«…cuando hagas limosna, no mandes tocar la trompeta ante ti, como hacen los hipócritas en las sinagogas y por las calles para ser honrados por la gente; en verdad os digo que ya han recibido su recompensa. Tú, en cambio, cuando hagas limosna, que no sepa tu mano izquierda lo que hace tu derecha; así tu limosna quedará en secreto y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará.» Mt 6, 2-4
El tiempo de cuaresma nos invita a poner la mirada en uno de los aspectos que más antiguos de la vida de la Iglesia, la atención al pobre y necesitado, alguno diría que este tiempo litúrgico nos hace un fuerte llamado a la dimensión de la solidaridad fraterna en nuestra vida de fe. Nuestro Señor ha mostrado una atención particular por aquellos que pasan necesidad material, puesto que, en ella, así como en la opresión injusta, las enfermedades psíquicas y físicas, y la muerte, son un signo de la miseria humana, miseria que deriva del pecado, y como decía Teresita de Liseux, “nuestra miseria atrae su misericordia”.
Jesús ha venido para rescatarnos del pecado y sus consecuencias, a rescatarnos de la miseria, de ahí se deriva su compasión, de su deseo entrañable de hacer la voluntad del Padre, de su amor misericordioso que le llevó a dar su vida por nuestra salvación, en el Corazón bondadoso de Jesús se hacen vida aquellas palabras de la antigüedad “El Espíritu del Señor, Dios, está sobre mí, porque el Señor me ha ungido. Me ha enviado para dar la buena noticia a los pobres, para curar los corazones desgarrados, proclamar la amnistía a los cautivos, y a los prisioneros la libertad” (Is 61, 1)
Tanto Antiguo como el Nuevo Testamento nos manifiestan el cuidado de Dios por los más desprotegidos, en la antigua alianza encontramos las leyes acerca del año jubilar, la prohibición del préstamo a interés, retención de la prenda de los pobres, obligación del diezmo, pago puntual y justo del jornalero, el derecho de rebusca de las uvas y granos de trigo después de la vendimia y la siega. Con el anuncio de la Buena Nueva ya nuestro señor Jesucristo nos revela de modo especial como la atención al pobre es ocasión de gracia y bendición para nosotros, Él mismo se identifica con los pobres siendo uno entre ellos, llegando al punto de decir “En verdad os digo que cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis” (Mt 25, 40).
El Papa Francisco nos invita a diferenciar pobreza y miseria, la primera es valor a tutelar en cuanto desprendimiento de los bienes terrenos vistos como un fin en sí mismo para ordenarlos rectamente a su valor de medio en la consecución de los bienes sobrenaturales; en cambio la miseria humana es una situación que atenta contra la dignidad del mismo ser humano, es esta la que buscamos combatir en sus diferentes tipos, de hecho el Romano Pontífice habla de la existencia miseria material, moral y espiritual (cf. Mensaje de la cuaresma del 2014).
“El amor por el hombre y, en primer lugar, por el pobre, en el que la Iglesia ve a Cristo, se concreta en la promoción de la justicia. Ésta nunca podrá realizarse plenamente si los hombres no reconocen en el necesitado, que pide ayuda para su vida, no a alguien inoportuno o como si fuera una carga, sino la ocasión de un bien en sí, la posibilidad de una riqueza mayor. Sólo esta conciencia dará la fuerza para afrontar el riesgo y el cambio implícitos en toda iniciativa auténtica para ayudar a otro hombre.”[1]
El amor hacia el hombre sufriente a causa de la indigencia es intrínseco a nuestra vida cristiana, pues es una dimensión especial del amor al prójimo, no se trata simplemente una realización de prácticas aisladas de limosna sino de un actitud que marca y diferencia nuestro estilo de vida, pues toda ocasión en la que podamos prácticas la justicia, se convierte en una ocasión de hacer manifiesto el amor por el hermano, de modo especial cuando esto implica salir de nuestra zona de confort, en toda ocasión hemos de estar dispuestos a reconocer a Cristo en el otro, ciertamente no es fácil, implica mucho vencimiento de sí mismo, de nuestra propia sensibilidad frente a aquel que muchas veces se nos presenta con un carácter duro forjado por su vida en la calle o quizás por el trajín de la jornada, o el vencimiento también de nuestra propia insensibilidad que nos ha llevado muchas veces a ignorar al otro por no querer meterse en líos.
«El amor de la Iglesia por los pobres… pertenece a su constante tradición» (CA 57). Está inspirado en el Evangelio de las bienaventuranzas (cf Lc 6, 20 – 22), en la pobreza de Jesús (cf Mt 8, 20), y en su atención a los pobres (cf Mc 12, 41 – 44). El amor a los pobres es también uno de los motivos del deber de trabajar, con el fin de «hacer partícipe al que se halle en necesidad» (Ef 4, 28).”[2]
Quizás este último punto sorprenda alguno, san Gregorio Magno, un Papa que vivió ya en siglo VI, nos los explica «Cuando damos a los pobres las cosas indispensables no les hacemos liberalidades personales, sino que les devolvemos lo que es suyo. Más que realizar un acto de caridad, lo que hacemos es cumplir un deber de justicia». Esto es lo que se conoce como el destino universal de los bienes. Como diría un sacerdote anciano una vez en pocas palabras “los bienes sirven para resolver los males”
Se cuenta que Santa Rosa de Lima, una joven laica, la primera santa de nuestro continente americano, una vez que su madre le estaba reprendiendo porque usaba su casa para atender a los enfermos y pobres de la ciudad le dijo «cuando servimos a los pobres y a los enfermos, servimos a Jesús. No debemos cansarnos de ayudar a nuestro prójimo, porque en ellos servimos a Jesús».
En estas palabras sencillas de esta muchacha del Perú, quizás encontramos resumido el mensaje que hoy queremos transmitir, pero para que estas no sean flatus vocis (palabras vanas), comencemos por poner en práctica el Evangelio y ayudemos a nuestros hermanos necesitados, por ej. la próxima vez que des limosna a una persona en el semáforo o por la calle, pregúntale su nombre, esto ya hace una gran diferencia, aquella persona no es un anónimo, es una persona con dignidad, una persona por la que Cristo dio su vida, y muchas veces se trata de un bautizado.
Quien sabe quizás pudiésemos comprometernos a ser voluntarios en un hospital o en un comedor de ancianos. Hay quienes incluso apartan una parte de su salario para destinarlo a obras de misericordia. Y si la edad o la enfermedad ya no nos permite realizar las acciones que quisiéramos, siempre podemos orar por aquellos que pasan necesidad, de hecho, este es el motor que nos animará en cualquiera de nuestras acciones, como decía otro sacerdote en una formación a misioneros, “el éxito de la misión está en la oración”
La práctica de lo solidaridad fraterna durante el tiempo de cuaresma es un gesto también de confianza en Dios, que su Divina Providencia, nos colma de abundantes bendiciones, incluso materiales. El hombre que se ha sabido a amado y bendecido por Dios busca compartir ese amor y esa bendición, de alguna manera es también anuncio del Evangelio, pues él mismo se convierte en un misionero que va en auxilio de aquel que pasa necesidad. Endurecer el corazón alegando mil razones para no dar limosna puede ser una práctica que poco a poco lleve al hombre a forjarse un corazón de piedra, insensible ante el sufrimiento del hermano.
Dar limosna es una compartir los bienes que Dios nos ha dado, es un contemplar el rostro de Cristo pobre y sufriente en el hermano, es el hacer experiencia de la comunión de los santos al punto que su dolor es nuestro dolor, su sufrimiento es nuestro sufrimiento, de modo que su bien es también nuestro bien. Desapegarnos de los bienes materiales y compartirlos con el hermano nos ayuda a vencer el egoísmo que embarga lo profundo de nuestros corazones y que se manifiesta en tantos tipos de pecados, desde aquellos derivados de la avaricia hasta aquellos derivados de la lujuria. Dar limosna purifica nuestros corazones y nos hace poner los pies sobre la tierra, pues es necesario tocar la realidad de la carne sufriente de Cristo en el pobre y enfermo para poder salir de nuestros falsos ilusionismos que nos llevan a tener una visión distorsionada de la realidad.
Dar limosna es reconocer que no soy dueño, sino administrador de los bienes que me han sido confiados, y que se nos pedirá cuentas del buen o mal uso que hayamos hecho de ellos. Con ellos nos hacemos de tesoros en el cielo, donde el ladrón y la polilla no llegan, y donde sirven para gloria y alabanza del nuestro Padre celestial.
«El ejercicio de la limosna nos libera de la avidez y nos ayuda a descubrir que el otro es mi hermano: nunca lo que tengo es sólo mío. Cuánto desearía que la limosna se convirtiera para todos en un auténtico estilo de vida. Al igual que, como cristianos, me gustaría que siguiésemos el ejemplo de los Apóstoles y viésemos en la posibilidad de compartir nuestros bienes con los demás un testimonio concreto de la comunión que vivimos en la Iglesia. A este propósito hago mía la exhortación de san Pablo, cuando invitaba a los corintios a participar en la colecta para la comunidad de Jerusalén: «Os conviene» (2Co 8, 10). Esto vale especialmente en Cuaresma, un tiempo en el que muchos organismos realizan colectas en favor de iglesias y poblaciones que pasan por dificultades. Y cuánto querría que también en nuestras relaciones cotidianas, ante cada hermano que nos pide ayuda, pensáramos que se trata de una llamada de la divina Providencia: cada limosna es una ocasión para participar en la Providencia de Dios hacia sus hijos; y si él hoy se sirve de mí para ayudar a un hermano, ¿no va a proveer también mañana a mis necesidades, él, que no se deja ganar por nadie en generosidad?»[3]
[1] San Juan Pablo II, Centessimus Annus, n. 58
[2] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2444
[3] Papa FRANCISCO, Mensaje de cuaresma 2018