El tiempo de cuaresma es para los cristianos ciertamente un tiempo de preparación, vamos como el Pueblo de Israel caminando por el desierto en el Éxodo rumbo a la tierra prometida, preparándonos así a contemplar en la semana santa la Pasión y Muerte de Cristo como camino hacia la Resurrección, vamos despojándonos del hombre viejo para asumir la vida nueva de la cual el Señor nos ha hecho participar gracias al Bautismo. En síntesis vamos examinando nuestra vida buscando sacar de ella todo lo que sea esclavitud del pecado para vivir la libertad de los hijos de Dios.
En este sentido en este tercer domingo de cuaresma es hermoso meditar la entrega de las tablas de la ley a Moisés, hemos escuchado en la primera lectura el Decálogo, lo que habitualmente se llaman los diez mandamientos, recordemos que en principio, el pueblo de Israel antes que ver una serie de normas a cumplir, descubre en estas diez palabras su participación en la alianza con el Señor. Dios en su infinita misericordia y bondad, los había liberado de Egipto, les estaba llevando a la tierra prometida, en correspondencia a esa voluntad amorosa el Pueblo se compromete a asumir estas diez palabras. Pero no sólo esto. ¿Cuándo se le da el Decálogo a Israel? Justo cuando ha salido de la esclavitud y se dirige a la tierra prometida. En este sentido esas diez palabras son para el Pueblo, más que mandamiento, un don de Dios que les enseña que es lo que han de guardar, de observar, de cuidar, si quieren vivir en esa libertad que Él les ha dado, por ello antes de pronunciarlas dirá el Señor “Yo soy el Señor, tu Dios, que te saqueé de la tierra de Egipto, de la casa de la esclavitud” (Ex 20, 2).
Por eso nos enseña el Catecismo de la Iglesia n. 2057 “Las “diez palabras”, bien sean formula das como preceptos negativos, prohibiciones, o bien como mandamientos positivos (como “honra a tu padre y a tu madre”), indican las condiciones de una vida liberada de la esclavitud del pecado. El Decálogo es un camino de vida: «Si […] amas a tu Dios, si sigues sus caminos y guardas sus mandamientos, sus preceptos y sus normas, vivirás y te multiplicarás» (Dt 30, 16). Esta fuerza liberadora del Decálogo aparece, por ejemplo, en el mandamiento del descanso del sábado, destinado también a los extranjeros y a los esclavos: «Acuérdate de que fuiste esclavo en el país de Egipto y de que tu Dios te sacó de allí con mano fuerte y con tenso brazo» (Dt 5, 15).”
Nuestro corazón, queridos hermanos, ha sido creado para Amar, para desear, buscar, querer y gozar del bien, tristemente a causa de la herida que el pecado original ha dejado en nosotros no siempre lo buscamos adecuadamente, y si la Palabra de Dios y la vida sacramental no están presentes en nuestra vida muchas veces erramos el camino y amamos un bien aparente, algo que realmente no es bueno, y nos esclavizamos de cosas terrenas, afectos o situaciones cayendo en el pecado. En ese sentido el Decalogo para nosotros es un don de Dios que nos ayuda a vivir en libertad porque como diría san Irineo de Lyon “por el Decálogo, Dios preparaba al hombre para ser su amigo y tener un solo corazón con su prójimo […].” (Adv. Haereses 4, 16)
Bajo esa óptica podemos contemplar también el pasaje del Evangelio en este Domingo. Usualmente este episodio ha sido conocido por algunos como “la expulsión de los vendedores del Templo” aunque más propiamente vistos con ojos de fe sabemos que su nombre es “La purificación del Templo”. Ciertamente dada la afluencia de abundantes peregrinos que se acercaban a Jerusalén a ofrecer sacrificios, algunos fueron facilitando el poder adquirir el animal para el sacrificio en las cercanías del lugar, pero aquello se desvirtuó y en vez de convertirse en un auxilio para el que venía de lejos se terminó haciendo negocio.
Jesús busca recordar cual es la verdadera razón de ser del Templo, es la morada de Dios, es el lugar del encuentro con el Señor, es casa de oración porque por los sacrificios celebrados el Pueblo se unía con Él. El gesto de Jesús resultará incomodo pero si ponemos atención nadie se lo impide, y es que recordemos, aunque tramaban sus enemigos toda suerte de insidias contra Él, era tenido por profeta, sabían que su obrar tenía un mensaje.
No es poco común escuchar tres tipos de enseñanza respecto a este texto del Evangelio, en primer lugar, en sentido literal, con la cual nos unimos a los apóstoles que luego de la resurrección recordaron este evento y cayeron en la cuenta de que cuando Él hablaba de levantar en el Templo en tres días estaba hablando de su resurrección. En un segundo momento se nos recuerda también la importancia que tienen nuestras iglesias o templos en la vida de cada cristiano, es el lugar del encuentro con el Señor, sobre todo cuando sabemos que ahí se encuentra Jesús presente en el Sagrario. Una tercera enseñanza es recordar que nuestro cuerpo también es templo del Espíritu Santo, por tanto hemos de cuidarlo y preservarlo de toda profanación evitando hacerlo ocasión de pecado, recordemos cuando hablamos que la “carne” es débil no estamos haciendo una consigna contra nuestro cuerpo, sino que nos referimos a que llevamos en nuestro interior una inclinación a aborrecer el sufrimiento y al deseo inmoderado de placer, nuestro cuerpo lejos de ser nuestro peor enemigo en la vida espiritual, puede llegar a ser nuestro mejor aliado en el combate contra el pecado y la construcción de una vida virtuosa, toda mortificación o penitencia corporal, por ejemplo, apunta no a maltratarnos sino a liberar nuestro cuerpo de las cadenas de esas tendencias negativas que podamos encontrar. Podríamos agregar un cuarto significado, y es que todo cristiano es parte del Cuerpo Místico de Cristo, es también Templo del Señor, por tanto toda obra de misericordia que realizamos con aquel que pasa necesidad es un acto de honra al Señor, de ahí que el Papa Francisco nos recuerde que el contacto con el pobre es tocar la carne de Cristo.
Considerando el conjunto, hemos de cuidar nuestra vida interior de modo que el corazón no se vea afectado por nuevas esclavitudes o lo que es lo mismo que no se deja llenar de “vendedores” inoportunos que con su ruido nos lleven a olvidarnos de Dios, como si Él no habitara en nuestro interior. De lo contrario fácilmente nos alejaremos de Él y comenzaremos a obrar con esclavos del dinero, del placer, del poder, de la vanagloria, de la murmuración, de cualquier tipo de pecado.
Al recordar que el Templo es “casa de oración” se nos da la clave para no caer en esta tentación, en la meditación orante y frecuente de la Palabra de Dios y en la participación activa del Culto Divino, particularmente en la Santa Misa, encontraremos no sólo el modo de conservar la libertad de hijos de Dios sino que también creceremos en esa vida nueva que Jesús nos adquirió.
“La oración es un hablar de corazón a corazón con Dios…La oración bien hecha toca el corazón de Dios y le incita a escucharnos. Cuando oramos que sea todo nuestro ser que se vuelve hacia Dios: nuestros pensamientos, nuestro corazón… el Señor se dejará doblegar y vendrá a ayudarnos…Ora y espera. No te turbes; la agitación no sirve para nada. Dios es misericordioso y escuchará tu suplica. La oración es nuestra mejor arma: es la llave que abre el corazón de Dios. Es necesario que te dirijas a Jesús mucho más con el corazón que con los labios.”
San Pío de Pietrelcina, Homilía, T, 74: CE, 39-40.
Roguemos al Señor nos conceda la gracia de saber redescubrir su bendición en la Palabra que nos dirige, particularmente en el decálogo, para meditándola continuamente podamos vivir en íntima unión de amor con Él por medio de la oración.
IMG: «Moisés con las tablas de la Ley» de Guido Reni