3. Sobre el silencio

«Señor, mi corazón no es ambicioso, ni mis ojos altaneros; no pretendo grandezas que superan mi capacidad.  Sino que acallo y modero mis deseos, como un niño en brazos de su madre; como un niño saciado así está mi alma dentro de mí.» Sal 131 (130), 1-2

El aprender a hacer silencio es sumamente importante para nuestra vida espiritual, exteriormente ciertamente se trata de crear un ambiente favorable para el diálogo con Dios, pero cuando este es una preparación para el silencio interior es ahí donde nuestra vida espiritual se transforma y comienza a dar pasos de gigante, puesto que sale a luz lo que llevamos dentro y la palabra del Señor actúa en nosotros.

Para este discurso seguiremos al Beato María Eugenio del Niño Jesús en su obra “Quiero ver a Dios” precioso tesoro de espiritualidad cristiana, en él se dedica un apartado al silencio y particularmente a las diversas formas de silencio.

Nos enseña el religioso carmelita en primer lugar que existen dos tipos de silencio, el exterior y el interior, al cual él asocia con el silencio de la lengua y el silencio de las potencias interiores del alma (entendimiento y voluntad). Cada forma de silencio debe abordarse de un modo particular puesto que su ejercicio en la vida espiritual va regido con sus propias reglas.

3.1 Silencio de la lengua

Es la primera cosa que viene a la mente cuando se habla de silencio, estar callado, lo cual indica lo importante que es mortificarnos en este punto. Es curioso como esta pequeña parte del cuerpo ha sido tantas veces elogiada o criticada, basta pensar todo el discurso que se hace sobre ella en el capítulo tercero de la carta de Santiago.

La lengua es un símbolo del habla “Lo que el alma tiene de más íntimo y personal lo exterioriza la palabra cuando, para comunicarlos, expresa los pensamientos y sentimientos”[1] y esto puede ser positivo cuando se comunica alegría y fuerza o se ilumina una realidad o incluso, cuando ella sirve de instrumento para comunicar el amor. Pero hemos de ser cautos, a la hora de comunicar nuestra vida interior, y recordar, que los excesos son dañinos y la debida mortificación de la lengua ayuda a mantener las cosas bien encausadas.

Es interesante notar como las conversaciones ociosas dejan un cierto sin sabor después de momentos de recogimiento en la oración ¿cuántas veces al salir de la santa Misa o, más aún, quizás luego de pasar un largo rato ante el Santísimo Sacramento en una capilla hemos sentido que aquella paz y serenidad, que aquel perfume suave se pierde al contacto de una conversación vana?

«De esta forma, la charlatanería» concebida como una «tendencia a exteriorizar todos los tesoros del alma con la expresión verbal- es especialmente nociva a la vida espiritual. Su movimiento está en dirección inversa de la vida espiritual, que se interioriza sin cesar por la aproximación a Dios. Arrastrado hacia el exterior por su necesidad de contarlo todo, el charlatán no puede menos que estar alejado de Dios y de toda actividad profunda…El charlatán no tiene tiempo – y pronto ni gusto- para recogerse, para pensar, ni para vivir profundamente. Por la agitación que crea a su alrededor, impide a los demás el trabajo y el recogimiento fecundos. Superficial y vano, el charlatán es un ser peligroso. Por otra parte, no se podrían calificar de charlatanería las conversaciones, por prolongadas que sean, que imponen el deber de estado y la caridad bien ordenada»[2].

Ciertamente hace falta discernir, pero es sumamente importante aprender a rectificar y recobrar aquella actitud de recogimiento a la que nos ayuda el guardar momentos de silencio durante la jornada.

«La Regla del Carmelo, siguiendo a Isaías sin desconocer que en ocasiones hay una obligación en comunicar las disposiciones o gracias recibidas, o la utilidad que tiene el escribirlas para ayudar a precisarlas y trabajarlas, recuerda con el profeta Isaías (30, 15) “vuestra fortaleza estará en el silencio y en la esperanza: en el silencio, que conserva intactas y puras las energías del alma y las preserva de la dispersión; en la esperanza que tiene hacia Dios, para buscar en él luz y apoyo. Los prolongados desahogos espirituales, dispersan, en efecto, las luces y las fuerzas recibidas, y en consecuencia debilitan. En hablar mucho se pierde el tiempo y el alma se vacía. En expresar a Dios hasta la saciedad los sentimientos ardientes de una comunión ferviente, se despoja el alma de fuerzas para la acción: todo el vigor sacado de Dios se va en esa oleada sabrosa de palabras»[3]

Ahora bien, para evitar el peligro de una excesiva tensión o rigidez de silencio se requieren espacios de esparcimientos. Incluso los monjes cartujos que profesan voto de silencio y viven como eremitas, tienen tiempos de vida comunitaria y recreo. Hay una historia que comentaba entre los antiguos monjes que buscaba transmitir esta lección, se dice que un día un cazador se encontró con el apóstol san Juan en medio de un bosque, y quedó sorprendido al ver que este estaba acariciando un pequeño animalito, el cazador que conocía quien era el que tenía frente a sus ojos le preguntó “¿acaso no debería estar orando?” a lo que el apóstol respondió: “¿Tú, eres cazador?” a lo que el hombre respondió afirmativamente mientras le mostraba su arco y flechas, el apóstol prosiguió: “¿por qué, entonces, no siempre tienes listo y tenso tu arco con una flecha cargada” a lo que  aquel hombre respondió “porque si siempre lo tengo tenso, el arco pierde su fuerza”, a lo que el apóstol contestó: “lo mismo hago yo”.

No se trata de que en la vida espiritual hay que tomar vacaciones, ¡ay de aquel que piensa así! Más temprano retrocederá que avanzará, sino que se trata de cambiar de actividades de modo que las diferentes dimensiones de nuestro crecimiento espiritual vayan progresando.

Volviendo a nuestro discurso, el ejercicio del silencio exterior implica la mortificación de nuestra actividad natural, en este segundo punto nos encontramos que ante el quehacer diario que vivimos, en ocasiones nos dejamos llevar por el vaivén de actividades que queremos realizar a lo largo de la jornada, cayendo en la trampa del activismo. «A veces puede ser un error no sólo práctico, sino especulativo (teórico); así sucede en muchas almas cristianas, incluso cultas (que han recibido cierta formación). Se convierte entonces en una especie de positivismo religioso que no cree más que en el valor de la actividad humana para producir efectos sobrenaturales y para edificar el cuerpo místico de Cristo. No comprende ni admite que se reserve a la oración silenciosa una parte notable del día y, sobre todo, que se consagren vidas enteras exclusivamente a la oración y al sacrificio para hacer brotar fuentes de vida fecunda en la Iglesia” frente a esta postura que alguno ha llamado la “herejía de las obras” está también la tendencia contraria “¿no se halla a veces en otro campo…cierto menosprecio por la acción, que puede llegar hasta el desprecio de la vida activa y la firme convicción de que sólo la vida contemplativa es capaz de producir la santidad encumbrada?»[4]

Hemos de recordar mantener el justo medio, según nuestra vocación particular, todos también estamos llamados a la contemplación de Dios, a la vida de oración, de otro modo el alma no tiene su mirada puesta en su fin último, ni puede alimentarse, se trata de una contemplación que se derrama en obras fecundas. Algunos elementos prácticos que se nos aconsejan para mantener este justo equilibrio son:

  1. “Dedicar celosamente a la oración el tiempo prescrito por la obediencia y preservarlo del acaparamiento de la acción”[5]. Esta ciertamente aplica claramente para aquellos cuya vida implica el someterse a superior legítimo como los monjes de clausura frente al Abad o los seminaristas frente al Rector, aquellos que no lo han hecho pueden optar por hacer un horario de actividades diarias contemplando por ejemplo dedicar una hora determinada para la oración, es hermoso observar cómo algunas personas que trabajan cerca de las capillas de adoración van a una hora determinada, muchas veces durante su tiempo de almuerzo, a hacer oración con su Biblia en mano. Recordemos las palabras de Jesús en el Evangelio: “Buscad el reino de Dios y su justicia y todo lo demás se os dará por añadidura” (Mt 6, 33)
  2. “Dedicar a la actividad, especialmente a los deberes de estado, todo el tiempo y todas las energías que exige su perfecto cumplimiento.”[6] Cada cosa en su lugar, el tiempo para trabajar hay que aplicarlo a eso, el tiempo para estudiar, de igual manera, un tiempo para pasar en familia, un tiempo para descansar, buscar siempre procurar el bien en cada ocasión y realizarlo en el mejor modo posible.
  3. “La actividad es beneficiosa al alma que se sirve de ella para identificarse con la voluntad de Dios. Se hace perjudicial si va acompañada de apasionamiento”[7] Recordar que cada tanto conviene purificar la intención podemos repetirnos “estos lo hago por amor a Dios” o “todo sea para Gloria de Dios”.

3.2 Silencio interior

Dios habita en lo más profundo de nuestro ser, en el centro del alma dirán algunos santos, por tanto, todo esfuerzo que realicemos por favorecer el silencio exterior sólo adquiere sentido cuando nos sumergimos en las profundidades del silencio del corazón, para descubrir la vos del Maestro Interior que nos habla.

Para ejercitar este silencio en un primer momento podemos servirnos de las leyes psicológicas que regulan la actividad de las facultades humanas. Recordemos “La voluntad ejerce un control directo sobre la actividad de la imaginación y del entendimiento; puede detenerla, alejarla de tal o cual objeto, fijarla en otro de su preferencia…Este ejercicio directo no puede ser constante. Se ejerce por actos sucesivos que la voluntad no puede multiplicar hasta hacer continuos. Entre cada uno de ellos, las facultades vuelven a encontrar cierta independencia con respecto a la voluntad, de la que no se sirven más que para someterse a las leyes complejas de la sucesión de imágenes y para sufrir los choques de las percepciones exteriores, puede ésta obrar indirectamente, colocando las facultades en un cuadro en el que se suprimirán los objetos que podrían distraerlas y se les hará presentes lo que las oriente hacia Dios.”[8]

El punto aquí es acallar el interior, para ello hemos de poner toda nuestra atención en Dios, en estar con Él. En primer lugar, hemos de buscar calmar nuestras pasiones en la medida de los posible, el silencio exterior ayudará a esto, buscar calmar nuestras agitaciones, particularmente si previamente hemos estado sometidos a una actividad intensa, la oración va preparada. Luego podemos recurrir al uso de oraciones vocales, a una imagen, a la lectura meditada, todo aquello que nos ayude a poner nuestra atención en el Señor.

Cada quién debe descubrir lo que le ayuda a recogerse, a ponerse en contacto con el Señor y descubrir su presencia, y luego dejarnos en Él, hablarle ciertamente, como con la oración mental, o quizás poner en él los afectos que se suscitan en nuestra alma, o a veces simplemente estar ahí aunque no sepamos qué decir, buscándole escuchar, y si todo lo que percibimos es silencio, no temer estar perdiendo el tiempo, sino permanecer en serenidad y tranquilidad con la certeza de que Él está ahí aunque uno no le sienta ni le oiga. (En estas ocasiones podría usarse prudentemente un libro de lectura espiritual)

El alma se alimenta por los sentidos, y todo aquello que entra en ella también podrá favorecer o entorpecer el silencio interior. Por ej. Una persona que ha pasado viendo una película de acción con imágenes que impresionan la imaginación, que van a alta velocidad, sonidos estridentes, etc. muy difícilmente pasara a la oración de manera inmediata, su mente se encuentra agitada y su imaginación está elaborando nuevas construcciones a partir de las imágenes que ha apenas recibido; otro tanto puede decirse el efecto de las redes sociales, noticias, videos etc. Son elementos que dispersan, y dispersión es el nombre que recibe el ruido en el interior del alma. Por ello antes de orar siempre buscar alejarnos de todo aquello que nos dispersa.

Es importante aquí también recordar que el Señor nos habla de muchas maneras, a veces en los momentos de oración, otras veces fuera de ellos a través de diferentes situaciones que dejaron una impresión en nuestro corazón, y que luego podemos examinar y llevar a la oración, para descubrir lo que Dios nos está queriendo decir.

«Escribía san Ignacio de Antioquía que “quien ha comprendido las palabras del Señor, comprende su silencio, porque al Señor se le conoce en su silencio”. El silencio de Dios es a menudo para el hombre el “lugar”, la posibilidad y la premisa para escuchar a Dios, en vez de escucharse solo a sí mismo. Sin la voz silenciosa de Dios en la oración, “el yo humano acaba por encerrarse en sí mismo, y la conciencia, que debería ser eco de la voz de Dios, corre el peligro de reducirse a un espejo del yo, de forma que el coloquio interior se transforma en un monólogo, dando pie a mil autojustificaciones”»[9]

 «El silencio es capaz de abrir un espacio interior en lo más íntimo de nosotros mismos, para hacer que allí habite Dios, para que su Palabra permanezca en nosotros, para que el amor a Él arraigue en nuestra mente y en nuestro corazón, y anime nuestra vida»[10].

«La fuerza que, en silencio, sin hacer ruido, cambia el mundo y lo transforma en el reino de Dios, y la oración es expresión de la fe (…). Dios no puede cambiar las cosas sin nuestra conversión, y nuestra verdadera conversión comienza con el “grito” del alma, que implora perdón y salvación»[11].

 Y es más importante aún que cuando presentamos las cosas ante Dios aprender a callar, las voces de la de la soberbia y de la falsa humildad que discretamente se van colando. Si encontramos algo bueno, dar gloria a Dios y atribuirle a Él la gracia de eso bueno que ha hecho en nosotros, o por nosotros, o con nosotros; y si encontramos algo malo, pues darle gloria porque nos presenta una oportunidad de reencaminarnos y fortalecernos, sea que hayamos fallado por negligencia o fragilidad, y si cometimos un mal deliberadamente rogar la gracia de la conversión y el arrepentimiento para poder llorar nuestro pecado y poder volver a ver su luz.

Pero también hay otras voces que acallar en este silencio interior, la voz de la autosuficiencia, del que se cree poder hacer todo solo y termina “construyéndose” la voluntad de Dios;  la voz de la autojustificación, del que nunca se equivoca o pide perdón, siempre tiene la razón y nadie lo comprende; y la de la auto victimización, es decir la del que se vive quejando y lamentando por todo, sea porque lo viva atribuyendo a otros o sea porque se atribuya a sí mismo la culpa en una manera mal sana, disfrazando la soberbia bajo la apariencia de un falso dolor por su pecado, es aquel que no le duele haber ofendido a Jesús, sino el no haber podido cumplir con su propio plan, llora no porque lastimó a su amigo sino porque las cosas no salieron como él quería.

El silencio interior requiere la humildad, de saber reconocer que soy lo que soy delante de Dios, nada más ni nada menos. Requiere el valor de aprender a verse a sí mismo a la luz de la verdad de Dios, requiere una mirada de fe, por ello decimos que para conocernos a nosotros mismos hemos de conocer a Dios. Y es Jesucristo quien revela al hombre, lo que el hombre realmente es.

¿Quieres entrar en el silencio y descubrir como Jesús quiere manifestarse a través de ti? Necesitas en primer lugar conocerlo a Él y no hay mejor modo de conocerlo que a través del Evangelio.

 Unos tips de santa Teresa de Calcuta para lograr el silencio interior:

«El silencio interior es muy difícil, pero debemos hacer un esfuerzo para orar. En el silencio encontraremos nuevas energías y verdadera unidad. La energía de Dios será la nuestra para hacer todas las cosas bien, y también lo será la unidad de nuestros pensamientos con Sus pensamientos, la unidad de nuestras oraciones con Sus oraciones, la unidad de nuestras acciones con Sus acciones, de nuestra vida con Su Vida. Todas nuestras palabras carecerán de valor sino vienen del interior. Las palabras que no transmiten la luz de Cristo incrementan las tinieblas.

Para hacer posible el verdadero silencio interior hemos de practicar:

El silencio de los ojos, buscando siempre la belleza y la bondad de Dios en cualquier lugar, cerrándolos ante las faltas ajenas y ante todo aquello que es pecaminoso y que disturba el alma.

El silencio de los oídos, escuchando siempre la voz de Dios y el clamor del pobre y del necesitado, cerrándolos a todas las voces que vienen del enemigo o de la naturaleza humana caída: por ej. Chismes, tale-bearing y las palabras faltas de caridad.

El silencio de la lengua, alabando a Dios y hablando la Palabra de Dios que da vida, es decir la Verdad que ilumina e inspira, trae paz, esperanza y gozo, y que refrenándose de la autodefensa y toda palabra que cause oscuridad, turbación, dolor y muerte.

Silencio de la mente, abriéndola a la verdad y al conocimiento de Dios en la oración y contemplación, como María que meditaba las maravillas del Señor en su corazón, y cerrándola a todas las mentiras, distracciones, pensamientos destructivos, juicios duros, falsas sospechas sobre otros, pensamientos vengativos y deseos;

Silencio del corazón, amando a Dios con todo el corazón, con toda el alma, con toda la mente y fuerza, y a los demás como Dios los ama, deseando solamente a Dios y evitando todo egoísmo, odio, envidia, celos y avaricia.»[12]

3.6 Escuchando la Voz de Dios en el Silencio

«El joven Samuel servía al Señor al lado de Elí. En aquellos días era rara la palabra del Señor y no eran frecuentes las visiones. Un día Elí estaba acostado en su habitación. Sus ojos habían comenzado a debilitarse y no podía ver. La lámpara de Dios aún no se había apagado y Samuel estaba acostado en el templo del Señor, donde se encontraba el Arca de Dios. Entonces el Señor llamó a Samuel. Este respondió: «Aquí estoy». Corrió adonde estaba Elí y dijo: «Aquí estoy, porque me has llamado». Respondió: «No te he llamado. Vuelve a acostarte». Fue y se acostó. El Señor volvió a llamar a Samuel. Se levantó Samuel, fue adonde estaba Elí y dijo: «Aquí estoy, porque me has llamado». Respondió: «No te he llamado, hijo mío. Vuelve a acostarte». Samuel no conocía aún al Señor, ni se le había manifestado todavía la palabra del Señor. El Señor llamó a Samuel, por tercera vez. Se levantó, fue adonde estaba Elí y dijo: «Aquí estoy, porque me has llamado». Comprendió entonces Elí que era el Señor el que llamaba al joven. Y dijo a Samuel: «Ve a acostarte. Y si te llama de nuevo, di: “Habla Señor, que tu siervo escucha”». Samuel fue a acostarse en su sitio. El Señor se presentó y llamó como las veces anteriores: «Samuel, Samuel». Respondió Samuel: «Habla, que tu siervo escucha». (1 Sam 3, 1-10)

En medio de la noche, cuando todo calla, cuando muchos duermen, cuando todo está en silencio, el Señor dirige su palabra. El texto que hemos leído del joven Samuel nos presenta diversas enseñanzas, el joven que aprende de alguien más experimentado a discernir la voz de Dios que habla, que no es sólo la escucha de un mensaje sino una actitud de apertura a su palabra, de docilidad del corazón, de disponibilidad.

Hay dos palabras preciosas en los labios del joven Samuel, por un lado “Aquí estoy porque me has llamado” palabras que muestran la prontitud de ánimo y la solicitud de aquel joven ante el llamado del sacerdote que le guiaba, por otro, “Habla Señor que tu siervo escucha” palabras que denotan el oído atento de aquel que se dispone a escuchar un mensaje importante, el reconocimiento de Dios como origen de aquella voz y la humildad del que se reconoce como servidor del todopoderoso.

Detrás de este relato vocacional encontramos dos palabras claves que todo cristiano debe tener en cuenta al momento de discernir la voluntad de Dios para su vida, el dejarse conducir por la mano de aquellos más experimentados y constituidos como autoridad, aprender a escuchar la voz de Dios guiados por la sabiduría de nuestra Madre la Iglesia; entrar en la noche del corazón, en el silencio de tantos acontecimientos que rodean nuestra vida, de hecho el santo Evangelio nos presenta el modelo por excelencia de esta actitud en Jesucristo, el cual se retiraba de continuo en lugares apartados para entrar en oración, escuchar la voz de Dios implica aprender a guardar un santo recogimiento, en el silencio exterior encontramos una herramienta para entrar en el silencio de interior de quien recoge sus sentidos, sus emociones y sus pensamientos arrebatándolos a la multiplicidad de situaciones que les rodean y les estimulan, en este silencio recogemos nuestra atención para enfocarla en un punto, en una palabra, en una imagen, en una idea, en un aspecto preciso que Dios nos está queriendo llevar a considerar.

Al entrar en nosotros mismos a través del santo recogimiento nos disponemos a acoger la voz de Dios que nos habla en la Sagrada Escritura, en la enseñanza del Papa y de los obispos, de la vida y palabras de los santos, buscamos hacer experiencia de la brisa suave del Espíritu Santo que nos conduce e ilumina, confrontamos nuestro ser, hacer y sentir con lo que Dios es, hace y a lo que nos mueve interiormente. Es la apertura de nuestra historia a la palabra que la transforma en historia de salvación.

El santo recogimiento es un preámbulo para aquella oración interior que eleva nuestra alma a Dios, un antiguo maestro espiritual llamado Juan Taulero decía al contemplar a Cristo orante:

«…libérate, de verdad, de ti mismo y de todas las cosas creadas, y levanta tu alma a Dios por encima de todas las criaturas, en el abismo profundo. Allí, sumerge tu espíritu en el Espíritu de Dios, en un verdadero abandono, en una unión verdadera con Dios. Allí, pide a Dios todo lo que quiere que se le pida, lo que deseas y lo que los hombres desean de ti. Y ten esto, por cierto: lo que es una insignificante moneda frente a cien mil monedas de oro, lo es toda oración exterior frente a esta oración que es unión verdadera con Dios, este derroche y esta fusión del espíritu creado en el Espíritu increado de Dios.

Si se te pide una oración, es bueno que la hagas de modo exterior como se te ha pedido y como lo prometiste. Pero, haciendo esto, conduce tu alma hacia las alturas y a tu desierto interior, empuja allí todo tu rebaño como Moisés (Ex 3,1). «Los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y verdad» (Jn 4,23). En esta oración interior se unifican todas las prácticas, todas fórmulas y todos los tipos de oración que desde Adán hasta hoy se han ofrecido y que serán todavía ofrecidos hasta el último día. Llevamos todo esto a su perfección en un instante, a través de este recogimiento verdadero y esencial.»[13]

La vida del orante produce frutos de vida eterna, de hecho, vemos como de Samuel se decía que era un auténtico profeta, el Señor estaba con él y sus palabras siempre se cumplían. Parece que encontramos un anuncio de aquello que se diría de Jesús al contemplar sus obras, ya que de Él se decía todo lo hacía bien (cf. Mc 7, 37), su palabra se cumplía y hablaba con gran autoridad, pero el signo distintivo no era que se dijese “que el Señor estaba con Él” sino que el Señor es Él, recordemos las palabras de san Juan que al verlo en la orilla del lago después de la resurección exclama con profunda alegría “Es el Señor” (Jn 21, 7).

La oración silenciosa, el entrar en nosotros mismos para llegar a ese Tú a tú a solas con Dios, se traduce en actitudes y comportamientos, pensamientos y sentimientos concretos. Quién ama no queda indiferente luego de haberse encontrado con su amado y amará lo que su amado ama. El encuentro con el Dios-amor transforma nuestra historia y nos lleva a hacer que otros hagan experiencia de ese amor que purifica el corazón, la mente y hasta incluso nuestra vida afectiva, de modo que todo se ordene al fin para el que fue creado: Dios mismo. Como escribiría san Juan de la Cruz: “sólo mora en este monte la honra y gloria de Dios”.

El trato con Jesús cautivaba a las multitudes, “Todo el mundo te busca” (Mc 1, 37) diría Pedro después que el Señor se había retirado a orar luego de predicar y hacer numerosas curaciones, acudían a Él no sólo por los milagros que realizaba, sino porque su vida acreditaba su bondad, la gente reconocía que entre ellos había uno que tenía autoridad, pero no era una autoridad en base a erudición o dominio despótico, sino en base a la coherencia de vida y al amor que manifestaba hacia aquellos que atendía, parafraseando a san Jerónimo la gente no acudía a Él sólo como médico, sino que encontraba en Él la medicina. Y sin embargo nuestro Redentor nos muestra como su amor no es excluyente y busca continuar a hacer el bien a los demás en otros lugares predicando el mensaje de la salvación.

Silencio, escucha, oración, disponibilidad, atención, obras de misericordia, todo va entrelazado por el hilo de la caridad, el hilo del amor, un hilo que humildemente va escondido detrás de todo el obrar cristiano, que es el obrar de Dios en el mundo, un hilo que entreteje toda la historia de la salvación.

[1] Beato María Eugenio del Niño Jesús, Quiero ver a Dios, Ed. De Espiritualidad, Madrid-2002, p. 423

[2] Ibid. p. 424-425

[3] Ibid p. 425

[4] Ibid. p.428

[5] Ibid 433

[6] Ibid 434

[7] Idem

[8] Idem

[9] Benedicto XVI, 6-02-2008

[10] Benedicto XVI; 07-03-2012

[11] Benedicto XVI 21-10-2007

[12] Santa Teresa de Calcuta, A life for God

[13] Juan Taulero, Sermón 15