4. Sobre la Mortificación y la Penitencia

«Cuando ayunéis, no pongáis cara triste, como los hipócritas que desfiguran sus rostros para hacer ver a los hombres que ayunan. En verdad os digo que ya han recibido su paga. Tú, en cambio, cuando ayunes, perfúmate la cabeza y lávate la cara, para que tu ayuno lo note, no los hombres, sino tu Padre, que está en lo escondido; y tu Padre, que ve en lo escondido, te recompensará.» Mt 6, 16-28

Cuando se piensa en el tiempo litúrgico de la cuaresma habitualmente vienen a la memoria la vivencia de las prescripciones eclesiásticas acerca del ayuno para el miércoles de ceniza y viernes santo y la abstinencia de carne los días viernes, estas son prácticas de mortificación corporal y penitencia que busca ayudarnos a refrenar las pasiones, ambos vocablos aunque están íntimamente relacionados tienen un matiz diverso, ciertamente ambos se valen del espíritu de compunción del corazón en vistas hacia una purificación del mismo, no se trata de vivir una mera espiritualidad “dolorística” en el que parece que el sufrir es un fin en sí mismo, sino antes bien es un hacer memoria en la cuaresma que en el Bautismo hemos sido sepultados con Cristo, muerto a nuestro hombre viejo, para resurgir llenos de la nueva vida que el Resucitado ha inaugurado el día de la Pascua, es un unirnos a Jesucristo en su Pasión y Muerte para gozar de los frutos de su Resurrección. Ahí donde está Él es que es la cabeza de la Iglesia ahí hemos de estar aquellos que somos sus miembros. La vía hacia el cielo nos fue mostrada por Él que se confesó a sí mismo como el camino, la verdad y la vida.

A continuación, presentamos una breve descripción de ambos tipos de prácticas que en la santa Cuaresma estamos llamados a renovar y vivir no como hechos aislados sino como hábitos en nuestra vida cotidiana para gozar de la plena libertad de los hijos de Dios.

4.1 Sobre la Mortificación

«Ahora me alegro de mis sufrimientos por vosotros: así completo en mi carne lo que falta a los padecimientos de Cristo, en favor de su cuerpo que es la Iglesia» Col 1, 24

«Por tanto, si habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes de allá arriba, donde Cristo está sentado a la derecha de Dios; aspirad a los bienes de arriba, no a los de la tierra. Porque habéis muerto; y vuestra vida está con Cristo escondida en Dios. Cuando aparezca Cristo, vida vuestra, entonces también vosotros apareceréis gloriosos, juntamente con él. En consecuencia, dad muerte a todo lo terreno que hay en vosotros: la fornicación, la impureza, la pasión, la codicia y la avaricia, que es una idolatría.» Col 3, 5

Mortificación, en sentido estricto, quiere decir “hacer morir”, pero ¿qué es lo que hay que hacer morir? Podríamos contestar “el hombre viejo”, la mortificación implica un participar en los sufrimientos de Cristo crucificado de modo que muera el pecado en mí y viva el hombre que Dios creó “Hombre y pecador…en las cuales hay dos cosas, una que viene de la naturaleza y otra de la culpa, una que Dios ha hecho y otra que he hecho yo. Yo debo destruir lo que he hecho, a fin de que Dios salve lo que Él ha hecho”[1]

La práctica de las mortificaciones, sean corporales (por ej. El ayuno) o espirituales (por ej. Dominio sobre la tendencia a la vana curiosidad), activas (si se han buscado deliberadamente) o pasivas (si se trata de aceptar desde la fe situaciones ajenas a la propia voluntad) siempre debe ser discernida con la ayuda de alguien más experimentado en la vida espiritual, por eso lo ideal es conversarlo con el confesor o director espiritual para evitar abusos sea por exceso sea por defecto.

«¡Qué discernimiento debe haber en la mortificación para distinguir en mí lo que el hombre y el pecador, entre la naturaleza y la culpa, a fin de destruir la muerte y salvar la vida! El punto difícil de la mortificación es saber romper la red y dar libertad al pájaro, matar el microbio y curar al enfermo, separar la vida de la muerte. Toda mortificación es verdadera cuando extirpa y mata lo que hay que extirpar y matar, y fortifica lo que hay que fortificar.

Las mortificaciones falsas, porque también hay mortificaciones falsas, hieren sin discernir, y bajo el impulso del genio del mal llegan fatalmente a matar lo que es necesario conservar y a conservar lo que sería necesario matar: en vez de crucificar en la carne los vicios y las concupiscencias, matan al hombre dejando en él sus pasiones y multiplicando frecuentemente sus vicios»[2]

La mortificación apunta a adquirir hábitos virtuosos, si durante el tiempo de cuaresma una joven se privó de ir al cine para pasar ese tiempo con su padre o con su madre ayudándole en los quehaceres del hogar, no significa que llegada la pascua pasará todo el tiempo viendo las películas que no vio en su momento tirando por la borda la práctica buena que había realizado. O, por ejemplo, el hombre que siempre los fines de semana come desmedidamente porque se siente cansado del trabajo del día a día, y busca de alguna manera recompensarse, y que durante la cuaresma se propuso practicar la virtud de la templanza moderándose en sus hábitos alimenticios, si llegada la pascua vuelve a sus antiguas prácticas, la mortificación no habrá de producir su fruto.

Otro ejemplo, quizás más ilustrativo, resulta que un joven durante el tiempo de cuaresma busca hacer recurso de este tiempo de gracia para luchar contra el vicio de ver pornografía, pone diversos medios para la lucha: se priva del uso de datos de internet en el celular, usa solamente una computadora para sus tareas y actividades de trabajo, incluso la coloca en un lugar común de la casa donde pasan todos, busca la confesión sacramental durante todos los viernes de la cuaresma, decide participar de la santa Misa diaria, busca escuchar durante este tiempo sólo música que eleve su mente a Dios, se priva de la salidas sabatinas a bares y discotecas, etc. Al final de los cuarenta días, habiendo logrado el propóstio, después de celebrar la Noche Santa de la Pascua y cantar con un nuevo sentido junto al salmista el himno de victoria de Éxodo 15 “Cantaré al Señor, gloriosa es su victoria, caballos y carros ha arrojado en el mar. Mi fuerza y mi poder es el Señor, Él fue mi salvación. Él es mi Dios: yo lo alabaré; el Dios de mis padres: yo lo ensalzaré.” ¿Querrá acaso volver al su antiguo vicio? ¿se olvidará de la libertad que ahora goza? ¿volverá a la esclavitud?

La práctica de la mortificación y la penitencia, tienen un hondo sentido en la vida espiritual del creyente, y es que, si la primera nos ayuda a romper los bloqueos que ponemos a la gracia de Dios, la segunda nos ayuda sanar las heridas que aquellos enemigos del alma han dejado.

«No debemos considerar el pecado perdonado sólo como un acto del pasado, que desaparece sin dejar rastro, sino como un acto cuya influencia perdura a través de las marcas que deja en nuestra conciencia. Se trata de las llamadas reliquieae peccati, las huellas del pecado, que debilitan nuestra resistencia frente a los atractivos de la concupiscencia y ofuscan en nosotros la luz espiritual, convirtiéndonos en miembros débiles de la Iglesia. De este modo, nuestro pecado, aunque no tengamos conciencia de él, nos impide estar plenamente vivos y ser transparentes a la gracia, incapaces de realizar nuestra función de instrumentos de Dios y de testigos auténticos de la santidad de cristo.

Más aún, desde una perspectiva que encontramos frecuentemente en el Antiguo Testamento, debemos considerar el pecado como una enfermedad espiritual que nos debilita. En consecuencia, la vigilancia espiritual se ejerce no sólo a través del sacramento de la penitencia, sino también a través del compromiso personal que busca la pureza de conciencia y el adquirir una disciplina de vida. Nadie puede dispensarse de la disciplina personal, sobre todo si queremos mostrar para con quienes nos rodean una caridad pura, universal y no ofuscada por las pasiones desordenas o los prejuicios personales.»[3]

Aquí se trata de purificar los corazones, no se sale de la esclavitud de una cosa para volver a ella o para buscar sustitutos, sino para ser libres. Se trata de rectificar nuestras vidas si hemos ido por el mal camino. Se trata de reordenar nuestros conocer, querer y sentir de modo que lo dirijamos a Dios, no como aquel que se ve forzado a hacer algo por coacción, sino como aquel que sabe que ha sido redimido por la sangre de Cristo, que Él nos hizo hijos por adopción de modo que también nosotros podemos llamar a Dios “Padre”, que en nosotros fluye la vida divina que es la vida del amor eterno, las cosas no pesan cuando hay amor, es más el amor porque tiene su base en la verdad nos libera. Todo nuestro itinerario de vida espiritual es un continuo purificar el corazón de modo que sea cada vez según el Corazón sacratísimo de Cristo Jesús.

«La pureza del corazón consiste en no tener en él nada que sea contrario, ni tan siquiera un poco, a Dios y a las operaciones de la gracia. Todo cuanto hay de creado en el mundo, todo el orden de la naturaleza y también el de la gracia, todo el orden de la Providencia, todo tiende a quitar de nuestras almas lo que es opuesto a Dios. Porque jamás llegaremos a Dios mientras no hayamos corregido, cercenado y destruido, en esta vida o en la otra, lo que sea contrario a Dios»[4]

Esto implica ciertamente trabajo: abandonar el pecado mortal, rechazar el pecado venial deliberado, estar atento a los movimientos desordenados de nuestro corazón para corregirlos, vigilar sobre nuestros pensamientos, y discernir las inspiraciones que nos vienen de lo Alto, para cada día más animarnos a vivir según la voluntad de Dios. Todo esto ciertamente debe hacerse con la mayor serenidad y suavidad, sabiendo que toda nuestra vida es un camino hacia al cielo, previniendo las dos grandes tentaciones de aquellos que se lanzan al buen combate, la desesperación y la presunción, no hemos de descorazonarnos al ver nuestra debilidad sino recordar con san Pablo “Te basta mi gracia: la fuerza se realiza en la debilidad” (2 Co 12, 9) ni tampoco hemos de caer en la “buenitis” al final “Somos siervos inútiles, hemos hecho lo que teníamos que hacer” (Lc 17, 10)

4.2 Sobre la Penitencia

Job respondió al Señor: «Reconozco que lo puedes todo, que ningún proyecto te resulta imposible. Dijiste: “¿Quién es ese que enturbia mis designios sin saber siquiera de qué habla?”. Es cierto, hablé de cosas que ignoraba, de maravillas que superan mi comprensión. Dijiste: “Escucha y déjame hablar; voy a interrogarte y tú me instruirás”. Te conocía solo de oídas, pero ahora te han visto mis ojos; por eso, me retracto y me arrepiento, echado en el polvo y la ceniza» Job 42, 1-6

Pensar en la santa Cuaresma habitualmente es pensar en un tiempo litúrgico que nos invita a la práctica de la penitencia, así durante este período del año vemos como muchos realizan diversos actos en esta línea, la Iglesia por ejemplo nos manda el ayuno durante el miércoles de ceniza y viernes santo así como la abstinencia de carne los viernes, a esto sumemos que hay personas que hacen vigilias, otros se levantan muy temprano antes que salga el sol para orar con los salmos, otros quizás se privan de algún gusto en particular, otros duermen sin una almohada donde reposar su cabeza, otros se echan una piedrita en el zapato, etc. Sin embargo, hemos de recodar que la penitencia más que un acto aislado en realidad es una virtud es decir una disposición firme y estable en nuestra alma hacia un acto bueno.

Un maestro de vida espiritual nos enseña que se trata de un “hábito sobrenatural por el que nos dolemos de los pecados pasados con intención de removerlos del alma”[5] se trata de un hábito sobrenatural ya que movidos por la fe al cometer un pecado descubrimos que faltamos al amor infinito con que Dios nos ama por lo que luego de haber pedido perdón por las acciones malas que hemos cometido buscamos satisfacer, corregir, enmendar y reparar el daño que se ha causado.

No es simplemente quejarse o lamentarse por el “si no hubiera hecho esto” “si no hubiera dicho esto” “sino hubiera pensado esto”, es más que eso, santo Tomás de Aquino diría “Dolerse del pasado con la intención de que el pasado no haya existido es una tontería. Pero no es esto lo que pretende el penitente, sino que su dolor es desagrado y reprobación de lo ocurrido en el pasado con la intención de eliminar las consecuencias, o sea, la ofensa de Dios y el débito de la pena. Y esto no es una tontería.”[6]

Así la penitencia es una virtud que en nuestro itinerario de santidad nos dispone a vivir la conversión como una actitud permanente y renovada, puesto que lleva implícito un propósito de enmienda, satisfaciendo a la justicia que se ha quebrantado, tiene un sólido fundamento por su relación con las virtudes teologales, las cuales nos llevan a conocer como Dios conoce (la fe), a esperar a Dios como nuestra felicidad suprema (la esperanza) y amar como Dios ama en el corazón de Jesús (la caridad), ya lo diría el Doctor Angélico “la penitencia incluye: la fe en la pasión de Cristo, por la cual somos justificados de nuestros pecados; la esperanza del perdón, y el odio de los vicios, lo cual pertenece a la caridad.”[7]

El cristiano que vive habitualmente está virtud se dice vive un espíritu de penitencia, pues adquiere un sentimiento de contrición que le lleva de continuo no sólo al dolor el mal cometido sino al arrepentimiento necesario por las faltas en las que se ve caer, es el hombre que no hace las paces con el pecado pero no deja que el pecado le quite la paz porque con sus actos de penitencias como puede ser una jaculatoria “Señor, ten piedad” o como puede ser un ligero y disimulado golpe de pecho, lo que hace es volver la mirada a la misericordia infinita de Dios Padre, que como diría un anciano confesor “nos perdona todo, nos perdona a todos y nos perdona siempre”.

Los antiguos monjes, llamaban a este espíritu de penitencia “compunción” palabra que viene del latín compungere que denota la idea de hacer agujeros con un punzón, el dolor de los pecados y las prácticas penitenciales eran un abrir el corazón de modo que todo lo que malo que lo infectaba salga, y sea purificado por la gracia de Cristo.

El monje que llora su pecado lo hace en vistas a la sanación de su alma, ciertamente se trata de un tomar consciencia de lo que es el pecado para la vida espiritual el cristiano, pero se va más allá, porque de otro modo se quedaría en un simple conocer, el monje buscaba hacer corresponder sus afectos frente al conocimiento que era dado por la fe, de modo que al reconocerse como un hijo que ha fallado a su Padre amoroso, entra en el dolor que implica el acto de voluntad necesario para desasir, desapegar, soltar, liberar su alma de aquellos afectos desordenados a los que se había acostumbrado pero que simplemente le había invadido como una infección a una herida en el cuerpo, estaba hinchada, parece grande, pero simplemente está lleno de algo malo, abrir la herida para curar dolerá un momento, pero al final se recuperará la salud.

Así la compunción del corazón o lo que es lo mismo, el espíritu de penitencia implica involucrar nuestra dimensión intelectual, afectiva, volitiva y física, en una palabra, todo nuestro ser de modo que podamos gozar de la vida verdadera que se nos da en virtud de la gracia de Dios.

Cuenta uno de los Apotegmas de los Padres del desierto que “Sinclética, de santa memoria, dijo: “A los pecadores que se convierten les esperan primero trabajos y un duro combate y luego una inefable alegría. Es lo mismo que ocurre a los que quieren encender fuego, primero se llenan de humo y por las molestias del mismo lloran, y así consiguen lo que quieren. Porque está escrito: Yahvé tu Dios es fuego devorador (Dt 4, 24). También nosotros con lágrimas y trabajos debemos encender el fuego divino”

San Juan Pablo II, nos recuerda los diferentes matices que tiene la penitencia en la vida del cristiano:

«Si la relacionamos con metánoia (conversión), al que se refieren los sinópticos, entonces penitencia significa el cambio profundo de corazón bajo el influjo de la Palabra de Dios y en la perspectiva del Reino. Pero penitencia quiere también decir cambiar la vida en coherencia con el cambio de corazón, y en este sentido el hacer penitencia se completa con el de dar frutos dignos de penitencia; toda la existencia se hace penitencia orientándose a un continuo caminar hacia lo mejor. Sin embargo, hacer penitencia es algo auténtico y eficaz sólo si se traduce en actos y gestos de penitencia. En este sentido, penitencia significa, en el vocabulario cristiano teológico y espiritual, la ascesis, es decir, el esfuerzo concreto y cotidiano del hombre, sostenido por la gracia de Dios, para perder la propia vida por Cristo como único modo de ganarla; para despojarse del hombre viejo y revestirse del nuevo; para superar en sí mismo lo que es carnal, a fin de que prevalezca lo que es espiritual; para elevarse continuamente de las cosas de abajo a las de arriba donde está Cristo. La penitencia es, por tanto, la conversión que pasa del corazón a las obras y, consiguientemente, a la vida entera del cristiano.

En cada uno de estos significados penitencia está estrechamente unida a reconciliación, puesto que reconciliarse con Dios, consigo mismo y con los demás presupone superar la ruptura radical que es el pecado, lo cual se realiza solamente a través de la transformación interior o conversión que fructifica en la vida mediante los actos de penitencia.»[8]

Precioso tesoro que encontramos detrás de esta virtud que nos lleva a purificar nuestro corazón para entrar en la amistad con Dios sin ataduras del pasado, sino que cada vez más libres por su gracia, configurándonos cada vez más con Cristo, unidos a su pasión y muerte también entramos a gozar de la gloria de la resurrección. Lo beneficios que nos vienen de vivir intensamente esta virtud son abundantes, reproducimos algunos de los que reporta el padre Antonio Royo Marín o.p. en su obra clásica La espiritualidad de los seglares[9]:

  1. Evita la tibieza y nos mantiene en la humildad y generosidad. La compunción y la tibieza no pueden coexistir en el alma.
  2. Es fuente y origen de una viva caridad para con Dios y para con el prójimo:
    1. Con Dios: por cuanto la contrición perfecta habitual es uno de los actos más puros y delicados que impera el amor sobrenatural, y, al borrar nuestras culpas, nos hace más gratos a Dios.
    2. Con el prójimo: nos hace indulgentes y misericordiosos en nuestros juicios y conducta respecto a los demás. Quien se conoce bien a sí mismo, no desprecia a sus hermanos.
  3. Es un baluarte seguro contra las tentaciones. El velar de continuo sobre la propia conducta, la oración perseverante, el espíritu de humildad, la aversión al pecado y la búsqueda sincera amorosa de Dios son las armas que da el espíritu de compunción, y hace que la tentación encuentre siempre al alma armada y alerta en una disposición totalmente contraria a la aceptación del pecado.

Ciertamente la penitencia nos lleva a purificar el corazón de las huellas que pudo haber dejado el pecado y nos previene de caer nuevamente en el error, sin embargo, hemos de tener presenta una cosa, llorar nuestros pecados debe también llevarnos a purificar nuestra mirada sobre nuestra historia personal. A menudo sucede que personas que han entrado en un camino de conversión, luego de haber vivido alejados de Dios terminan por entrar en grandes sufrimientos y ansiedades porque no quisieran haber hecho lo que hicieron, viven pensando en el “si hubiera” o “si no hubiera” y ya vimos que santo Tomás de Aquino, aquel que gozaba de una gracia particular de inteligencia y sabiduría para profundizar en los misterios de Dios, el hombre y el mundo desde la fe, llamaba a eso “tonterías”.

Y es que, en el fondo, el pasado ya fue, no se puede dar vuelta atrás y por estar mirando las miserias del ayer, se pierden de vistas las gracias que Dios otorga hoy, y las promesas que nos ha hecho para el futuro. Una máxima de vida espiritual que deberíamos asociar a la práctica de la penitencia es: “Al pasado sólo hay que volver la mirada para contemplar las misericordias del Señor”. Es un cambio de perspectiva, porque entonces ya no quedaré entrampado en la tristeza del pasado sino que daré el salto para el gozo de la caridad que me abrió la misericordia de Dios para vivir desde ya con alegría la vida nueva que nos dio en Cristo, recordemos la Cuaresma nos prepara a la Pascua, y la capacidad de ver la historia con ojos de misericordia es una de las gracias que cantamos en el Pregón Pascual “Oh feliz culpa que mereció tan grande Redentor”

 

 

[1] San Agustín, Exp. In Psal. 44, n. 18

[2] Josepth Tissot, La vida interior, Ed. Herder, 2ª Ed. Barcelona – 1958, p. 400

[3] Charles Bernard S.J. Teología Espiritual, Ed. Sígueme, Salamanca-2007, p.388

[4] Louis Lallemant S.J., Doctrina Espiritual, Tercer Principio: La Pureza del Corazón n.I

[5] Antonio Royo Marín, Teología de la perfección cristiana, BAC, Madrid-2015, p.451

[6] Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, III, q. 85, a.1 sed contra 3

[7] Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, III, q. 85, a.3 sed contra 4

[8] San Juan Pablo II, Exhortación apostólica post sinodal Reconciliatio et paenitentia, n. 4

[9] Antonio Royo Marín O.P., La espiritualidad de los seglares, BAC, Madrid – 1967, p. 212-213