Reflexionando sobre san José

Benedicto XVI (Joseph Ratzinger)

Jesús de Nazareth, Infancia

Después de la reflexión sobre la narración lucana de la Anunciación, ahora hemos de escuchar aún la tradición del Evangelio de Mateo sobre dicho acontecimiento. A diferencia de Lucas, Mateo habla de esto exclusivamente desde la perspectiva de san José, que, como descendiente de David, ejerce de enlace de la figura de Jesús con la promesa hecha a David.

Mateo nos dice en primer lugar que María era prometida de José. Según el derecho judío entonces vigente, el compromiso significaba ya un vínculo jurídico entre las dos partes, de modo que María podía ser llamada la mujer de José, aunque aún no se había producido el acto de recibirla en casa, que fundaba la comunión matrimonial. Como prometida, «la mujer seguía viviendo en el hogar paterno y se mantenía bajo la patria potestas. Después de un año tenía lugar la acogida en casa, es decir, la celebración del matrimonio» (Gnilka, Matthäus, I, p. 17). Ahora bien, José constató que María «esperaba un hijo por obra del Espíritu Santo» (Mt 1, 18).

Pero lo que Mateo anticipa aquí sobre el origen del niño José aún no lo sabe. Ha de suponer que María había roto el compromiso y –según la ley– debe abandonarla. A este respecto, puede elegir entre un acto jurídico público y una forma privada: puede llevar a María ante un tribunal o entregarle una carta privada de repudio. José escoge el segundo procedimiento para no «denunciarla» (Mt 1, 19). En esa decisión, Mateo ve un signo de que José era un «hombre justo».

La calificación de José como hombre justo (zaddik) va mucho más allá de la decisión de aquel momento: ofrece un cuadro completo de san José y, a la vez, lo incluye entre las grandes figuras de la Antigua Alianza, comenzando por Abraham, el justo. Si se puede decir que la forma de religiosidad que aparece en el Nuevo Testamento se compendia en la palabra «fiel», el conjunto de una vida conforme a la Escritura se resume en el Antiguo Testamento con el término «justo».

El Salmo (Sal 1, 1) ofrece la imagen clásica del «justo». Así pues, podemos considerarlo casi como un retrato de la figura espiritual de san José. Justo, según este Salmo, es un hombre que vive en intenso contacto con la Palabra de Dios; «que su gozo está en la ley del Señor» (Sal 1, 2). Es como un árbol que, plantado junto a los cauces de agua, da siempre fruto. La imagen de los cauces de agua de las que se nutre ha de entenderse naturalmente como la Palabra viva de Dios, en la que el justo hunde las raíces de su existencia.

La voluntad de Dios no es para él una ley impuesta desde fuera, sino «gozo». La ley se convierte espontáneamente para él en «evangelio», buena nueva, porque la interpreta con actitud de apertura personal y llena de amor a Dios, y así aprende a comprenderla y a vivirla desde dentro.

Mientras que el Salmo 1 considera como característico del «hombre dichoso» su habitar en la Tora, en la Palabra de Dios, el texto paralelo en Jeremías (Jr 17, 7) llama «bendito» a quien «confía en el Señor y pone en el Señor su confianza». Aquí se destaca de manera más fuerte que en el salmo la naturaleza personal de la justicia, el fiarse de Dios, una actitud que da esperanza al hombre. Aunque ninguno de los dos textos habla directamente del justo, sino del hombre dichoso o bendito, podemos no obstante considerarlos con Hans-Joachim Kraus la imagen auténtica del justo veterotestamentario y, así, aprender también a partir de aquí lo que Mateo quiere decirnos cuando presenta a san José como un «hombre justo». Esta imagen del hombre que hunde sus raíces en las aguas vivas de la Palabra de Dios, que está siempre en diálogo con Dios y por eso da fruto constantemente, se hace concreta en el acontecimiento descrito, así como en todo lo que a continuación se dice de José de Nazaret.

Después de lo que José ha descubierto, se trata de interpretar y aplicar la ley de modo justo. Él lo hace con amor, no quiere exponer públicamente a María a la ignominia. La ama incluso en el momento de la gran desilusión. No encarna esa forma de legalidad de fachada que Jesús denuncia en Mateo (Mt 23, 1) y contra la que san Pablo arremete. Vive la ley como evangelio, busca el camino de la unidad entre la ley y el amor. Y, así, está preparado interiormente para el mensaje nuevo, inesperado y humanamente increíble, que recibirá de Dios.

Mientras que el ángel «entra» donde se encuentra María (Lc 1, 28), a José sólo se le aparece en sueños, pero en sueños que son realidad y revelan realidades. Se nos muestra una vez más un rasgo esencial de la figura de san José: su finura para percibir lo divino y su capacidad de discernimiento. Sólo a una persona íntimamente atenta a lo divino, dotada de una peculiar sensibilidad por Dios y sus senderos, le puede llegar el mensaje de Dios de esta manera. Y la capacidad de discernimiento era necesaria para reconocer si se trataba sólo de un sueño o si verdaderamente había venido el mensajero de Dios y le había hablado.

El mensaje que se le consigna es impresionante y requiere una fe excepcionalmente valiente, ¿Es posible que Dios haya realmente hablado? ¿Qué José haya recibido en sueños la verdad, una verdad que va más allá de todo lo que cabe esperar? ¿Es posible que Dios haya actuado de esta manera en un ser humano? ¿Que Dios haya realizado de este modo el comienzo de una nueva historia con los hombres? Mateo había dicho antes que José estaba «considerando en su interior» (enthyméthèntos) cuál debería ser la reacción justa ante el embarazo de María. Podemos por tanto imaginar cómo luche ahora en lo más íntimo con este mensaje inaudito de su sueño: «José, hijo de David, no tengas reparo en llevarte a María, tu mujer, porque la criatura que hay en ella viene del Espíritu Santo» (Mt 1, 20).

A José se le interpela explícitamente en cuanto hijo de David, indicando con eso al mismo tiempo el cometido que se le confía en este acontecimiento: como destinatario de la promesa hecha a David, él debe hacerse garante de la fidelidad de Dios. «No temas» aceptar esta tarea, que verdaderamente puede suscitar temor. «No temas» es lo que el ángel de la Anunciación había dicho también a María. Con la misma exhortación del ángel, José se encuentra ahora implicado en el misterio de la Encarnación de Dios.

A la comunicación sobre la concepción del niño en virtud del Espíritu Santo, sigue un encargo: María «dará a luz un hijo y tú le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de los pecados» (Mt 1 , 2 1). Junto a la invitación de tomar con él a María como su mujer, José recibe la orden de dar un nombre al niño, adoptándolo así legalmente como hijo suyo. Es el mismo nombre que el ángel había indicado también a María para que se lo pusiera al niño: el nombre Jesús (Jeshua) significa YHWH es salvación. El mensajero de Dios que habla a José en sueños aclara en qué consiste esta salvación: «Él salvará a su pueblo de los pecados.»

Con esto se asigna al niño un alto cometido teológico, pues sólo Dios mismo puede perdonar los pecados. Se le pone por tanto en relación inmediata con Dios, se le vincula directamente con el poder sagrado y salvífico de Dios. Pero, por otro lado, esta definición de la misión del Mesías podría también aparecer decepcionante. La expectación común de la salvación estaba orientada sobre todo a la situación penosa de Israel: a la restauración del reino davídico, a la libertad e independencia de Israel y, con ello, también naturalmente al bienestar material de un pueblo en gran parte empobrecido. La promesa del perdón de los pecados parece demasiado poco y a la vez excesivo: excesivo porque se invade la esfera reservada a Dios mismo; demasiado poco porque parece que no se toma en consideración el sufrimiento concreto de Israel y su necesidad real de salvación.

En el fondo, en estas palabras se anticipa ya toda la controversia sobre el mesianismo de Jesús: ¿Ha redimido verdaderamente a Israel? ¿Acaso no ha quedado todo como antes? La misión, tal como él la ha vivido, ¿es o no la respuesta a la promesa? Seguramente no se corresponde con la expectativa de la salvación mesiánica inmediata que tenían los hombres, que se sentían oprimidos no tanto por sus pecados, sino más bien por su penuria, por su falta de libertad, por la miseria de su existencia.

Jesús mismo ha suscitado drásticamente la cuestión sobre la prioridad de la necesidad humana de redención en aquella ocasión en que cuatro hombres, a causa del gentío, no podían introducir al paralítico por la puerta y lo descolgaron por el techo, poniéndolo a sus pies. La propia existencia del enfermo era una oración, un grito que clamaba salvación, un grito al que Jesús, en pleno contraste con las expectativas del enfermo mismo y de quienes lo llevaban, respondió con estas palabras: «Hijo, tus pecados quedan perdonados» (Mc 2, 5). La gente no se esperaba precisamente esto. No encajaba con sus intereses. El paralítico debía poder andar, no ser liberado de los pecados. Los escribas impugnaban la presunción teológica de las palabras de Jesús; el enfermo y los hombres a su alrededor estaban decepcionados, porque Jesús parecía hacer caso omiso de la verdadera necesidad de este hombre.

Pienso que toda la escena es absolutamente significativa para la cuestión de la misión de Jesús, tal como se describe por primera vez en la palabra del ángel a José. Aquí se tiene en cuenta tanto la crítica de los escribas como la expectativa silenciosa de la gente. Que Jesús es capaz de perdonar los pecados lo muestra ahora mandando al enfermo, ya curado, que tome su camilla y eche a andar. No obstante, de esta manera queda a salvo la prioridad del perdón de los pecados como fundamento de toda verdadera curación del hombre.

El hombre es un ser relacional. Si se trastoca la primera y fundamental relación del hombre –la relación con Dios– entonces ya no queda nada más que pueda estar verdaderamente en orden. De esta prioridad se trata en el mensaje y el obrar de Jesús. Él quiere en primer lugar llamar la atención del hombre sobre el núcleo de su mal y hacerle comprender: Si no eres curado en esto, no obstante todas las cosas buenas que puedas encontrar, no estarás verdaderamente curado.

En este sentido, la explicación del nombre de Jesús que se indicó a José en sueños es ya una aclaración fundamental de cómo se ha de concebir la salvación del hombre, y en qué consiste por tanto la tarea esencial del portador de la salvación.

En Mateo, al anuncio del ángel a José sobre la concepción y nacimiento virginal de Jesús, siguen dos afirmaciones integrantes.

El evangelista muestra en primer lugar que con ello se cumple todo lo que había anunciado la Escritura. Esto forma parte de la estructura fundamental de su Evangelio: proporcionar a todos los acontecimientos esenciales una «prueba de la Escritura»; dejar claro que las palabras de la Escritura aguardaban dichos acontecimientos, los han preparado desde dentro. Así, Mateo enseña cómo las antiguas palabras se hacen realidad en la historia de Jesús. Pero muestra al mismo tiempo que esa historia es verdadera, es decir, proviene de la Palabra de Dios, y está sostenida y entretejida por ella.

Después de la cita bíblica, Mateo completa la narración. Refiere que José se despertó y procedió como le había mandado el ángel del Señor. Llevó consigo a María, su esposa, pero no la «conoció» antes de que diera a luz a su hijo. Así se subraya una vez más que el hijo no fue engendrado por él, sino por el Espíritu Santo. Por último, el evangelista añade: «Él le puso por nombre Jesús» (Mt 1, 25).

También aquí, y de modo muy concreto, se nos presenta de nuevo a José como «hombre justo»: su estar interiormente atento a Dios –una actitud gracias a la cual puede acoger y comprender el mensaje– se convierte espontáneamente en obediencia. Si antes se había puesto a cavilar con su propio talento, ahora sabe lo que es justo y lo que debe hacer. Como hombre justo, sigue los mandatos de Dios, como dice el Salmo 1.


Ángelus, 19-03-2006

Hoy, 19 de marzo, se celebra la solemnidad de san José, pero, al coincidir con el tercer domingo de Cuaresma, su celebración litúrgica se traslada a mañana. Sin embargo, el contexto mariano del Ángelus invita a meditar hoy con veneración en la figura del esposo de la santísima Virgen María y patrono de la Iglesia universal. Me complace recordar que también era muy devoto de san José el amado Juan Pablo II, quien le dedicó la exhortación apostólica Redemptoris custoscustodio del Redentor, y seguramente experimentó su asistencia en la hora de la muerte.

La figura de este gran santo, aun permaneciendo más bien oculta, reviste una importancia fundamental en la historia de la salvación. Ante todo, al pertenecer a la tribu de Judá, unió a Jesús a la descendencia davídica, de modo que, cumpliendo las promesas sobre el Mesías, el Hijo de la Virgen María puede llamarse verdaderamente «hijo de David». El evangelio de san Mateo, en especial, pone de relieve las profecías mesiánicas que se cumplen mediante la misión de san José:  el nacimiento de Jesús en Belén (Mt 2, 1-6); su paso por Egipto, donde la Sagrada Familia se había refugiado (Mt 2, 13-15); el sobrenombre de «Nazareno» (Mt 2, 22-23).

En todo esto se mostró, al igual que su esposa María, como un auténtico heredero de la fe de Abraham:  fe en Dios que guía los acontecimientos de la historia según su misterioso designio salvífico. Su grandeza, como la de María, resalta aún más porque cumplió su misión de forma humilde y oculta en la casa de Nazaret. Por lo demás, Dios mismo, en la Persona de su Hijo encarnado, eligió este camino y este estilo —la humildad y el ocultamiento— en su existencia terrena.

El ejemplo de san José es una fuerte invitación para todos nosotros a realizar con fidelidad, sencillez y modestia la tarea que la Providencia nos ha asignado. Pienso, ante todo, en los padres y en las madres de familia, y ruego para que aprecien siempre la belleza de una vida sencilla y laboriosa, cultivando con solicitud la relación conyugal y cumpliendo con entusiasmo la grande y difícil misión educativa.

Que san José obtenga a los sacerdotes, que ejercen la paternidad con respecto a las comunidades eclesiales, amar a la Iglesia con afecto y entrega plena, y sostenga a las personas consagradas en su observancia gozosa y fiel de los consejos evangélicos de pobreza, castidad y obediencia. Que proteja a los trabajadores de todo el mundo, para que contribuyan con sus diferentes profesiones al progreso de toda la humanidad, y ayude a todos los cristianos a hacer con confianza y amor la voluntad de Dios, colaborando así al cumplimiento de la obra de salvación.

IMG: Fotografía de Benedicto XVI