Viernes – XI semana del Tiempo Ordinario
- Si 48, 1-14. Elías fue arrebatado en el torbellino, y Elíseo se llenó de su espíritu.
- Sal 96. Alegraos, justos, con el Señor.
- Mt 6, 7-15. Vosotros orad así.
En la primera lectura de este día meditamos el libro del Sirácides y cómo se nos presente este como una breve retroamlimentación acerca de la vida del profeta Elías y la continuidad de su ministerio en Eliseo. Los profetas animados por el Espíritu Santo dispusieron todo para la llegada del Mesías, sus mismas vidas se han convertido para nosotros en un anuncio de la vida de Cristo, Elías destacó por su fidelidad a la voluntad divina no importando las graves persecuciones que sufriría, pasó soledad y angustia, pero en todo contemplo la gloria de Dios que se manifestó sobre él, hasta vencer a aquellos que se oponían al mensaje que había venido a anunciar, su palabra se cumple y su recompensa será grande puesto que será arrebatado hacia el cielo, su espíritu animará incluso al precurso de nuestro Señor san Juan Bautista para dar testimonio del Mesías salvador que habría de venir.
Elías es conocido como el profeta que llama a la conversión, es el profeta de fuego que con su palabra busca purificar los corazones de los hombres, Eliseo su discípulo seguirá este mismo camino sin embargo tal y como lo dice más adelante el libro del Sirácides no todos los hombres hicieron caso a su voz, muchos se cerraron, sin embargo un resto permanece, un resto es fiel, la fidelidad del profeta en medio de la adversidad es imagen de los hombres que en medio de las situaciones contrarias a la fe perseveran y con su ejemplo predican y conmueven los corazones de otros fortaleciendoles en el combate espiritual.
Un autor del medioevo cristiano contemplando a estos profetas del Antiguo Testamento nos invita a ver en ellos una figura también de Cristo y la Iglesia, particularmente en aquello de la herencia que dejo Elías a Eliseo.
«Ciertamente, ¿a quién representa aquí Elías, sino a nuestra cabeza, es decir, el Señor Redentor; y a quién representa Eliseo, sino a su cuerpo que es la Iglesia? Nuestro Elías nos da la oportunida de pedir como dice en el Evangelio: Pedid y se os dará. Y también Pedida y recibiréis, para que vuestra alegría sea completa. Con esta confianza recibida del Señor pide Eliseo, es decir, el pueblo cirsitano, para que se cumpla en ellos la doble parte del Espíritu de Cristo, osea, la doble gracia del Espíritu Santo: el perdón de los pecados y la donación de las virtudes. Por tanto, nuestro Redentor, que no tuvo ni comeitó pecado alguno, ni se encontró engaño en su boca, no tuvo necesidad de perdón de los pecados, sino que realizó las obras de las virtudes del Espíritu Santo, como Él mimso dice a los judíos en el Evangelio Si yo expulso los demonios por el dedo de Dios, es que el Reino de Dios ha llegado a vosotros»
Rabano Mauro, Comentario al Eclesiástico, 10, 18
En el santo Evangelio llegamos hoy al centro de todo el Sermón de la Montaña, el Padre Nuestro, Jesús en medio de todo el discurso y enseñanzas que va dando a sus discípulos procura en el momento de hablar de la oración enseñarnos como hemos de dirigirnos a Dios, este texto ha sido ampliamente comentado por su riqueza y grandeza, una buena parte del Catecismo de la Iglesia se detiene incluso a meditarlo parte por parte. En esta ocasión les propongo dos modos de acercarnos a Él, en un primer momento haremos una reflexión sencilla sobre el texto de modo que podamos retomar la idea general de qué trata cada una de las siete peticiones buscando comenzar por la última hasta llegar a la primera meditando como nuestra vida espiritual habitualmente sigue este itinerario de purificación del corazón, bien lo decía santo Tomás de Aquino, que esta oración nos sirve de «norma a todos nuestros afectos» (STh II-II, 83, 9) pues no sólo nos enseña que hemos de pedir sino el orden en el que lo hemos de desear, siendo lo primero lo más importante muchas veces en el itinerario espiritual viene a ser lo último en la consecución. Luego pasamos en un segundo momento a subirnos en los hombros de un gigante de la vida cristiana, san Agustín, para vislumbrar como él nos ilustra estos magníficos pasajes de modo que podamos afianzar en alguna medida el gran misterio que el Señor nos revela en la oración característica de los cristianos.
Contemplémos en primer lugar a nuestro Padre amado a través de la oración que su Hijo único nos enseñó, y veamos lo que ha pensado para nosotros, que hemos sido hechos hijos suyos en Cristo por las aguas del Bautismo. Contemplemos la oración y unámonos a ella repasando sus palabras de un modo diferente, desde la última petición hasta la primera gran afirmación.
Nuestro Padre eterno nos cuida y nos lleva de su mano, nos libra de todo mal y nos fortalece y sostiene para no caer en la tentación. Es Él quien nos hace ser hermanos con los demás hombres por la gracia que su Hijo único derramó en nosotros haciéndonos hijos adoptivos de un mismo Padre y al perdonar nuestras ofensas nos enseña el camino del amor que libera los corazones y nos invita a hacer lo mismo imitándole.
Él nos da el pan de cada día, pan material para la vida de nuestros cuerpos, pan de su palabra para vida de nuestros espíritus y pan Eucarístico que nos garantiza la vida eterna. Nos enseña a abandonarnos confiados a su voluntad, deseándola fuertemente para que su amor también se difunda en la tierra como en el cielo.
Nos concede la gracia de hacer que su Nombre sea santificado, es decir honrado y glorificado a través de una vida según su corazón. Y al decirnos que está en el cielo, no quiere hacernos sentir lejanos sino que nos recuerda que nuestra morada definitiva no está en esta tierra sino que hemos sido creados para más.
Santa Teresa de Jesús decía para animar a sus monjas “esta vida no es más que una noche en una mala posada” y pensando en el sufrimiento que se experimenta en el mundo podría ser un consuelo de un mañana mejor, pero si consideramos también las innumerables bendiciones que ya se nos permite gozar y la belleza que vemos en la creación que nos rodea, considerar que este paso por la tierra es un mala posada nos hace decir con esperanza: “si así es la tierra, de hermosa ¡¿cuánto más lo será el cielo?!”
Finalmente con gozo contemplemos como Él es “Nuestro” Padre, “nuestro” es una palabra que designa propiedad, pertenencia, a simple vista parecería que Él nos pertenece, sin embargo nosotros pequeñas creaturas como osaríamos abarcar al que es infinito, no, somos nosotros los que le pertenecemos a Él, somos suyos, somos sus hijos, por todo nuestro ser corre su misma vida divina. Somos parte de su gran familia.
Ahora hagamos un recorrido del Padre Nuestro de la mano de uno de los grandes maestros de espiritualidad del cristianismo, san Agustín obispo y doctor de la Iglesia, reflexionando algunos de sus textos para penetrar en la grandeza de esta oración.
En la carta 130 que está dirigida a una viuda de nombre Proba y que pide ayuda al santo para hacer una buena oración encontramos como él recoge sus inspiraciones respecto a la importancia de la oración dominical en la vida del cristiano pues ésta, en primer lugar, contiene el modo de orar de Jesús al referirse a Dios como Padre, y en segundo lugar, refleja las peticiones que todo cristiano ha de realizar y que son conformes a la voluntad de Dios, es decir en ellas pide aquello que debe buscar todo aquel que ora, la vida beata. Por tanto para él será la regla – la medida- de toda oración pues “Todas las demás palabras que digamos, ya las que formula el fervor precedente hasta adquirir conciencia clara, ya las que considera luego para crecer, no dicen otra cosa sino lo que se contiene en la oración dominical, si es que rezamos bien y apropiadamente”[1]
“Pater noster…”
En primer lugar, todo bautizado habrá que tener en cuenta que su oración es hecha en unión a Cristo, de ahí se comprende porque en la oración dominical se comience por decir Padre, pues se dirige a Él en cuanto que es hijo en el Hijo, y por tanto en Él se pide aquello que es objeto de búsqueda, esto es la vida beata y todo aquello que coadyuve a su consecución. Por lo que aquello que el cristiano ha de pedir en su oración lo ha de hacer siempre en nombre de Jesucristo, conforme a su mandato, no ha de pedir, por ende, aquello que es contrario a su salvación, porque sería contradecir a Aquel que quiere salvarlo, y con justa razón su oración no sería escuchada.
Por eso, no sólo el Salvador, sino también el Maestro bueno, para hacer cualquier cosa que hayamos pedido, en esa oración misma que nos ha dado ha enseñado qué pidamos, para que así entendamos también que no pedimos en el nombre del Maestro lo que pedimos fuera de la regla de ese magisterio suyo[2]
Al explicar la oración sacerdotal del Evangelio de Juan, san Agustín también enseña que Cristo al decir a sus discípulos que Dios es Padre, también enseña cómo se ha de orar, es decir con una actitud humilde, pues el cristiano al llamarle de tal modo, reconoce por un lado que su vida viene de Él, y por otro, que es gracias a Cristo que el Padre escucha la oración, porque es por virtud de la filiación divina que el hombre es capaz de hacer tal cosa. También como Maestro que es, muestra que la oración puede ser hecha a alta voz y en público, porque la advertencia que se encuentra en otros pasajes de la Escritura es ante el orar para ser visto y alabado por los hombres, lo cual no es verdadera oración porque el fervor que motiva el deseo no está en alcanzar la salvación sino la gloria terrena.
Esa oración que ha hecho por nosotros nos la ha dado también a conocer, porque edificación de los discípulos —y si de esos que estaban presentes para oír estos dichos, en realidad también nuestra, que íbamos a leerlos escritos— es no sólo la conversación de tan gran Maestro con esos mismos, sino también la oración por esos mismos al Padre[3]
Asimismo a la hora de llamar a Dios con el nombre de Padre, el cristiano está disponiendo ya de una prerrogativa concedida por el amor gratuito de Dios pues, éste no sólo es un título en boca de un bautizado sino que expresa identidad, de Dios en primer lugar, y en segundo, del hombre que se reconoce como hijo, y de este modo elogia a Dios pues le reconoce su Ser Supremo y Misericordioso y hace un acto de humildad pues se reconoce a sí mismo como dependiente de Dios, en este modo se reclama la benevolencia divina y se dispone el propio ánimo del hombre a ella.
La razón de nuestra vocación a la herencia eterna para ser coherederos de Cristo y recibir la adopción de los hijos, no se funda en nuestros méritos, sino en la gracia de Dios, la misma gracia mencionamos al principio de la oración cuando decimos: Padre nuestro. Con este nombre se inflama la caridad…se aviva el afecto y cierta presunción de obtener lo que debemos pedir[4]
“…qui es in cælis”
El lugar de la morada divina no se entiende en un sentido espacial, sino personal, pues según la más auténtica espiritualidad agustiniana Dios inhabita en el hombre, y es en su interior que ha de buscarlo, volviendo en sí, siendo uno, el hombre se aleja de la dispersión y se concentra en Aquel que habita en él, pero para tal fin el hombre debe de ser justo, coherente en su vida cristiana, pues el pecador en vez de acercarse a Dios se aleja, el hombre es Templum Dei cuando vive según la fe, la esperanza y al caridad, pues por la fe cree y vive lo que cree, por la esperanza anhela la bienaventuranza divina y por la caridad rige sus actos por la ley del amor.
Padre nuestro que estás en los cielos significa en el corazón de los justos, como en su templo santo. Al mismo tiempo, quien ora, quiere que también habite en él aquel a quien ora; y mientras aspira a esto, practique la justicia, ya que con esta finalidad es invitado Dios a habitar en el alma.[5]
“Sanctificétur nomen tuum”
La santificación del nombre de Dios ocurre no porque el hombre agregue algo a Dios, sino en cuanto que le reconoce por quién es Él en realidad, dándole el lugar que le corresponde en la propia vida. “No se pide como si no fuera santo el nombre de Dios, sino para que sea tenido por los hombres como santo, es decir, que de tal manera se reconozca a Dios, que no se juzgue ninguna otra cosa como más santa y a quien se tema más ofender.”[6]
“Advéniat regnum tuum”
La venida del Reino, se ha de interpretar como la manifestación del mismo a los hombres, pues no es que este se encuentre ausente de este mundo, sino que el hombre no siempre reconoce el gobierno de Dios en el mismo, en tal sentido esta petición busca que el hombre reconozca a Dios como el Rey de todo cuanto es, pues por el existen todas las cosas, sólo cuando esto se cumpla de modo definitivo el hombre podrá ser feliz en plenitud. “A ninguno le será lícito ignorar el reino de Dios, porque su Unigénito, no solo en el campo del pensamiento, sino también en la experiencia, ha venido del cielo en la persona del Señor para juzgar a vivos y muertos”[7]. Jesucristo que se ha revelado a sí mismo y al Padre y que nos ha dejado el Espíritu Santo ha inaugurado ya el Reino.
“Fiat volúntas tua, sicut in cælo et in terra”
Se habla de hacer la voluntad del Señor en cuanto que los hombres obren según los mandamientos del Señor, o en tanto que los pecadores se conviertan y obren como los justos, o que se ore por los enemigos o que se dé a cada uno lo suyo. A pesar de los múltiples modos de entender esta afirmación, lo que en fin de cuentas se pide es de gozar de la vida feliz así como lo hacen los ángeles en el cielo cuando hacen la voluntad de Dios, o mejor aún, ya que Jesucristo, Dios y hombre verdadero, es primicia de la humanidad resucitada, los demás hombres puedan vivir de acuerdo a la comunión de voluntad humana y divina que existe en el Verbo de Dios encarnado en virtud de la cual el hombre está en pleno acuerdo en su obrar a la voluntad de Dios y de la cual en la Pasión nos dio ejemplo el Señor cuando dijo: “Padre mío, si es posible, que pase de mí este cáliz. Pero no se haga como yo quiero, sino como quieres tú.” (Mt 26, 39) de este modo se recupera el orden en el interno del hombre por el cual el espíritu gobierna el cuerpo, el entendimiento a la voluntad, pero todo porque en su fundamento se restablece el recto orden de la voluntad humana a la divina, orden que será restablecido del todo con la resurrección al final de los tiempos por la que el hombre quedará completamente sano de las heridas del pecado original, Joseph Ratzinger explica esto comentando al Máximo el Confesor del siguiente modo:
El drama del Monte de los Olivos consiste en que Jesús restaura la voluntad natural del hombre de la oposición a la sinergia, y restablece así al hombre en su grandeza. En la voluntad natural humana de Jesús está, por decirlo así, toda la resistencia de la naturaleza humana contra Dios. La obstinación de todos nosotros, toda la oposición contra Dios está presente, y Jesús, luchando, arrastra a la naturaleza recalcitrante hacia su verdadera esencia. Christoph Schönborn dice que «la transición de la oposición a la comunión de ambas voluntades pasa por la cruz de la obediencia. En la agonía de Getsemaní se cumple este paso» (El icono de Cristo, p. 114). Así, la petición: «No se haga mi voluntad sino la tuya» (Lc 22, 42), es realmente una oración del Hijo al Padre, en la que la voluntad natural humana ha sido llevada por entero dentro del Yo del Hijo, cuya esencia se expresa precisamente en el «no yo, sino tú», en el abandono total del Yo al Tú de Dios Padre. Pero este «Yo» ha acogido en sí la oposición de la humanidad y la ha transformado, de modo que, ahora, todos nosotros estamos presentes en la obediencia del Hijo, hemos sido incluidos dentro de la condición de hijos.[8]
“Panem nostrum quotidiánum da nobis hódie”
En primer lugar el “hoy” al que se refiere es la vida temporal del hombre. En segundo, esta petición san Agustín la entiende en tres sentidos, en primer lugar, el del alimento material es decir aquello que es útil para la vida, en segundo lugar, el sentido sacramental, en cuanto el pan consagrado visible que según la tradición Africana se recibía todos los días, y tercer lugar en sentido espiritual como el pan invisible de la palabra de Dios, ya que el alma se nutre y encuentra su reposo en obrar según los mandamientos del Señor. Según este último modo es que el comprende la interpretación más auténtica sin embargo dirá que los otros dos son válidos si se tienen en cuenta los tres juntos, de forma unida, y esta será según él una interpretación de conveniencia.
Si alguno… quiere entender esta frase en relación con el alimento necesario del cuerpo o el sacramento del Señor, es conveniente que los tres significados se entiendan de forma unida, es decir, que se pida al mismo tiempo el pan cotidiano, tanto el necesario para el cuerpo como el pan consagrado visible y el pan invisible de la Palabra de Dios.[9]
“Et dimítte nobis débita nostra, sicut et nos dimíttimus debitóribus nostris”
Al comentar esta sección Agustín hace alusión en primer lugar al sentido monetario de la palabra “deuda” pero dirá que el perdón se entiende en primer lugar como aquel de los pecados que otros han cometido contra uno, sea que el agresor haya o no haya pedido perdón directamente, y si es cuestión de dinero lo que hay que perdonar pues éste se ha de otorgar sea porque el ofensor o está necesitado materialmente o sufre de un espíritu pobre a causa del pecado. El perdón también es necesario porque de otro modo no es posible orar por los enemigos según nos ha sido mandado “Habéis oído que se dijo: “Amarás a tu prójimo” y aborrecerás a tu enemigo. Pero yo os digo: Amad a vuestros enemigos y rezad por los que os persiguen” (Mt 5, 43-44). En fin de cuentas se está hablando de un perdón liberador, porque que libera al que lo otorga como a aquel al que le es otorgado.
Sin duda no se debe omitir por descuido que, de todas estas sentencias con las cuales el Señor nos ha ordenado orar, ha juzgado deber recomendar sobre todo aquella que se refiere al perdón de los pecados, en la cual ha querido que fuésemos misericordiosos, que es el único consejo para evitar las miserias de la vida. En ninguna otra sentencia oramos así como si pactáramos con Dios; pues decimos: perdónanos, como nosotros perdonamos. Si mentimos en este acuerdo, no sacamos provecho alguno de la oración[10]
“Et ne nos indúcas in tentatiónem”
No se trata de pedir no tener tentaciones sino de no caer en ellas, las tentaciones son útiles para que otro conozca o para conocerse a sí mismo, respecto a la primera se puede decir que Dios ya conoce todo por su omnisciencia, por tanto las tentaciones sirven sobre todo para que otros conozcan la verdad sobre el hombre y aún más para que este conozca quien es en realidad. Las tentaciones son fruto de un permiso de Dios, que conoce a sus hijos y no permitirá nada que sepa que sea mayor a su capacidad, pueden ser o tentaciones de Satanás que sirven según Agustín para castigar a los hombres o para probarlos ejercitándolos en la misericordia de Dios que ha permitido tal tentación; pero también las hay humanas, fruto de la misma debilidad humana, pero ambas son pruebas que revelan el corazón del hombre.
Suceden, pues, las tentaciones de Satanás, no por su poder, sino con permiso del Señor para castigar a los hombres por sus pecados o para probarlos y ejercitarlos en referencia a la misericordia de Dios. Importa mucho distinguir en qué tipo de tentación incurre cada uno. Pues no es lo mismo el tipo de tentación en que cayó Judas, que vendió al Señor, que en la que cayó Pedro, que negó, atemorizado, a su Señor. Hay, pues, tentaciones humanas, creo, como sucede cuando uno con buena intención, según los límites de la humana debilidad, se equivoca en algún proyecto o se irrita contra algún hermano con la intención de corregirlo, pero un poco más allá de lo que pide la serenidad cristiana.[11]
“Sed líbera nos a malo”
Por último el verse libre del mal es ser liberado del mal que se hubiese cometido en el pasado o del mal que no se ha cometido pero que pudiera llegarse a cometer, con la esperanza de que, a pesar de la debilidad propia del hombre en el status viatoris, un día no tema ya caer en el ningún mal. Mientras tantos el verse libre del mal se consigue en esta vida gracias a la sabiduría divina huyendo de aquello que Dios ha pedido evitar y procurando aquello que ha pedido ser amado.
No se debe desesperar de la sabiduría que también en esta vida ha sido concedida a los creyentes hijos de Dios. Consiste esta sabiduría en huir con especial diligencia de todo aquello que por revelación de Dios entendamos que debe evitarse; y apetezcamos con ardentísima caridad todo aquello que por revelación de Dios entendamos que se ha de amar. Porque, cuando la muerte despoje al hombre del restante peso de mortalidad, de parte de todo componente del hombre, en el tiempo oportuno, será realizada como fin la felicidad que ha comenzado ya en esta vida y que, para conseguirla definitivamente después, se pone ahora todo el esfuerzo posible.[12]
Dirá Agustín que se debe distinguir entre las primeras 3 peticiones y las otras cuatro en razón de su duración, pues las primeras tres si bien comienzan en esta vida temporal se prolongarán por toda la eternidad, mientras que las otras son peticiones realizadas en vistas de aquella eternidad pero que pasarán una vez la historia llegue a su fin.
La oración del Padre Nuestro reúne en sí todo aquello que el hombre debe tener en cuenta para alcanzar la vida beata que le ha sido ofrecida por el Padre en Cristo, pues en ella el cristiano descubre en primer lugar el gran don Dios que le ha unido así por la filiación divina, es decir se da cuenta de la identidad de Aquel que le creo para la felicidad eterna y del llamado que le ha hecho para hacerle partícipe a través de la nueva vida de bautizado, así también descubre su propia identidad pues para poder dirigirse al Padre también ha de reconocerse como hijo, y esto no es posible sin haber conocido a Jesucristo que por su sacrificio en el Calvario le ha redimido y por su resurrección le ha elevado a una nueva dignidad, en la que el Espíritu Santo le hace capaz de decir “Abbá” (cfr. Rm 5, 5). En esta oración el Maestro interior muestra a los hombres aquello que han de pedir, aquello a lo que han anhelar, sea que dure sólo en esta vida (las últimas cuatro peticiones) o que se prolongue hasta la eternidad (las primeras tres peticiones), por eso dice el Doctor Gratiae a Proba “el cristiano sometido a cualquiera tribulación gime con esa fórmula, con ella llora, por ella comienza, en ella se para y por ella termina la oración”[13]
Que al contemplar la maravilla de la oración dominical podamos renovar nuestra identidad de hijos amados del Padre, para que fieles a su palabra podamos caminar juntos hacia la morada santa del cielo
IMG: «San Agustín» de Phillipe de Champaigne
[1] Epistulae 130, 12, 22
[2] In Io. Ev. tr. 73, 3
[3] In Io. Ev. tr. 104, 2
[4] De serm. Dom. in m. 2, 4, 16
[5] De serm. Dom. in m. 2, 5, 18
[6] De serm. Dom. in m. 2, 5, 19
[7] De serm. Dom. in m. 2, 5, 20
[8] Joseph Ratzinger, Jesús de Nazaret, Segunda Parte, Encuentro, Madrid 2011, 190-191
[9] De serm. Dom. in m. 2, 7, 27
[10] De serm. Dom. in m. 2, 11, 39
[11] De serm. Dom. in m. 2, 9, 34
[12] De serm. Dom. in m. 2, 9, 35
[13] Epistulae 130, 11, 21