¿Para qué un Templo?

Martes – V semana del Tiempo Ordinario – Año par

1R 8, 22-23.27-30; Sal 83; Mc 7, 1-13

Si ayer contemplábamos la entrada del Arca de la Alianza en el Templo y la nube que manifestaba la presencia de Dios en Él, hoy vemos en la oración de Salomón, la petición de un rey por su Pueblo, y en ella, aquello que justifica la existencia de este lugar. Ya anteriormente habíamos dicho, que era el lugar que simbolizaba la presencia de Dios en medio de Israel, también era el lugar donde se inmolaban los sacrificios símbolos de la relación de Dios con los miembros del Pueblo elegido. Ahora vemos como el Templo es lugar donde Dios escucha a su Pueblo, es el lugar donde el Pueblo manifiesta a Dios el clamor de su corazón por medio de la oración. Y el Rey dirá que el matiz particular de esta será la reparación, pues pide al Señor no sólo que escuche, sino que también perdone a los suyos.

Pero cuando ya no existe el Templo de Jerusalén ¿dónde puede ir el hombre para hacer lo que antes se hacía ahí? Los cristianos respondemos, vamos a Cristo, Él es el nuevo Templo de Dios, Él no es símbolo de Dios en medio de su Pueblo, es el mismo Dios que se ha encarnado y que camina en medio de su Pueblo. En él no se cumplen ya numerosos sacrificios simbólicos, sino que se lleva a cabo el Verdadero, Real y Único sacrificio realizado una vez y para siempre en su muerte en cruz para la salvación de los hombres, de los que los anteriores eran una figura, una preparación; y ese sacrificio de Cristo sabemos se perpetúa en la Santa Misa. Y de modo más excelente aún, Dios escucha a su Pueblo, porque es el mismo Dios que habla con él, le toma de la mano cuando enfermo, como a la suegra de Pedro; lo mira con amor, como al joven rico; lo abraza, como los niños que se acercaban a Él; y llorá de amor como a la muerte de Lázaro. Y el perdón que se invocaba en aquel Templo, Jesús viene a extenderlo a todos a aquellos que lo acogen «yo tampoco te condeno, vete y no peques más» como le dijo a la mujer que encontraron en adulterio, o al paralítico que antes de curarlo le dijo «tus pecados son perdonados», y ese mismo perdón se continúa a transmitir por medio de sus sacerdotes hoy a través del sacramento de la Reconciliación.

Cristo es el nuevo Templo, o mejor dicho es el verdadero Templo donde el nuevo Israel, la Iglesia, se encuentra con su Dios. Donde cada cristiano puede dirigirse a Él, con la confianza de ser hijos. Y no sólo eso, sino que por su infinita misericordia, el mismo Dios ha venido a habitar a nuestros corazones, hemos pasado a formar parte del mismo Cuerpo místico de Cristo. De modo que en la oración podemos descubrir en lo más profundo de nosotros a ese Cristo que nos lleva al Padre por el amor del Espíritu Santo.

«La oración es un hablar de corazón a corazón con Dios…La oración bien hecha toca el corazón de Dios y le incita a escucharnos. Cuando oramos que sea todo nuestro ser que se vuelve hacia Dios: nuestros pensamientos, nuestro corazón… el Señor se dejará doblegar y vendrá a ayudarnos…Ora y espera. No te turbes; la agitación no sirve para nada. Dios es misericordioso y escuchará tu suplica. La oración es nuestra mejor arma: es la llave que abre el corazón de Dios. Es necesario que te dirijas a Jesús mucho más con el corazón que con los labios.»

San Pío de Pietrelcina, Homilía, T, 74: CE, 39-40.

El Evangelio por otro lado, nos presenta de nuevo un reclamo a unos fariseos, por el tipo de pregunta que hacen, llena de hipocresía y doblez. Para no alejarnos de la dinámica del Templo, sabemos que en él estaba el arca de la alianza que contenía las tablas de la Ley de Dios, así en el corazón del Templo podemos decir estaba la sabiduría de Israel. Sin embargo, en el corazón de estos fariseos no se encontraba esta sabiduría, sino un conjunto de elucubraciones que en forma de tradiciones humanas se había alejado del verdadero sentido de la ley de Dios, una ley de amor, una ley dada para vivir en la libertad que les había obtenido una vez les sacó de Egipto. Y ello se manifiesta en la forma en que faltando a la caridad critican y descuidan al prójimo.

Como cristianos que buscan vivir según los sentimientos y pensamientos de Cristo, hemos de recordar que en el corazón llevamos inscrita su Ley de amor, y es ella la que debe guiar todo nuestro obrar, amando a Dios por sobre todas las cosas y amando a nuestro prójimo por amor a Dios. El cristiano no busca la condena del hermano, sino su justificación en Cristo, no busca descuidar el hermano sino servirle para que en nosotros descubra el amor de Cristo que llega a su vida.

«El conocimiento de Dios produce amor y el de sí mismo, humildad. La humildad no es otra cosa que la verdad. “¿Qué tenemos que no hayamos recibido?” nos pregunta San Pablo (1Co 4,7). Si todo lo he recibido, ¿qué bien me pertenece? Si estamos convencidos de ello, jamás levantaremos la cabeza con orgullo. Si sois humildes nada os afectará, ni la alabanza ni el oprobio, porque sabéis qué es lo que sois. Si alguien se burla de vosotros, no os vais a amilanar. Si alguien os proclama santo no os pondréis sobre un pedestal. El conocimiento de nosotros mismos nos hace caer de rodillas.»

Santa Teresa de Calcuta, La oración frescor de una fuente

Roguemos al Señor que en todo momento, recordemos, que Él habita en nosotros, y que en la oración podemos encontrarnos con Aquel que nos amó hasta el extremo de dar su vida por nosotros; para que haga de nosotros piedras vivas de su Templo en Cristo, de manera que podamos llevar su amor a los demás, su consuelo y salvación.

Nota: Imagen Adoración del Cordero Místico de Jan van Eyck y Hubert van Eyck. Que ilustra la adoración dada Cristo, en el centro del Templo de los cristianos está Cristo.