevalece en él no la alegría por el mal de su enemigo, sino sus sentimientos de padre por la pérdida de un hijo. Así el perdón se pone por encima de la venganza, y de hecho con los que habían apoyada la revuelta de Absalón buscará establecer paz y concordia por el bien del Reino. En todo esto se puede entrever las actitudes que se producen en un hombre según el corazón de Dios, en uno que brilla y arde porque el Espíritu del Señor se mueve en él.
Se nos manifiesta un cambio de categorías, David no vio en los hombres meros enemigos sino que, en Absalón vio a su hijo, en Semeí un hombre mediante el cual Dios le purificaba, en Saúl vio al consagrado del Señor, David miraba más lejos, no obstante sus debilidades y sus pecados, el rey de Israel supo volver continuamente al Señor, renovando la visión de su propia historia.
Él es ejemplo y ocasión para nosotros de meditar sobre el estado de nuestro corazón. Ciertamente David es una figura, un anuncio, de como será el corazón de Cristo, capaz de perdonar incluso a aquellos que le propiciaron la muerte en cruz, y como las gracias que derrama el perdón van más allá de lo evidente.
Siendo figura David, por grande que sea, es aun muy pequeño en comparación a la realidad que anuncia. El modelo para nosotros es el corazón de Cristo. Habitualmente escuchamos que hemos de imitar el modo en que el Señor actuaba, sin embargo, hemos de recordar que la cosa es mucho más profunda, pues para llegar a ese punto hemos de, en primer lugar, disponernos a su gracia, a través de la oración y meditación de la Sagrada Escritura y dejarnos transformar por ella en los Sacramentos, particularmente la Eucaristía y la Reconciliación, y según la vocación particular de cada uno en la vivencia de un Matrimonio o Sacerdocio santos, pues en la fidelidad a la propia vocación también hay ocasión de crecer en estas gracia que el Señor nos infunde. La imitación de Cristo implica que se forjen en nosotros los mismos sentimientos del Corazón de Jesús y coherentemente también aprendamos a pensar con sus categorías, las cuales encontramos en la Sagrada Escritura, en la Tradición y en la enseñanza que nos transmite la Iglesia, de modo especial a través del Papa. Sintonizando nuestros pensamientos y sentimientos a los de Cristo hemos de llegar a querer lo que Dios quiera, quererlo como Él quiera, quererlo cuándo el quiera y quererlo porque el lo quiera.
Para que así nuestras actitudes y comportamientos, broten no de un mero “cumplimiento del deber” sino de la consciencia de haber sido amados y redimidos por Jesús, hechos hijos de Dios en el Bautismo y partícipes de su misma vida divina, viviendo una vida animada por el Amor y desde las categorías del amor que nos presenta el Evangelio.
Hoy por ejemplo, nos manifiesta su grandeza, pues acoge y bendice al que recurre a Él con fe, como hizo con la hemorroísa; como escucha la súplica de aquellos que interceden por los demás como los padres de la niña enferma; y como va en busca de aquel que no puede venir a Él como la niña que resucitará. Su Corazón lleno de compasión y misericordia capaz de curar no solo una enfermedad material sino de restablecer los ánimos de una mujer que había sufrido por años, un corazón lleno del amor que es capaz de transmitir vida y esperanza cuando ya muchos habían tirado la toalla, un corazón humilde y sencillo que en el silencio busca mostrarse a los hombres no como un mesías político-militar, sino como el Dios que viene para llevar todo a su plenitud de vida. Este es el Corazón de Jesús, al cual nuestros corazones han de unirse, y el cuyo amor deben edificarse.
«¿Qué significa construir vuestra vida en Cristo? -preguntaba san Juan Pablo II a los jóvenes en Chile hace más de 30 años- Significa dejaros comprometer por su amor. Un amor que pide coherencia en el propio comportamiento, que exige acomodar la propia conducta a la doctrina y a los mandamientos de Jesucristo y de su Iglesia; un amor que llena nuestras vidas de una felicidad y de una paz que el mundo no puede dar (cf. Jn 14, 27), a pesar de que tanto la necesita. No tengáis miedo a las exigencias del amor de Cristo. Temed, por el contrario, la pusilanimidad, la ligereza, la comodidad, el egoísmo; todo aquello que quiera acallar la voz de Cristo que, dirigiéndose a cada una, a cada uno, repite: “Contigo hablo, levántate” ( Mc 5, 41).»
Que el Padre eterno nos conceda en este día la gracia de ir forjando nuestros corazones en el fuego de su Santo Espíritu, para que cada vez más, puedan latir al ritmo del Sagrado Corazón de Jesucristo.
IMG: Resurrección de la hija de Jairo por John Lawson